La persona, dirá Deleuze, deriva precisamente de una abstracción, de una forma de equivalencia. Y en tanto se es persona, se es intercambiable. Las personas son el capital humano del capitalismo que en vez de flujos, se convierten en posesiones.26 Son objetos para otros sujetos soberanos. ¿En qué se funda la cosificación del otro? Precisamente en el reconocimiento de su otredad, su exteriorización incomprensiva del flujo que une a las singularidades, de la trama en la que lo común se despliega como el medio de todas las relaciones, donde, como dice Mijaíl Bajtín,
todo hablante es además contestador de sí mismo: no es el primer hablante, el que ha roto por primera vez el eterno silencio del universo, y presupone no solo la existencia de un sistema de aquella lengua que utiliza sino también la existencia de enunciados precedentes, propios y ajenos, con los cuales su enunciado de una u otra forma se relaciona (se apoya en ellos, polemiza con ellos, simplemente los supone ya sabidos por el oyente).27
Para Averroes, la diferencia de esencia entre la existencia en su grado más perfecto y los existentes radica precisamente en la distinción contemporánea entre un hablante y la posibilidad de que su enunciado circule en concordancia o disputa con otros enunciados, pero siempre referidos a ellos. La existencia más perfecta es única porque su esencia es la medialidad y no la diversidad que se manifiesta como incremento o disminución,28 grados que pueden existir únicamente como formas diversas en el flujo de lo común. Un otro objetivizado solo puede ser absorbido o rechazado, un amigo o un enemigo con el que no hay conversación sino consumo y desecho. Esta relación es posible en una trama imaginada como suma de singularidades de cuya esencia depende lo común y desde donde se emiten los enunciados para quedar atrapados en la ley de propiedad.
La reflexión de Bajtín configura el camino que Esposito tomará como Leimotiv cuando enuncia, a propósito de la literatura, que “no son las dos primeras personas las que sirven de condición de la enunciación literaria; la literatura comienza solo cuando surge en nosotros una tercera persona que nos despoja del poder de decir Yo.”29 No es que esa persona surja ex nihilo, sino más bien como un reconocimiento, un desvelamiento de la eternidad en la que siempre se ha desenvuelto el lenguaje, dentro del cual llevamos a cabo una intervención, una modulación del medio que expresa singularidad. Esta singularidad nunca puede bastarse a sí misma porque siempre está siendo en lo común que la conforma y excede al mismo tiempo. La literatura solo surge, entonces cuando la autoría queda en entredicho, de la misma forma en que se reconoce su ser singular. En este sentido, Jacques Derrida dirá justamente que cualquiera “debe poder declarar bajo juramento, entonces: no tengo más que una lengua y no es la mía, mi lengua ‘propia’ es una lengua inasimilable para mí. Mi lengua, la única que me escucho hablar y me las arreglo para hablar, es la lengua del otro.”30 Esta tensión entre lo propio y lo otro es, sin embargo, una falsa dicotomía, una manera fácil de dar cuenta de dos polos que parecen habitar un mismo campo y entrar una pugna irresoluble. Las preguntas que rondan, en este sentido, al proyecto averroísta son: ¿cómo se singulariza el medio? ¿Cómo la potencia absoluta deviene efectivamente acto y conserva en sí la propia potencia? ¿Qué ocurre con el sujeto o el yo cuando ha develado su inestabilidad existencial?
