El hombre lloraba tranquilo, con el sombrero y el abrigo puestos. Era una tarde de principios de diciembre, hacía frío y no había nadie más en la gran sala del museo. El hombre me pidió disculpas. “No se asuste, no pasa nada –me dijo–. Soy un profesor de griego en Berlín Occidental y no pensaba que después de tantos años iba a emocionarme así”.
Había cogido el metro hasta la estación de la calle Friedrich para ver esta gran obra del arte heleno. Allí había pasado el control de pasaportes, entrado en Berlín Oriental y caminado hasta el Museo de Pérgamo, a orillas del Spree. Al salir de la estación le había sorprendido la tienda moderna de Cuba Tabaco y luego las paredes grises de todos los edificios, sin apenas comercios ni letreros. Era la primera vez que se alejaba tanto del Muro.
El museo, sin apenas visitantes, con las obras sucias de polvo, mal iluminadas con fluorescentes que tanto servían para una escuela como un hospital, atesoraba lo que pocos podían apreciar.
Recorrimos varias salas, y al salir ya había anochecido. El profesor me preguntó si podía acompañarme hasta la estación. Llovía un poco. Caminamos por el centro de una calle desierta. Los adoquines mojados por la lluvia brillaban bajo la escasa de luz de las farolas. Estábamos metidos de lleno en la estética de la guerra fría, inmersos en las ruinas del Berlín comunista, con la derrota de la ciudad manifestándose a flor de piel, en cada centímetro de lo que veíamos y pisábamos, cargando sobre nuestras espaldas el peso enorme de aquella república agonizante.
“Ahora somos un pueblo, una familia”, me dijo antes de entregar su pasaporte al guardia germanooriental que iba a permitirle ganar el lado occidental de la ciudad y volver a su casa, a su vida y a la vida.
“Un pueblo, una familia, una patria” era un canto habitual en aquellas semanas posteriores a la caída del Muro. Había más gente como el profesor, personas que tenían miedo y estaban desorientadas. Creían que la revolución tranquila tenía trampa. No se fiaban de las masas. Decían que eran imprevisibles y que todo podía pasar. No habían perdido la memoria de los cristales rotos.
La Unión Soviética mantenía a 360.000 soldados en la RDA, la República Democrática Alemana, y aunque el líder ruso Mijaíl Gorbachov había prometido que no obstaculizaría las reformas que habían iniciado los países hasta entonces vasallos de Moscú, ¿quién podía garantizar que algún general soviético no fuera a borrarlas de un plumazo?
Los intelectuales de izquierda también andaban perdidos. No se encontraban a sí mismos cuando un día de marzo de 1990 me topé con ellos en una sala de la Universidad Humboldt, otro edificio inmenso y decrépito del Berlín Oriental. Se acercaban las primeras elecciones multipartidistas de la RDA, y aquellos profesores de la primera institución académica del país no sabían a quién votar. La caída del Muro los había descolocado. Se sentían pequeños en aquella sala de paredes que parecían acantilados. Formaban parte de la inteligencia disidente pero también eran comunistas. Como Gorbachov, también ellos creían que aún era posible la reforma del sistema. No querían ceder ante el capitalismo ni perder su república en una reunificación precipitada. Querían lo nuevo sin perder lo viejo, querían ser libres con las ideas de ayer.
Once años después me encontré con otro grupo de hombres enfrentados a un dilema similar. Fue en Túnez, justo después de la caída de Ben Ali. Eran periodistas. Se habían citado en la sede de la Asociación de Periodistas, un edificio pequeño, blanco, colonial, rodeado de un pequeño jardín.
Era un día radiante, y recuerdo a un veterano del oficio poniéndose de pie y levantando la voz. Llevaba un cigarrillo en la mano. Dio una larga calada mientras se hacía el silencio y dijo que “ahora solo nos queda ser libres. Si ahora no lo hacemos, si ahora no vencemos el miedo y asumimos la responsabilidad de informar, la revolución morirá”.
Mencionó a Fahem Boukadous, y el silencio a su alrededor aun fue más profundo. “Nuestro colega lleva dos años en prisión por defender lo que la mayoría de nosotros no hemos tenido los cojones de defender, yo el primero, pero ahora digo basta. No más autocensura, no más vivir cómodamente a expensas del sistema”.
