Desde Cizre había que conducir un par de horas hacia el este. La carretera pronto se convertía en una pista. Los camiones que llevaban alimentos y otros productos básicos aguardaban en la cuneta a que los militares les permitieran seguir.
Aparcaba el coche junto al último control, a la entrada de una aldea reconvertida en campamento militar. Desde allí, seguía a pie, remontando la pendiente durante un par de horas hasta alcanzar la zona en la que se encontraban los refugiados. A media ascensión, un médico francés que caminaba a mi lado me preguntó por qué llevaba una mochila tan grande si era periodista. Le expliqué el asesinato de la víspera.
–No tienen nada, se están muriendo, hay que ayudarles –le dije.
–¿A cuántas personas ayudarás con dos mantas, varias prendas de abrigo y unas aspirinas? –me preguntó–. ¿Has visto la multitud que hay aquí? ¿Y cómo sabes que repartirás la ayuda entre los que más lo necesitan? ¿No has visto cómo mucha gente revende la que recoge? Una mochila de veinte kilos como la tuya sirve de poco. Lo siento, pero me temo que te has confundido, y perdona si te molesta lo que te digo. Entiendo que no de debe ser fácil. Tampoco lo es para nosotros ver morir a tantas personas, pero hacemos todo lo que podemos por salvarlas. Y tú deberías intentar lo mismo. Haz todo lo que puedas para explicar Isikveren. Estas personas necesitan que el mundo conozca su sufrimiento, la traición de la que han sido víctimas. Las noticias, las imágenes de lo que aquí sucede reproducidas en las televisiones de Occidente, pueden conseguir que las fuerzas aliadas los protejan.
El médico se quedó con todo lo que yo había comprado.
Los soldados seguían gritando y golpeando, mientras los refugiados seguían peleándose por las cajas que caían de los aviones norteamericanos. La historia se repetía, y yo tenía una segunda oportunidad.
Me acerqué a un hombre de mediana edad. Le pregunté su nombre. Lo apunté en la libreta. Anoté que vestía los pantalones abombados típicos de los kurdos, camisa y americana, zapatos de cordones. Añadí que tenía los ojos claros y la barba de varios días.
Se llamaba Ursh. Había metido galletas, pan y leche en un saco de arpillera. Era mediodía y hacía mucho calor. La temperatura se mantendría alta hasta el ocaso. Entonces bajaría en picado. Las cumbres que rodeaban Isikveren seguían nevadas.
En aquel circo había decenas de miles de personas. Habían levantado tiendas de campaña, tendido telas y lonas entre los árboles, cubierto el suelo con plásticos y mantas.
Había llovido mucho. La hierba había desaparecido, la tierra estaba húmeda y muy comprimida. Los árboles que aún seguían en pie habían perdido las ramas.
Los refugiados defecaban donde podían, por todas partes. Las heces líquidas se confundían con el barro. Las cabras que aún no habían sido sacrificadas aguardaban junto a las cabezas y las vísceras de las que ya lo habían sido. Las entrañas se pudrían bajo el mismo sol que secaba las pieles.
Ursh pidió a su esposa que preparara el té, un té iraquí traído de casa en una bolsa de plástico. El agua era nieve que se conseguía subiendo hacia las cumbres, cada día un poco más arriba, más lejos. La mujer me ofreció una de las galletas que caían del cielo, recogida por su marido bajo los golpes.
El hermano de Ursh se llamaba Fuad. Eran topógrafos y habían trabajado hasta el momento de la huida. No pensaban que fuera a alcanzarlos la tragedia, no después de la derrota de Sadam Husein en Kuwait.
Habían confiado en la rutina. Creían que mientras pudieran hacer lo mismo estarían a salvo. Decían que sin el trabajo no podían vivir, que no tenían ahorros para emigrar. Insistían en que la rutina es vida, en que la constancia es buena. No calcularon, sin embargo, que no tendrían tiempo de nada cuando las fuerzas de Sadam se les echaran encima.
