También le agradó comprobar que 4 Thomas, la chica que se había quedado dormida, era innegablemente galesa; una muchacha menuda y morena, el perfecto ejemplar aborigen. Y O’Donnell, que ahora se materializaba ante sus ojos tras no haber sido hasta el momento más que una voz distante en los baños, era sin lugar a dudas una mujer irlandesa de pura cepa: las largas pestañas, la hermosa piel y los grandes ojos grises. Las dos escocesas —manteniendo lo máximo posible la distancia con el resto del grupo sin dejar de formar parte de él— resultaban menos obvias. Stewart era sin duda la pelirroja que en ese momento cortaba un trozo de pastel de uno de los platos que había dispersos sobre la hierba. «Es de Crawford’s», decía con una agradable voz de Edimburgo, «de modo que al menos por una vez, pobres criaturas, ¡sabréis lo que es bueno!». Y Campbell que, apoyada contra el tronco de un cedro, comía pan con mantequilla con mesurada fruición, tenía sonrosadas mejillas, el cabello castaño y una extraña belleza.
Con la excepción de Hasselt, la muchacha de rostro tranquilo y sencillo —se diría que salido de un retablo románico— procedente de Sudáfrica, el resto de las chicas del último curso eran, como decía la reina Isabel, típicas inglesas.
El único rostro que destacaba levemente del conjunto, si bien no por ser necesariamente atractivo, era el de Mary Innes, el Jonatán de Beau Nash. La extraña pareja le llamó extraordinariamente la atención a la señorita Pym. Le parecía adecuado que la joven Beau hubiera elegido como amiga a una muchacha que reunía a la vez buenas cualidades y atractivo físico. Las cejas, especialmente bajas sobre los ojos, dotaban a su rostro de una gran intensidad, una expresión de ensimismamiento que restaba a sus delicados rasgos parte de la belleza que de otro modo sin duda habrían tenido. A diferencia de Beau, siempre sonriente y de carácter alegre, parecía una chica triste y hasta el momento la señorita Pym no la había visto sonreír ni una sola vez, a pesar de que a esas alturas, y considerando el milieu en el que se encontraban, podría decirse que ya habían conversado largo y tendido. El encuentro había tenido lugar la pasada noche, cuando la señorita Pym se desvestía en su cuarto después de una velada en compañía de las instructoras. Habían llamado a su puerta y al abrir se había encontrado cara a cara con Beau que le había dicho: «Solo he venido para comprobar que tiene todo cuanto necesita. Y de paso para presentarle a su vecina de al lado, Mary Innes. Siempre que necesite algo, Innes la sacará del apuro». Beau le había dado las buenas noches y se había marchado, dejando a Innes para que pusiera punto final a la entrevista. A Lucy le había parecido una joven atractiva y muy inteligente, pero algo desconcertante. No se esforzaba en sonreír y aunque parecía una muchacha amigable no se tomó ninguna molestia en resultar agradable. En los círculos académicos y literarios que Lucy había frecuentado durante los últimos meses, algo así no habría llamado en absoluto la atención, pero en el alegre y desenfadado contexto en que se encontraba ahora su actitud podría haberse interpretado como un desaire. O casi. No había desaire alguno, sin embargo, en el natural interés que Innes mostró por su libro —el Libro— y también por su autora.
Observándola ahora, sentada a la sombra del cedro, Lucy se preguntó si su actitud no se reduciría simplemente a que la joven no encontraba la vida demasiado divertida. Lucy siempre se había enorgullecido de su capacidad para analizar la fisonomía de la gente y en la actualidad había llegado a dejarse guiar, quizá en exceso, por ella. Por ejemplo, siempre que se encontraba con unas cejas cuyo trazo nacía muy cerca de la nariz, descubría detrás de ellas a una persona de mente intrigante y en ocasiones taimada. Alguien —¿Jan Gordon, quizá?— había llegado a observar incluso que en eventos en los que un orador se dirigía a una gran concurrencia, en un parque o en lugares por el estilo, eran las personas de nariz larga las que permanecían más tiempo interesadas y a la escucha, mientras los individuos de nariz más corta se marchaban enseguida. De modo que, fijándose de nuevo en las cejas bajas y la boca firme de Mary Innes, se preguntó si la grave concentración que parecían manifestar también estaría en contradicción con su capacidad para sonreír. En cierto modo, su rostro no parecía ser contemporáneo en absoluto. Era algo... ¿Qué era?
