Lógicamente, muchos protagonistas de los movimientos alternativos de aquel tiempo veían en la propuesta publicitaria de absorber los signos que llegaban de los festivales de rock o las comunas hippies una perversa intención: desactivar la revolución banalizando su sistema de señales. Pero Thomas Frank no comparte este punto de vista conspirativo: la iconografía del rock atraía a los publicistas porque encontraron un punto de convergencia entre la espontaneidad de aquellos jóvenes melenudos y la deriva del capitalismo de consumo que ellos detectaron con el cambio de década. Lo joven, lo camp, el amor libre y el inconformismo pasaron a convertirse en koiné, es decir, en lenguaje común. De esta manera, no solo se trataba de seducir a los menores de treinta años, sino al público en general, mucho más dispuesto, a partir de la beatlemanía y los fenómenos similares, a aceptar los nuevos valores, aunque solo fuera en relación con las compras.
No se estaba desplomando solo un mapa moral represivo y obsoleto que encerraba a las personas en las cárceles de la disciplina familiar y laboral o en la represión del deseo. Según Thomas Frank, lo que caía con estrépito, en las sociedades opulentas que habían superado la dureza de la posguerra, era la ética del ahorro y el premio diferido, el ascetismo de quien se sacrifica sin permitirse el derecho al goce.
No es de extrañar que los mismos textos que elogiaban la contracultura por cuestionar las formas convencionales acabasen adoptando su idea más importante: la revolución de las formas del consumo estadounidense. Las personas mayores habían sido contrarias a gastar, habían guardado su dinero celosamente; gastaban sólo cuando se aseguraban de la superioridad de un producto y a veces ni tan siquiera entonces. La cultura juvenil recibió sus mayores aplausos por su intención de acabar con aquella anticuada, incluso puritana, actitud, inducida los años de la depresión. (Frank, 2011, p. 211)
Aunque encontremos puntos de conexión entre la teoría de la asimilación y el lamento de Naomi Klein por la apropiación de las formas del lenguaje contracultural, la postura de Thomas Frank puede conducir a un callejón sin salida. En su ensayo, no estima el valor emancipatorio de aquel tsunami social y político de los años sesenta, del que son en gran medida herederos nuestros valores y costumbres —no solo nuestras compras—. Por eso no sabemos cómo podemos emprender un proyecto crítico y transformador sin que sus signos queden automáticamente expuestos a la absorción publicitaria.
Es muy oportuno revisar la versión que ofrece Raymond Williams sobre este problema. Es una figura clave del llamado Grupo de Manchester y, por tanto, de los cultural studies. Para este autor, la asimilación no es un fenómeno circunscrito históricamente a la era del pop. En realidad, lo que él llama modernismo, es decir, la cultura antagónica, vive en esa tensión permanente desde los tiempos en que Baudelaire observaba con el aire suspicaz de un flaneur el bullicio de las multitudes que la Revolución Industrial trajo a las grandes ciudades como París. La fractura biográfica, la soledad, el desclasamiento, la automarginación del artista o escritor adquieren una aureola mítica, pero todo empezará a cambiar tras los primeros años del siglo XX.
Lo que sucedió con bastante rapidez es que el Modernismo perdió muy pronto su postura antiburguesa, y se integró cómodamente al nuevo capitalismo internacional. Su intento de constituir un mercado universal más allá de las fronteras y las clases, resultó espurio. Sus formas se presentaron a la competencia cultural y la interacción comercial generadora de obsolescencia, con sus cambios de escuelas, estilos y modas tan esenciales para el mercado […]. Las imágenes aisladas y enajenadas de alienación y pérdida, las discontinuidades narrativas, se han convertido en la iconografía facilona de los comerciales, y el héroe solitario, amargo, sardónico y escéptico asume su lugar preparado de antemano como estrella del thriller. (William, 1997, pp. 55-56)
Williams no duda —refiriéndose, por ejemplo, a las vanguardias— que algunos de aquellos artistas, antes que disidentes antiburgueses, eran más bien burgueses disidentes: libertarios, iconoclastas respecto a los lazos sociales y nacionales, partidarios del mercado abierto e internacionalizado. Pero, al margen de si esta caracterización es válida o no para toda la cultura antagonista, no parece que la manera en que el capital ha interiorizado tales valores sea la que inicialmente proponían aquellos creadores:
[…] en particular en el cine, las artes visuales y la publicidad, ciertas técnicas que otrora fueron experimentales y significaron verdaderas conmociones y afrentas, se han convertido en convenciones operativas de un arte comercial de amplia distribución, dominado desde unos pocos centros culturales, mientras muchas de las obras originales se incorporaron directamente al comercio internacional corporativo […]. Pero en lugar de la rebelión, está el tráfico programado del espectáculo, en sí mismo significativamente móvil y, al menos en la superficie, deliberadamente desorientador. (William, 2010, p. 86)
La élite del modernismo tuvo el mérito de dislocar las convenciones asumidas por la sociedad burguesa, pero su lenguaje fue, a lo largo del siglo XX, cristalizando en formas simples y fácilmente traducibles a la imaginería del marketing y las multitudes. Los artistas que emigraban o huían desde lugares y lenguas remotos para vivir en un frío antro de Nueva York o París hablaban de la fragmentación, del abandono, de la incomunicación o del laberinto de la identidad individual y colectiva, ya que en sus biografías estuvo presente todo eso. Entonces, la significación de un cuadro de Van Gogh o de los poemas de Rimbaud es reconvertido a los intereses del stablishment, que alcanzó su culminación publicitaria en los años sesenta, cuando la rebeldía y el individualismo alcancen valor hegemónico en el mundo de los signos. Para el nuevo capitalismo, la precariedad, la transitoriedad o la pérdida de los referentes históricos ya no significa lo mismo que en las obras de los antagonistas; son, empero, las claves de su propia deriva como modelo productivo y de intercambio.
Un ejemplo de esa apropiación mercantil de los signos de rebeldía y antagonismo se encuentra insistentemente a lo largo de las seis temporadas de la serie Mad Men. El genial publicista que la protagoniza, Don Draper, atraviesa una seria crisis personal en los momentos finales del relato. Deambula por la California que despide los años sesenta pensando en dejar su trabajo, su familia y su acomodada posición… Quizá se convierta en vagabundo o piense incluso en el suicidio, como da a entender por sus últimas llamadas telefónicas, propias de un hombre confuso y desesperado. Acude a un retiro budista donde llora por la inmensa mentira que ha sido su vida. Por la mañana, hermanado con otros arrepentidos de la locura consumista y vestido como un convertido al budismo, saluda al nuevo sol. A continuación, observamos el mítico anuncio de Coca-Cola en su época más hippie y pacifista. Suponemos que es la nueva creación de Draper, quien, por fin, ha recordado que, por encima de todo, es un gran vendedor de sueños.
Abandonada en ese punto, la lectura de Williams es ingrata, pues podría sumirnos en la confusión de un pesimismo asimilacionista similar al de Thomas Frank. Entonces, es esencial conocer la postura de este autor con respecto a la existencia de formas culturales propiamente populares y no reductibles a la homogeneización de la cultura de masas. Lo singular del planteamiento de Raymond Williams, de sus compañeros de la Escuela de Manchester y de los estudios culturales consiste en la detección de diversas formas de resistencia en la recepción de los artefactos culturales generados por el consumo de masas. Alejándose de la pura pasividad, la comunidad reestructura y subvierte los signos que recibe; esto da lugar a una circulación simbólica en el territorio social que el poder no tenía prevista. En ese sentido, podemos encontrar un