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cara sonrosada y redonda le daba un aire infantil. Su nariz era delicada y pequeña y sus cabellos castaños estaban enroscados, mechón a mechón, en un sinfín de rulos distribuidos por toda su cabeza. ¡Menuda guerra le habían dado aquellos rulos la noche anterior! Después del largo trayecto en tren, el reencuentro con Henrietta y la lectura con las alumnas de la escuela, había acabado extremadamente cansada. Su parte débil había tratado de convencerla de que al día siguiente, después de comer, emprendería el viaje de regreso; de que su permanente al fin y al cabo tenía solo dos meses de antigüedad y bien podía aguantar al menos una noche sin todos esos rulos. Pero, ya fuera por despecho hacia ese lado suyo más frágil —con el que a diario libraba una constante y encarnizada batalla— o por no decepcionar a su amiga Henrietta, se aseguró antes de acostarse de que todos y cada uno de los catorce rulos cumplieran su cometido aquella noche. Recordaba ahora la determinación de hacía tan solo unas horas (lo cual ayudaba a acallar cualquier remordimiento ante la modorra de la mañana que comenzaba) y aun así se maravillaba con la intensidad de su deseo de no defraudar a su amiga Henrietta. En la escuela, siendo alumna de tercero,1 había admirado a Henrietta, dos años mayor, de un modo algo exagerado. Henrietta había nacido para ser delegada y su mayor talento consistía básicamente en saber apreciar cómo el resto de la gente utilizaba el suyo. Y ese era precisamente el motivo por el que, habiendo abandonado la escuela para estudiar secretariado, en la actualidad ocupaba el puesto de directora en una escuela de educación física, una especialidad de la que no sabía nada en absoluto. Con los años había olvidado por completo a Lucy del mismo modo que Lucy la había olvidado a ella, hasta que la señorita Pym había escrito el Libro.

      Así era como Lucy se refería a él: «el Libro».

      Ella misma estaba aún sorprendida por todo el asunto del Libro. Su misión en la vida se había limitado hasta entonces a enseñar francés a colegiales. Pero tras cuatro años de docencia, el último de sus padres falleció dejándole una herencia de doscientas cincuenta libras al año, y Lucy se secó las lágrimas con una mano mientras con la otra entregó su carta de renuncia. La directora le había respondido, con envidia y una absoluta falta de compasión, que el valor del dinero sube y baja de forma imprevisible y que doscientas cincuentas libras no le dejarían mucho margen para permitirse llevar la vida culta y civilizada a la que la gente como Lucy estaba acostumbrada. Pero Lucy se mantuvo firme y alquiló un piso de lo más civilizado, lo suficientemente alejado de Camden Town como para estar muy cerca de Regent’s Park. Siguió dando clases de francés de forma esporádica para equilibrar el balance entre sus gastos e ingresos —o cuando se acercaba la hora de pagar la factura del gas— y dedicaba su tiempo libre a leer libros de psicología.

      El primero lo leyó por curiosidad, pues le parecía un tema interesante. Los demás, para comprobar si el resto eran igual de estúpidos. Después de leer unos treinta y siete libros ya había llegado a desarrollar sus propias ideas sobre el tema, por supuesto muy diferentes a las expuestas en esos treinta y siete volúmenes. De hecho todos aquellos ensayos le habían parecido completamente absurdos y la habían enfurecido de tal modo que había comenzado a tomar notas donde refutaba sobre la marcha todas aquellas teorías. Ya que es prácticamente imposible hablar sobre psicología sin utilizar la jerga especializada —y careciendo además de terminología inglesa para ello— sus argumentos alcanzaban altas cotas de sutileza. No tanto, en todo caso, como para llamar la atención de ningún editor, de no haberse dado la circunstancia de que la señorita Pym hubiese escrito un día la siguiente nota en el dorso de un folio de uno de sus textos desechados (nunca había sido muy buena en mecanografía):

       Estimado señor Stallard:

       Le agradecería que dejara usted de escuchar la radio después de las once de la noche. Me resulta muy molesto.

       Le saluda atentamente,

       Lucy Pym

      El señor Stallard, al que no conocía más que por su nombre —escrito en una cuartilla pegada a la puerta de su apartamento, en el piso inferior—, se personó ante su puerta esa misma noche. En su mano sostenía la carta abierta y no tenía un aire muy alegre, o eso le pareció a la señorita Pym, que tragó saliva varias veces antes de poder articular palabra. Pero el señor Stallard no estaba en absoluto enfadado. Al parecer, trabajaba como lector para varias editoriales y se mostró sumamente interesado en el texto que le había mandado, seguramente por error, en el dorso de la carta.