¿Una ilustración salida de un libro de historia? ¿Un retrato en la sala de un museo?
Desde luego no parecía encajar entre las desenfadadas muchachas de aquella escuela de educación física. En absoluto. La historia estaba escrita con rostros como el de Mary Innes.
De todas las caras que se volvían hacia ella constantemente para de nuevo girarse entre risas y bromas, solamente tres no resultaban inmediatamente simpáticas. Una era la de Campbell. ¿Demasiado insegura, demasiado cambiante quizá, demasiado dispuesta a ser en todo momento lo que los demás quisieran? Otra era la de una chica llamada Rouse, pecosa, de labios finos y prietos y mirada siempre vigilante.
Rouse había llegado tarde a la merienda y su aparición había provocado un extraño y momentáneo silencio. A Lucy le había recordado a la quietud que se apodera de los pajarillos cantores ante la cercanía de un halcón. Pero no había nada premeditado en aquel silencio, y tampoco malicia. Más bien le pareció que habían guardado silencio como gesto de reconocimiento ante su llegada, aunque ninguna de las presentes se había tomado la molestia de darle la bienvenida personalmente.
—Me temo que llego tarde —dijo entonces. Y en aquel instante de silencio Lucy había podido escuchar el comentario: «¡Empollona!», por lo que había llegado a la conclusión de que la señorita Rouse no había sido capaz de despegarse a tiempo de sus libros de texto. Nash hizo las presentaciones y la joven se limitó a dejarse caer en el césped junto a las demás mientras las conversaciones se reanudaban como si nada hubiera ocurrido. Lucy, siempre compasiva con los marginados, no había podido evitar sentir cierta lástima por la recién llegada. Pero, tras observar más detenidamente los rasgos norteños de la señorita Rouse, había llegado a la conclusión de que no tenía de qué preocuparse. Si Campbell, hermosa y de tez rosada, parecía demasiado voluble para resultar simpática, Rouse podía ser su complemento perfecto. Nada, salvo tal vez la repentina aparición de un bulldozer, parecía ser capaz de sobresaltar a la señorita Rouse.
—Señorita Pym, no ha probado usted aún mi pastel —dijo Dakers quien, del modo más desvergonzado, reclamaba constantemente las atenciones de Lucy como si de una vieja amiga se tratara; en ese momento se había recostado sobre su silla, con las piernas colgando hacia delante como las de una muñeca de trapo.
—¿Cuál es el tuyo? —preguntó Lucy mientras paseaba la mirada sobre los variados productos en exposición, muy por encima de la media del habitual pan con mantequilla de la escuela y de los bollos que se pueden ver en el mercado de los domingos.
La contribución de Dakers era un hermoso pastel de chocolate de dos pisos con cobertura de mantequilla escarchada. Lucy decidió entonces que como gesto de amistad (y quizá también de gula) debía olvidarse por el momento de los kilos de más.
—¿Siempre traes tus propias tartas para el té de los domingos?
—¡Ay, no! ¡Esta es en su honor!
Nash, sentada a su lado, se rio.
—Lo que tiene ante usted no es sino una colección de esqueletos ocultos hasta ahora en los armarios de la escuela. No hay ni una sola estudiante de educación física que no sea en secreto una comedora compulsiva.
—No ha habido ni un solo instante en todos mis años de escuela en que no estuviera muerta de hambre. Solamente la vergüenza me impide devorar el desayuno, y media hora más tarde ya estoy tan hambrienta que me comería un caballo en mitad del gimnasio.
—Por eso mismo, nuestro único crimen es... —comenzó a decir Rouse, hasta que Stewart le propinó de repente tal patada en el trasero que por poco se cae hacia delante.
—Hemos puesto nuestros sueños a sus pies —se burló Nash, intentando quitarle importancia a lo que había pasado—. Y también una fina capa de carbohidratos, por supuesto.
—También hemos mantenido un solemne cónclave para ponernos de acuerdo en cómo debíamos vestirnos para usted —dijo Dakers mientras cortaba el resto de su pastel para las demás, al parecer sin darse