—¡Scotland Yard!
Para este apacible caballero y abogado de provincias llamado Robert Blair, la mención de Scotland Yard era algo tan exótico como oír hablar de Xanadú, de Hollywood o de paracaidismo. Como ciudadano respetable que era, se hallaba en buenos términos con la policía local, y ahí terminaba su conexión con el mundo del crimen. Lo más cerca que había estado de Scotland Yard fue jugando al golf con el inspector local, un buen tipo con un juego bastante equilibrado que ocasionalmente, cuando conseguía llegar al hoyo diecinueve, se dejaba llevar y cometía leves indiscreciones hablando sobre su trabajo.
—No he asesinado a nadie, si es eso lo que está pensando —se apresuró a decir la voz al otro lado del hilo telefónico.
—Lo importante es: ¿se le acusa de haber asesinado a alguien?
Fuera cual fuera el delito que se le imputaba, sin duda aquel era un caso para Carley. Debía decirle que se pusiera rápidamente en contacto con Carley.
—No, no se trata de ningún asesinato. Me acusan de haber raptado a alguien. O de haberlo retenido, o algo así… No puedo explicarlo por teléfono. Y sea como fuere necesito a alguien ahora, de inmediato, y…
—Pero, escúcheme, no creo que sea a mí a quien necesita —dijo Robert—. No sé prácticamente nada sobre derecho penal. Mi bufete no está preparado para un caso como ese. El hombre que usted precisa…
—No quiero a un abogado criminalista. Quiero un amigo. Alguien que permanezca a mi lado y que sea capaz de defenderme. Quiero decir, que sea capaz de decirme cuándo no he de responder si no quiero. Ese tipo de cosas. No necesita usted formación penal para algo así, ¿no es cierto?
—No, pero sería usted mucho mejor atendida por una firma acostumbrada a lidiar con casos policiales. Una firma que…
—¿Lo que trata de decirme es que no está interesado? Es eso, ¿verdad?
—No, por supuesto que no —respondió Robert rápidamente—. Honestamente creo que lo más inteligente sería…
—¿Sabe usted cómo me siento? —le interrumpió—. Me siento como alguien a punto de ahogarse en un río porque es incapaz de alcanzar la orilla. Y usted, en lugar de ofrecerme su mano, me señala la otra orilla diciéndome que me resultará más fácil alcanzarla.
Hubo un momento de silencio.
—Pero, al contrario —dijo Robert—, lo que le ofrezco no es otra cosa que un experto salvavidas. En comparación con él yo soy un mero aficionado. Benjamin Carley tiene más experiencia como defensor que nadie desde aquí hasta…
—¿Quién? ¡Ese terrible hombrecillo de los trajes a rayas! —su voz pareció quebrarse y de nuevo hubo un momentáneo silencio—. Eso es una estupidez. Verá, cuando he decidido llamarle no ha sido porque le considere inteligente o capaz —«¿Verdad que no?», pensó Robert—, sino porque estoy metida en problemas y necesito el consejo de alguien que me sepa entender. Y usted parece de los míos. Señor Blair, hágame el favor de venir. Le necesito. Hay gente de Scotland Yard en mi casa. Si entonces decide que se trata de algo en lo que no quiere verse envuelto siempre puede poner mi caso en manos de otro. ¿No es así? Después de todo, quizá ni siquiera llegue a ser necesario. Si pudiera venir hasta aquí y «velar por mis intereses», o como quiera que se diga, solo durante una hora, quizá todo acabaría. Estoy segura de que se ha cometido algún error. ¿Lo haría por mí?
En términos generales Robert Blair pensaba que podía hacerlo. Era demasiado afable para rechazar una propuesta razonable. Además ella le había facilitado una salida en caso de que la situación se complicara. Y, pensándolo con detenimiento, no quería dejar a aquella mujer en manos de Ben Carley. A pesar de la bobada sobre los trajes a rayas, era capaz de entender su punto de vista. Si uno ha hecho alguna fechoría de la que quiere librarse, sin duda Carley es un regalo del cielo. Pero para una persona en apuros, desconcertada e inocente, quizá la ruda personalidad de Carley no fuera la mejor ayuda imaginable.
