El neoliberalismo afirma precisamente lo contrario: solo en el capitalismo es posible la democracia. Como sabemos, Friedman no necesitó esperar al gobierno de George W. Bush para que sus principios se convirtieran en doctrina hegemónica entre los economistas y políticos del mundo. El periodo de la «revolución conservadora» del mundo anglosajón, con Margaret Thatcher en Reino Unido y Ronald Reagan en los EE. UU., otorgó al «capitalismo compasivo» la consideración de sistema sin alternativas. Entonces, el objetivo era acabar con la herencia del New Deal impuesto por Roosevelt tras la guerra y hacer pedazos el estado del bienestar. Pese a que conserva su hegemonía, hoy sabemos que el mito del neoliberalismo como práctica emancipadora se ha desplomado, hasta el punto en que su supervivencia es una bestia negra para el bienestar y la igualdad en el mundo. Probablemente, el fin del comunismo, tal y como lo conocimos, haya sido lo mejor para todos; pero si su descrédito posibilitó su caída, debemos pensar que la historia nos brinda nuevamente la oportunidad de inventar nuevas formas de convivencia. Con respecto a esto, los términos en que Tony Judt formula su pregunta son transparentes:
Como sugiere la actual ruina de la izquierda, las respuestas no son evidentes. Pero ¿qué alternativa tenemos? No podemos dejar el pasado a nuestras espaldas y limitarnos a cruzar los dedos: sabemos por experiencia que la política, como la naturaleza, aborrece el vacío. Después de veinte años desperdiciados, ha llegado el momento de empezar de nuevo. ¿Qué hacer? (Judt, 2012a, p. 149)
Si estamos o no en los albores de una nueva sociedad civil planetaria, como afirman Noam Chomsky, Ignacio Ramonet, Susan George, Jean Ziegler o Arundhati Roy, autores afines a Naomi Klein, es algo que trataremos de descubrir en este ensayo. Lo que parece incuestionable es que, en un mundo donde crecen las desigualdades y los depredadores económicos deciden nuestros destinos, se vuelve inaplazable la tarea de organizar la resistencia. Para ello, es preciso ordenar los fundamentos teóricos de la crítica al modelo de la globalización neoliberal y atisbar sus alternativas.
De esta manera, el análisis de los extensos escritos de Naomi Klein, que conviene estudiar detenidamente, ahora es más imprescindible que cuando apareció No logo: el poder de las marcas y los jóvenes que se manifestaban contra la cumbre de Seattle lo llevaban bajo el brazo. Por eso, el objetivo de este ensayo es estudiar las propuestas de Naomi Klein, y presentar las líneas maestras que han ido configurando un discurso crítico imprescindible sobre los males de la sociedad mundializada, o las contradicciones del capitalismo global y las amenazas de su arrollador poder de transformación y destrucción. Debemos saber que, tras el nombre de Naomi Klein, se halla una multitud de colaboradores que ha prestado sostén documental a los densos escritos de la autora. También es importante entender que ella es una periodista, lo cual —sin dejar de reconocer su consistente bagaje intelectual— requiere enmarcar y reforzar el sentido de su discurso asociándolo a algunos de los pensadores más relevantes del mundo moderno y contemporáneo. Forma parte de la misión de este ensayo elucidar algunas de esas asociaciones de las cuales no necesariamente es consciente la autora. Quizá no estemos ante una nueva versión de El Capital, como ha llegado a insinuarse, pero cualquiera que —como yo he hecho— lea y revise con atención las obras más extensas de Naomi Klein puede advertir que nos hallamos ante una de las autoras más relevantes de este siglo incipiente. Y lo que es más decisivo: su lectura ha de ayudarnos a entender qué nos está pasando y qué es lo que puede llegar a pasarnos.
