En este sentido, pensar Averroes desde este extraño continente cuyo nombre ha estado transido de error implica un acto de subversión: no tanto por la impugnación al “eurocentrismo” que aún impregna los imaginarios de tantas academias expandidas globalmente, sino por la capacidad de desactivación de cualquier “centro” posible que pueda territorializar al pensamiento. Si este último no es más que una potencia común (separada, una y eterna a todos los seres humanos) desde cuyo nomadismo puede actualizarse en una vida singular gracias a la fuerza medial de la imaginación, es porque el pensamiento se juega en la disyunción entre vida y lógos, entre viviente y humano. No hay “centro” o, si se quiere “cabeza” alguna, porque toda actualización del pensamiento constituirá el uso de la potencia, antes que la propiedad de un cogito: siendo común a toda la “especie” nadie podrá “apropiarse” de la potencia común del pensamiento, pero, gracias a la imaginación, todos podrán participar de su felicidad. Pensar no será propio de la actividad del hombre considerado como sujeto, sino la composición libre de imágenes que irrumpen en el sujeto (“sustancia” en la nomenclatura aristotélica) del pensamiento.
A partir de Tomás de Aquino, pero después Leibniz, Averroes interrumpe el pensamiento desde los anales de la historia de la locura. En su gnoseología, el “hombre” sobre el cual pende toda la discusión filosófica de la metafísica moderna, simplemente yace fuera de lugar, dislocado respecto del pensamiento que no le pertenece. La in-coincidencia entre viviente y humano, entre animal y hombre, la imposibilidad de fundamentar el que el hombre sea un sujeto del pensamiento tiene en el nombre Averroes todo el peso de un “espectro” (Coccia) y de lo “inquietante” (Brenet). El llamado “averroísmo” ¿qué es? No puede ser una doctrina clara y distinta, sino la apuesta por un terrorismo antropológico capaz de destituir la maquinaria que sutura la forma del hombre como sujeto y titular del pensamiento. “Averroísmo” –término acuñado por los “vencedores” del cristianismo latino- no deviene, por tanto, un sistema de pensamiento, sino el descentramiento radical de todo pensamiento respecto del hombre, su implosión que, sin embargo, desnuda a la imaginación como la verdadera combustión de la existencia.
Justamente, si la maquinaria humanista se abalanza en una guerra sin fin gracias a la distinción entre los que piensan y los que no piensan (entre lo humano y lo animal, la civilización y la barbarie), entre quienes son capaces de gobernarse a sí mismos y los que no pueden hacerlo y, por tanto, necesitan “ayuda” de quiénes si sabrían, es lo que la gnoseología averroísta amenaza con desbaratar. Si uno piensa, es porque todos pueden eventualmente pensar. El pensar no es propiedad de “alguien” sino una experiencia radicalmente común de la que todos, por tanto, podemos participar.
A su vez, resulta clave cómo Averroes profundizó un pensamiento que, presente en Al Farabi y Avicena, insistía en la conciliación entre verdad revelada y verdad filosófica. A diferencia de la teología asharita que subrayará la incompatibilidad entre ambos lugares de la verdad (cuestión que reproducirán las ciencias históricas y filosóficas europeas durante el siglo XVIII y XIX cuando repitan el dictum “asharita” según el cual, el islam sería incompatible con la filosofía) para Averroes la profecía y la filosofía serán “hermanas de leche” por cuanto participarán de la misma verdad, pero a la luz de niveles hermenéuticos diferenciados. La apuesta averroísta trata de restituir la vertiente racional del islam que permita unificarle e impedir la fitna o guerra civil. Para ello, se hace necesario que la teología sea expulsada del espacio público y prevalezca la originariedad del mensaje profético. Sin mediación teológico, los pueblos pueden asumir el mensaje profético gracias a la sharía y compartir así, parte de la eterna felicidad conjuntamente con los filósofos (la aristocracia). A esta luz, la apuesta de Averroes desarrollada en el Fasl Al Maqal (Tratado Decisivo) o en el Tahafut al Tahafut (Destrucción de la Destrucción) así como también en su Exposición de la República de Platón entre otros lugares, deviene una crítica a la teología política puesto que, en sus palabras, cuando ésta ocupa el espacio público no hace más que conducir a los pueblos a su destrucción. Conservar la “hermandad” entre profecía y filosofía significa expulsar a la teología, neutralizarla. Acaso en ello se revela el primer acto moderno que aparecerá, posteriormente, en el contractualismo de Thomas Hobbes o en Baruch Spinoza cuando habilite una “vía de la razón” para combatir a la “superstición”.