“Ahora nos toca a nosotros –le secundó un periodista más joven–. Debemos acabar esta revolución. El pueblo nos ha dado una responsabilidad histórica y debemos proporcionarle la información que necesita. Nadie debe volver a decirnos sobre qué escribir”.
Junto a los aplausos, también rumor de protestas y algo de alboroto. Varios colegas estaban molestos con tanta autocrítica. Habían escrito y publicado a las órdenes de un régimen que podía haber cometido algún exceso, pero que también había defendido el progreso social de las mujeres y mantenido a raya a los islamistas. Además, era aliado de los europeos. Sostenían, asimismo, que el periodismo siempre sería un instrumento político del poder. Veían la información como una correa de transmisión del Estado. Apelaban, por último, a la responsabilidad del gremio para no publicar “informaciones desestabilizadoras”.
Aquella reunión en Túnez acabó mal. A gritos, sin opción de consensuar un comunicado.
El encuentro de los académicos de la Universidad Humboldt también acabó igual de mal, pero sin gritos ni necesidad de consensuar ninguna nota.
Los jóvenes germanoorientales defendían la unificación rápida de Alemania, abrazaban el capitalismo, el consumo y las libertades asociadas a un estilo de vida que creían insuperable. La mayoría más veterana, sin embargo, aspiraba a una unificación lenta que, en todo caso, respetara el sistema comunista.
Deng Xiaoping había demostrado en China que era posible adaptar la estructura política del estado comunista a la economía capitalista. “Un país, dos sistemas”, decían los reformistas chinos, y aquellos intelectuales alemanes, nostálgicos de lo que estaban a punto de perder, creían que era la mejor salida.
“Si no lo conseguimos, creo que me iré”, me dijo un profesor de antropología social. Había cumplido 60 años y creía que era demasiado tarde para cambiar de principios. “Me gustaría trabajar en una universidad que pagara mejor y en un país que no tuviera miedo al marxismo. ¿Cree usted que Francia sería un buen lugar?”.
El presidente francés, François Mitterrand, había dado la razón a los germanoorientales que temían la avalancha occidental. Temía la reunificación de Alemania tanto como ellos y había puesto unos cuantos millones de dólares encima de la mesa para financiar las reformas que necesitaba la RDA. “Mitterrand es nuestro aliado –decían los veteranos de Humboldt–, y Gorbachov no permitirá que la República Federal nos engulla”.
Sin embargo, se equivocaron. De tanto mirar al pasado para anticipar el futuro se habían olvidado de mirar a su alrededor.
Estados Unidos presionó a Francia y a Gran Bretaña para que no pusieran palos en las ruedas de la reunificación. Gorbachov, concentrado en salvar a la URSS, dio por perdidos a los antiguos satélites del Pacto de Varsovia. La Alemania comunista no tuvo ninguna posibilidad.
El comunismo, además, había dejado de ser relevante. Los jóvenes encaramados al Muro, frente a la puerta de Brandemburgo, ya no le prestaban atención. Sin ningún esfuerzo se habían desprendido de la ideología marxista. Habían visto el otro lado, la oferta comercial de la avenida Kurfürstendamm, sus escaparates rebosantes de atajos a la felicidad.
Europa, para ellos, era mucho más que una idea. Era una aspiración y un destino, el reverso de la utopía marxista-leninista. Años después y de un modo muy similar, también se convirtió en la aspiración de los jóvenes árabes, igual que hoy sigue siéndolo de millones de asiáticos y africanos.
Una tarde me uní a un grupo de jóvenes de Berlín Oriental, veinteañeros como yo, que habían estado bebiendo cervezas junto al Muro, cerca del Checkpoint Charlie. Habían reunido unos cuantos marcos occidentales, los suficientes para comprar un equipo de alta fidelidad, un Sony con doble platina, radio y tocadiscos. Los soldados norteamericanos que vigilaban el paso fronterizo no pusieron ningún problema. Fuimos a una tienda cerca de la avenida Ku’damm.