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A la sombra de las marcas
La era de la ingravidez
No logo: el poder de las marcas es un informe periodístico sobre las corrientes de protesta que empezaban a cuajar a fines del siglo. También recoge las nuevas formas de conciencia reivindicativa, y dota a los mal llamados «antiglobalizadores» de los fundamentos teóricos que necesitan para estructurarse como un movimiento sólido y transitivo. No insinúo que ese libro de Naomi Klein causara la contracumbre de Seattle ni que fuera decisivo en la arquitectura del Foro Social Mundial4. Pero podemos aceptar que su obra ensayística —empezando por el primer libro publicado en 1999— construye un exhaustivo mapa de ideas y una memoria de actuaciones imprescindible para comprender las claves del movimiento de protesta contra la globalización neoliberal. Cómo inspiró la acción reivindicativa de sus actores o si es justificable el elogio inconsciente de sus hostiles, que consideran este libro como «catecismo de los nuevos progres» o «puesta al día del Manifiesto comunista», son cuestiones que podemos ponderar más adelante.
El propósito de No logo: el poder de las marcas es enunciado por la autora con la máxima sencillez y rotundidad:
[…] a medida que los secretos que yacen detrás de la red mundial de las marcas sean conocidos por una cantidad cada vez mayor de personas, su exasperación provocará la gran conmoción política del futuro, que consistirá en una vasta ola de rechazo frontal a las empresas transnacionales, y especialmente aquellas cuyas marcas son más conocidas. (Klein, 2005a, p. 24)
«No es oro todo lo que reluce», solía decirle a Naomi su abuelo, Philip Klein, quien sabía muy bien el porqué de su advertencia: trabajó muchos años para Disney. Ningún relato ha sido tan fulgurante en el periodo entre siglos como el de la globalización, proceso glorioso que llevaría la intercomunicación y la libertad de información y expresión hasta los rincones más remotos, dotando al fin a los sujetos de las armas definitivas contra sus viejos opresores: la pobreza, el patriarcado o la ignorancia. Lo que no supimos inicialmente es que, tras la retórica triunfal de las corporaciones transnacionales, se ocultaba el incremento de las desigualdades o unas brechas tremendas en el acceso a la información. Fueron esas empresas las que, dotadas de un marketing portentoso, se apoderaron del relato de la aldea global.
En ese momento, firmas como Nike, Tommy Hilfiger, Apple o Microsoft, entre otras muchas, encontraban una clave de oro para su sistema de fabricación: la subcontrata.
Estos pioneros plantearon la osada tesis de que la producción de bienes sólo es un aspecto secundario de sus operaciones, y que, gracias a las recientes victorias logradas en la liberalización del comercio y las reformas laborales, estaban en condiciones de fabricar sus productos por medio de contratistas, muchos de ellos extranjeros. Lo principal que producían estas empresas no eran cosas, según decían, sino imágenes de sus marcas. Su verdadero trabajo no consistía en manufacturar sino en comercializar. Esta fórmula, innecesario es decirlo, demostró ser enormemente rentable, y su éxito lanzó a las empresas a una carrera hacia la ingravidez: la que menos cosas posee, la que tiene la menor lista de empleados y produce las imágenes más potentes, y no productos, es la que gana. (Klein, 2005a, p. 32)
Esta problemática viene de lejos. Como consecuencia del periodo de recesión que empieza en los años setenta, se difundió en el mundo mercantil la idea de que el problema de las empresas era su gigantismo. Colosos organizativos destinados a grandes desafíos productivos empezaron a plantearse que lo que ralentizaba su expansión y limitaba sus ganancias era su exceso de peso, de manera que optaron por reducirlo: empezaron por su personal. El modelo fordista, impuesto a partir de los años treinta, presumía la dignidad de sus condiciones laborales porque con ello se fidelizaba al asalariado y se limitaban los riesgos de insurgencia. Frente a ello, el nuevo estilo —el posfordismo— impulsó la idea de que los empleados, las máquinas y otras realidades tangibles constituían ataduras y estorbos que dificultaban el operativo que verdaderamente distingue a una marca: la creación, la identidad, el espíritu que seduce al mundo y que la convierte en una genuina lovemark. Por motivos como este, se habla de un salto más allá en el capitalismo contemporáneo, el cual se habría instalado en un espacio que ya no se deja atrapar por la lógica fordista, basada todavía en el principio productivo.
¿Hábil maniobra? Sin duda, pero necesita que el dispositivo no se conozca en profundidad, pues, a pesar de todo, es necesario producir algo más que glamour. Starbucks necesita café; Nike, zapatillas;