Ursh y Fuad tenían los ojos claros, el pelo castaño y rizado. Hablaban un inglés lento y preciso. “More tea and buscuits?”, preguntaban a cada rato. La poca dignidad que les quedaba la empleaban en acogerme con un te caliente, en hablarme con palabras inglesas aprendidas en la Universidad de Bagdad y transmitirme el orgullo que sentían por haber levantado mapas para empresas mineras y petroleras.
“Sin ideas ni lógica, no hay paz”, reflexionaba Fuad mientras intentaba contar los días que llevaba atrapado en Isikveren:
Abandonamos Dahuk antes de que la artillería atacara el centro de la ciudad, aunque ya lo había hecho en las afueras. Vimos los cadáveres de cuatro o cinco niños en una cuneta. Estaban junto al de su madre. Nadie se detenía a enterrarlos, y también nosotros seguimos adelante. Esto fue el domingo de la semana pasada. Han transcurrido ocho días que me parecen una eternidad. Partimos en dos coches. Toda la familia. Dieciséis personas. Diez son niños. La más pequeña tiene ocho meses. A las tres horas tuvimos que abandonar los coches y seguir a pie. Caminamos durante dos días. Al alcanzar la frontera turca, los soldados no nos dejaron seguir. Dispararon al aire. Llovía y nevaba. Hacía mucho frío. Las mantas estaban empapadas. No podíamos guarecernos porque no nos permitían montar tiendas. Con nosotros habíamos traído algo de pan, harina, té, leche y azúcar. Era para los niños. Nosotros tenemos paciencia, pero ellos no. Al segundo día nos dejaron entrar en Turquía. Caminamos durante tres jornadas más. Llevamos solo lo que pudimos acarrear. El frío nos impedía dormir. La lluvia y la nieve nos dificultaban el camino. Al llegar aquí nos sentimos miserables, abandonados y sin ayuda. Montamos una tienda con mantas, palos y plásticos para las mujeres y los niños. Nosotros seguimos durmiendo al raso. No sabe usted lo que significa dormir sobre este suelo, con este frío, sin una cobija ni un techo. Piensas que tendrás que enterrar a tus hijos, que tú tampoco sobrevivirás.
Isikveren olía y sabía a lo que huele y sabe el mundo, el barro y la miel mezclados con lo putrefacto. Describirlo exigía un gran esfuerzo físico, intelectual y emocional, pero si mirabas despacio y aguantabas las náuseas, el cuerpo te acompañaba y te dejaba escribir.
Respiraba por los ojos y escribía con las vísceras. Las notas resumían mi inexperiencia, gritaban bajo el peso de aquella fuerza descomunal.
La fuerza lo es todo. La fuerza y el azar, mucho más que el pensamiento y la justicia, trazan los caminos que transitamos como caballos uncidos.
La fuerza y el azar nos doblegan y nos levantan. Nadie los posee del todo ni tampoco está completamente huérfanos de ellos.
Dos topógrafos de Dahuk, dos hombres derrotados, al borde de su resistencia, podían llegar en pocas horas a un lector de diarios en la otra punta del mundo. Historias como la suya, sufrimientos como el de Magid, acarreaban el conocimiento del que nacen las conciencias.
Magid era un niño de 8 años abrasado por un agente químico, seguramente napalm. No era la primera vez que Sadam utilizaba gases contra los kurdos. El pequeño había perdido la piel de la cara y de las manos. Ni hablaba ni lloraba. Las moscas picoteaban en sus llagas y sus ojos. Si las notaba, no tenía fuerza para espantarlas.
Dejó que le hiciera fotos, acuclillado junto a su madre, que le había puesto una camisa blanca para que saliera más guapo. Estaba limpio y parecía en paz. Su padre me habló de un fuego que había caído sobre la columna de refugiados y que varias personas habían muerto. A Magid le lavaron las heridas y siguió caminando.
No publiqué las fotografías. Me pareció indigno, y todavía hoy creo que me equivoqué. La información bien hecha no es ajena al dolor. Podemos reproducir un dolor que denigre a las víctimas mientras alimenta el morbo de los espectadores, pero también podemos publicar otro que dignifique el sufrimiento. Incluso las imágenes más crueles tienen esta capacidad, y es a través de esta dignificación que la información puede ayudarnos a entender mejor las causas