Duns Scoto puso en el siglo XIII en boga el concepto de ecceidad (haecceitas) para referirse a una forma de individuación radicalmente diferente a la de persona, en tanto ella indica un “esto,” un darse la forma de un esto, contrapuesta a la quidditas que intenta mostrar algo en tanto “que es”.31 Lo que se singulariza en el modo de una ecceidad no tiene origen ni final: “no es un punto, sino una línea de desplazamiento y de concatenación. No está hecha de personas y cosas, sino de velocidad, afectos, tránsitos; su semiótica está compuesta por nombres propios, verbos en infinitivo, pronombres indefinidos.”32 Nunca se trata aquí de un sujeto, sino una relación en la que el sujeto puede darse. Esa relación, ese medio puro ha sido nombrado por Gilbert Simondon como el ser preindividual, es decir, el ser en el cual es posible la individuación no como un mero contexto del ser individuado, sino como una dimensión de ese ser, tal como en Averroes la existencia perfecta está siempre operando en cada una de las existencias concretas. “Para pensar la individuación ‒dice Simondon‒ es preciso considerar el ser no como sustancia, o materia, o forma, sino como sistema tenso, sobresaturado, por encima del nivel de la unidad, consistiendo no solamente en sí mismo, y no pudiendo ser pensado adecuadamente mediante el principio del tercero excluido; el ser concreto, o ser completo, es decir el ser preindividual, es un ser que es más que una unidad”33 ; es el medio puro en el cual las cosas se modulan como individuaciones, existencias singulares que difieren por gradualidad. Por eso podemos decir que el medio está siempre siendo en las existencias y, luego, su diferencia es de esencia y no de grado: “podemos considerar que el ser se dice en dos sentidos: en un primer sentido, fundamental, el ser es en tanto es; pero en un segundo sentido, siempre superpuesto al primero en la teoría lógica, el ser es el ser en tanto individuado.”34 Conocer el proceso de individuación se vuelve, pues, mucho más relevante que conocer el ser a partir de un individuo dado.
Las existencias individuadas se forman en el flujo de un mundo eterno y no creado ex-nihilo. En este sentido, Averroes considera en la eternidad del cosmos una circularidad que le sería particular a las cosas contingentes. Circularidad, que, sin embargo, indica una repetición al modo deleuziano, donde la permanente generación y corrupción hacen imposible que un determinado ente se produzca dos veces. “El sujeto de lo singular tiene que ser único ‒dice el Cordobés‒, y si se destruye el sujeto, y luego vuelve a existir, por necesidad es otro distinto numéricamente.”35 Podemos decir que la unicidad del acontecimiento que es el ser singular, la ecceidad o individuación, se atiende con mayor delicadeza cuando le damos su carácter contingente que, sin embargo, participa de lo eterno ‒lo externo‒ indisociablemente. Contingente porque en cada acontecimiento de individuación lo que está en juego es el deseo, que perdería todo significado si es traspasado ‒argumenta Averroes en el Tahāfut at‒tahāfut‒ del ámbito de lo posible a lo necesario.36 El deseo es el lugar de la imaginación (ḫayāl) que habita y se ve atravesada por lo común, pero no abarca la vastedad del intelecto (ʽaql).37 En este sentido, el pensamiento filosófico va de la mano con un des-intencionamiento, una renuncia a la objetivización y la demarcación de una individuación como otro absoluto. “Teoría ‒dice De Vito‒ no es conocimiento de alguna cosa, sino pensamiento. Conocimiento sin intención.”38
Entonces, una cuestión fundamental para la filosofía contemporánea, tal como lo fue para Averroes, es que lo que se despliega como individuación no es nunca un en sí, una esencia, sino una relación que es sustento ontológico de la experiencia. Un flujo que va desde lo inteligible a lo sensible y viceversa, por medio de la imaginación. El rol de la imaginación ‒y en ello concuerda toda la filosofía que va desde al-Fārābī a Averroes‒ no es otro que ser el punto de conjunción entre lo sensible y lo inteligible, el lugar mismo de la individuación. Por eso, controlar la imaginación, estabilizarla, ha sido la tarea fundamental de los educadores modernos, poco interesados en que el resultado de la individuación sea algo difícil de asir y conducir. La imaginación, tal como la comprendió la tradición, no deviene enemiga del pensamiento racional, sino su condición, pero sí deviene enemiga de aquel racionalismo que termina en autoritarismo.39 Donde la imaginación es encauzada, la razón deviene terror. La imaginación, comprendida de esta manera, establece un punto de relación entre el cosmos y las existencias singulares, porque el orden de la razón está en la propia naturaleza y no encerrada en una mente, de manera que la introyección y la proyección constante del flujo del mundo deviene transformación y cambio porque lo común coincide con las infinitas ecceidades imaginativas. No es la imaginación un puente hacia lo trascendental, sino, al contrario, es la manera en que las singularidades acceden a la experiencia bipolar de lo inteligible y lo sensible dentro de un campo inmanente. Esta es una ontología del haber, que el árabe identifica en la palabra wuǧūd (existencia) etimológica y