      En otra época, cualquier editor habría mirado hacia otro lado ante la mera propuesta de publicar un libro sobre psicología. Sin embargo, el año anterior el público británico había hecho tambalearse al mundo editorial al hacer evidente su cansancio ante tanta obra de ficción y mostrando un repentino interés por temas más sesudos como la distancia entre la Tierra y Sirio o el significado intrínseco de las danzas primitivas de Bechuanalandia.2 Los editores se vieron de pronto obligados a tratar de satisfacer esta extraña sed de conocimiento por parte de los lectores y como resultado recibieron a la señorita Pym con los brazos abiertos. Es decir, fue invitada a un almuerzo con el editor jefe de un importante sello que culminó con la firma de su contrato. Eso había sido ya un golpe de suerte, pero la providencia también dispuso que no solo el público británico se hubiera hartado de tanta novela sino que también los intelectuales comenzaran a estar hartos de Freud y de toda su troupe. Anhelaban algo nuevo y resultó que ese algo fue Lucy. De manera que la señorita Pym se despertó una mañana siendo famosa y también convertida en la autora de un superventas. Tal fue su conmoción que ese día salió de su apartamento, se tomó tres tazas de café solo y se pasó el resto de la mañana sentada en un banco de Regent’s Park con la mirada perdida en el horizonte.

      Durante meses su libro fue un best seller y llegó a acostumbrarse a dar conferencias sobre su tema ante los miembros de la sociedad más erudita, hasta que recibió la carta de Henrietta. En ella le recordaba los días de colegio que habían pasado juntas y la invitaba a pasar unos días en su escuela y a dar una charla a sus alumnas. Lucy ya estaba algo cansada de tanta conferencia, y la imagen de Henrietta se había diluido en su mente con el paso de los años. Estaba a punto de rechazar la invitación cuando recordó el día en que sus compañeras de tercer curso habían descubierto que su verdadero nombre era Laetitia, un oprobio que Lucy había mantenido en secreto durante toda su vida. Sus amigas se habían empleado a fondo divirtiéndose a su costa y ella había llegado a preguntarse si a su madre le habría importado mucho que se suicidara entonces, pensando que, a fin de cuentas, ella misma se lo había buscado al bautizar a su hija con un nombre tan pretencioso. Y entonces Henrietta había hecho su aparición abriéndose camino, literal y metafóricamente, entre aquella manada de salvajes humoristas. Sus comentarios fueron tan mordaces que cortaron de raíz cualquier amago de burla posterior, de manera que la palabra Laetitia no volvió a pronunciarse y Lucy pudo regresar a casa y disfrutar de un buen trozo de pastel en lugar de arrojarse al río. Lucy, sentada en su civilizado y exquisito apartamento, sintió nuevamente cómo la antigua gratitud por Henrietta batía sobre ella en cálidas oleadas. Se puso a escribir y le comunicó que estaría encantada de pasar una noche con Henrietta (su innata cautela no había sido del todo abolida por aquel renovado sentimiento de gratitud) y que sería un placer hablarles de psicología a sus alumnas.

      Y de veras había sido un gran placer, pensó mientras estiraba las sábanas para esconderse de la luz del día que entraba por la ventana. Sin duda, aquellas chicas conformaban la mejor audiencia de cuantas había tenido. Las filas de radiantes cabezas hacían que el austero salón pareciera un jardín recién florecido. Y, por si fuera poco, al finalizar le habían brindado un caluroso aplauso. Tras meses de corteses palmoteos por parte de la sociedad cultivada, resultaba agradable escuchar aquella sonora percusión. Sus preguntas también habían sido inteligentes. Aunque la psicología formaba parte del programa académico, como había podido comprobar en la sala común de las estudiantes, no había previsto tal curiosidad intelectual por parte de un grupo de jovencitas que supuestamente se pasaban los días trabajando su musculatura. Por supuesto, solo unas pocas le habían hecho preguntas, de modo que aún cabía la posibilidad de que las demás fueran bobas.

      ¡Qué maravilla! Esa misma noche volvería a dormir en su encantadora cama y todo