Sea como fuere, mientras colgaba el auricular, deseó que su aspecto al pasearse por las calles de Milford hubiese resultado más amenazante. Parecerse a Calvino o a Calibán, a cualquiera de los dos, siempre y cuando ello le sirviera para desalentar a mujeres desconocidas que albergaran la intención de arrojarse en sus brazos al verse en problemas.
¿A qué podía referirse al hablar de rapto?, se preguntó mientras daba un rodeo hasta el garaje en Sin Lane para sacar su coche. ¿Estaba tipificado semejante delito en las leyes británicas? ¿Y a quién querría raptar? ¿A un niño? ¿Algún «niño bien»? A pesar de vivir en una gran casa en la carretera de Larborough, aquellas dos mujeres daban la impresión de tener muy poco dinero. ¿Se trataría de un niño «maltratado» por sus guardianes naturales que se había escapado de casa para toparse con un destino aún más rocambolesco? Quizá. El rostro de la anciana hacía pensar en una fanática. Y en cuanto a Marion Sharpe, si la costumbre de condenar a mujeres a arder en la hoguera no hubiera pasado de moda, no sería descabellado pensar que tal cosa podría llegar a ser su destino natural. Aunque posiblemente se tratara de un caso malinterpretado de filantropía. Rapto «con intención de privar a sus padres, tutores, etc., de su posesión». Deseó recordar algo más de los tiempos en que había estudiado el manual de Harris y Wilshere. No estaba seguro de si algo así suponía un delito tipificado y con pena de trabajos forzados o era considerado una falta. «Secuestro y detención.» Semejante caso no había entrado en los archivos de Blair, Hayward y Bennet desde diciembre de 1798, cuando el mayorazgo de Lessows, después de haber abusado del vino clarete, había subido en volandas sobre la grupa de su caballo a la joven señorita Gretton en pleno baile, en el mismísimo hogar de los padres de esta, para llevársela sin mediar palabra a galope tendido hacia los pantanos. Y, en todo caso, en aquella ocasión nadie albergó la menor duda en cuanto a los motivos del caballero.
En fin, quizá tras la entrada en escena de Scotland Yard todas las partes se mostrarían más dispuestas a razonar. Él mismo estaba sorprendido por la implicación de Scotland Yard. ¿Tan importante era la muchacha que el asunto había despertado el interés del cuartel general?
Nada más adentrarse en Sin Lane se vio inmerso una vez más en el aciago conflicto que afligía a sus conciudadanos desde tiempo inmemorial. Aunque, afortunadamente, él ya había aprendido a mantenerse al margen. (Según los etimólogos —en caso de que estén ustedes interesados—, la palabra sin no es más que una perversión de la palabra sand.1 Aunque por supuesto los habitantes de Milford, más duchos en la materia, saben que antes de que todas esas viviendas municipales fueran construidas en los prados de la parte baja del pueblo, la avenida conducía directamente hasta el paseo de los enamorados en High Wood.) A lo largo de la estrecha calle, frente a frente y en perpetua enemistad, se alzaban el establo municipal y el garaje más moderno del pueblo. El garaje asustaba a los caballos (según los responsables del establo) y la actividad de la caballeriza bloqueaba continuamente el tránsito de la calle con el transporte de paja, forraje y Dios sabe qué más (siempre según el propietario del garaje). Pero el problema no termina ahí. El garaje era propiedad de Bill Brough, antiguo miembro del reme,2 y Stanley Peters, perteneciente al Cuerpo Real de Comunicaciones. Y para el viejo Matt Ellis, exmiembro de la Guardia de Dragones de Rey, estos no eran sino meros representantes de una generación que había destruido la caballería y, en resumidas cuentas, una ofensa viviente para la civilización.
En invierno, cuando iba de caza, Robert escuchaba de primera mano la versión de la historia desde el punto de vista de la caballería. Y el resto del año escuchaba lo que el Real Cuerpo de Comunicaciones tenía que decir al respecto mientras limpiaban su coche, le cambiaban el aceite, llenaban el depósito o lo recogían con grúa. Hoy los de Comunicaciones querían saber la diferencia entre libelo y calumnia y en qué consistía exactamente la difamación. ¿Suponía un delito de difamación decir que un hombre era un «buhonero que vive rodeado de latas y no es capaz de diferenciar