Los ensayos que presentamos aquí se rigen por una única cuestión: la intempestividad de un pensamiento. No pretenden convertir a Averroes en una pieza de museo –tal como hace Ernst Renan en su célebre estudio- sino más bien, subrayar el modo en que Averroes es capaz de abrir otras vías de pensamiento que puedan ser capaces de transformar el peso del orientalismo filosófico que campea en los campus universitarios. El término “intempestivo” subraya la interrupción polimorfa de un pensamiento, antes que un sistema claro y distinto referente a algún “autor”; una opacidad que se abre desde nosotros mismos, antes que la transparencia que un pensamiento tendría consigo mismo. Averroes, el nombre del error, el anatema de los teólogos medievales (tanto de musulmanes como cristianos), la fuerza de un descentramiento que posibilita, entre otras cosas, al pensamiento democrático. Spinoza y Marx dos secretos heraldos de Averroes, dos pensadores rechazados por su propio tiempo que heredan, intempestivamente, la intensidad de su pensamiento. Los ensayos aquí desarrollados toman diferentes variantes de su pensamiento. Todos se dirigen no a pensar “sobre” Averroes, sino a pensar “con” su voz, su intensidad.
Averroes, sin duda, es una forma de entrar, de obstruir la historia de la filosofía, pero no una entrada privilegiada ni la única obstrucción. Averroes, a pesar del carácter mayor que tuvo alguna vez, acá es una filosofía menor. Filosofía menor no por carecer de importancia ni por ser más abarcable, sino en cuanto lo que interesa acá no es atender a Averroes como aquél autor a comprender, sino como un pensamiento que abre nuevas asociaciones, tejerlas y deshacer otras. No hay un Averroes que sea llave maestra de la historia, sino un nombre que muestra que no existe una única historia.
Benjamin Figueroa Lackington
Miguel Carmona Tabja
Rodrigo Karmy Bolton
Averroes
Mauricio Amar Díaz
El nombre de Averroes debería escribirse con una tachadura. No es seguro si esta debe recorrer el nombre de manera lineal o con ondulaciones, pero debe existir una tachadura indicativa de lo que Averroes representa para el pensar contemporáneo: lo que ha sido despreciado a fin de conseguir la figura monolítica del yo moderno; aquello que se rescata para arrancar de ese yo, o bien, simplemente para indicar que Averroes y el averroísmo son uno solo y que pueden pensarse como un hilo, una débil pero persistente hebra de pensamiento que en ocasiones se laxa y en otras, como hoy, cuando ya no queda otra, se tensa y se vuelve evidente. Podemos calificar algunos libros de averroístas, cuando su mención al pensador cordobés es expresa. Ahí no corremos riesgo y estamos a salvo en buena trinchera. El hilo, sin embargo, es tan delgado que puede parecer invisible, escurridizo a la mirada y perdido entre los escombros de la tradición moderna. Secreto. A él se pegan escritos, pensamientos sueltos, poemas, que ni siquiera conocen el nombre de Averroes. En este sentido, Averroes no es un pensador, sino un modo de pensar. Por eso rehúye incluso a la mirada del averroísta, que en cuanto se fija en el sujeto Averroes, este se diluye, y aparecen al-Fārābī, Alejandro de Afrodisia, Aristóteles.
Averroes, entonces no como sujeto, sino como paradigma en el sentido agambeniano. Un caso separado de una serie que ilumina a los demás casos,1 aboliendo no sólo la dicotomía entre lo alto y lo bajo, lo sagrado y lo profano, sino también aquella del adentro y el afuera.2 Averroes como idea que constela, para usar un concepto caro a Benjamin,3 en torno al cual giran múltiples formas, modos de pensar que, sin embargo, comparten una idea fundamental, a saber, que el intelecto es único para toda la especie, separado del individuo y, sin