En este periodo, Prusia, que tenía en su legislación leyes contra la sodomía, estrechaba el cerco sobre Hannover. Fue en ese momento de 1867 cuando Ulrichs tomó el estrado en Múnich, durante el sexto congreso de la Asociación de Juristas Antiprusianos. Se trataba de una organización que se encargaba de convocar a los especialistas en Derecho para tratar, entre otros asuntos, la unificación germana, de la que se mostraba a favor. En 1867, la situación era precaria. Prusia acababa de formar la Confederación Alemana del Norte y buscaba seguir expandiéndose. Ulrichs debió tener la esperanza de poder confiar en el sentimiento antiprusiano del auditorio cuando se dirigió al escenario para explicar su audaz punto de vista: los Estados Germánicos tenían leyes que causaban el sufrimiento de personas inocentes, su suicidio, incluso, declaró Ulrichs. Una potencial expansión prusiana introduciría leyes aún más duras contra este grupo de inocentes. Cuando reveló que estaba hablando de las personas que se sentían atraídas por otras personas de su mismo sexo, empezaron los abucheos. Los gritos que llegaban de la multitud formada por quinientos abogados decían cosas como «¡Para ya!» y «¡Crucifixión!». Ulrichs estuvo a punto de abandonar el estrado, pero algunas personas de mente más curiosa le animaron a seguir. Explicó al público que las personas a las que defendía sentían sus deseos como parte de su naturaleza. El discurso causó sensación, pero no llegó a ningún puerto.
Grabado de Karl Heinrich Ulrichs.
Ulrichs echó el resto. En el año posterior a su discurso, publicó un panfleto en el que describía la experiencia de dirigirse a un auditorio tan hostil. «Levanté mi voz en oposición libre y clara contra mil años de injusticia», escribió. Sus palabras, finalmente firmadas con su propio nombre, eran feroces y firmes. «Hasta ahora, un debate desprejuiciado, público y abierto sobre el amor de hombre a hombre ha estado secuestrado. Solo el odio ha disfrutado de libertad de expresión. He atravesado estas barreras con todas mis fuerzas y sin ofender mi deber de respetar la moralidad pública». Tituló su panfleto «Espada furiosa», que sería un nombre estupendo para una marca de popper. El texto concluía con Ulrichs creando una identidad colectiva, usando el pronombre «nosotros» para representar a otros como él. «[Nosotros] no desfalleceremos», prometió. «[Nosotros] nos negamos a que se nos siga persiguiendo».
Los argumentos principales contra Prusia fallaron y esta continuó su expansión y, por tanto, asimilando el país natal de Ulrichs, Hannover. Durante los preparativos para la revisión del código penal, el Consejo Médico Prusiano se mostró contrario a una ley para la sodomía. Muchas de las casi cien peticiones al ministro de Justicia también se oponían (cinco de ellas eran de Ulrichs). Kertbeny también se opuso en dos publicaciones anónimas. Pero, en mayo de 1870, la ley fue promulgada. El párrafo 175 del código legal de la Confederación Alemana del Norte ilegalizaba la sodomía, definida como la penetración de un hombre a otro o la práctica de conductas sexuales entre un hombre y una bestia. Tendrían que pasar ciento veinticuatro años, hasta 1994, para que el párrafo fuera eliminado por completo de la legislación alemana.
La ley antisodomía se aprobó pese a la apasionada campaña de Ulrichs. Observando desde nuestra perspectiva lo que hizo, no puedo evitar pensar que vino desde el futuro. Por supuesto, como Ulrichs teorizaba, el deseo entre personas del mismo sexo es atemporal, forma parte de la naturaleza humana, es mundano por omnipresente. Y, sin embargo, le tocó una época y un lugar en el mundo en los que las actitudes que no lo aceptaban se habían convertido en leyes. Habría que esperar más de un siglo para que la escritora Audre Lorde apuntara que las herramientas del amo no sirven para desmantelar la casa del amo.
Así que, quizá, lo que demuestra que Ulrichs visitó Hannover y Múnich desde el futuro es cómo usó su potencial, y a sí mismo. Estaba familiarizado con el placer del que su cuerpo era capaz y tenía la suficiente confianza en sí mismo como para saber que aquello era natural y no tenía nada de malo. De tal manera que permitió que sus sentimientos permearan sus razonamientos legales. Aguantó frente a la hostilidad e hizo una defensa del placer. En su discurso a sus colegas, y en sus publicaciones, Ulrichs se convirtió en el primer defensor público de la emancipación de los cuerpos queer. En su libro Gay Berlin, Robert Beachy lo describe como «un innovador improbable». La innovación que mostró fue, en realidad, una performance. Cuando subió al escenario en un auditorio repleto de quinientos cuerpos alterados y molestos, Ulrichs era una visión de libertad.
Dos años después de la alocución fallida de Ulrichs en Múnich, Brunton llegó a Alemania. Envalentonado por el éxito de haberse licenciado y haber publicado un estudio innovador sobre el tratamiento de la angina, se mudó a Leipzig para profundizar en su investigación en un laboratorio dirigido por un científico llamado Carl Ludwig. Allí, Brunton presenció la forma exacta en la que el nitrito de amilo dilataba los vasos sanguíneos. Otros investigadores, en otros lugares, también estaban difundiendo el conocimiento existente sobre aquella sustancia de olor penetrante.
En los años en los que Ulrichs publicó los panfletos firmados con su nombre para reclamar las reformas legales que los cuerpos queer necesitaban, no muy lejos de allí, Brunton avanzaba en el conocimiento de lo que luego sería el popper. Me gusta imaginarme a Brunton y a Ulrichs cruzándose, quizá en un puesto ambulante de bratwurst durante una escapada de fin de semana a Berlín. Aunque la verdad es que Brunton no se quedó mucho tiempo en Alemania. Volvió a Londres e inauguró su propio laboratorio en el University College. También empezó a trabajar como profesor de Medicina en St. Bartholomew’s Hospital y continuó tratando con pacientes, alternando periodos de atención a una y otra faceta de su carrera. Encarnaba su convicción de que la medicina sería mejor si los médicos tuvieran un entendimiento claro del resultado de las terapias administradas.
A lo largo de su carrera, Brunton sacó partido de su potencial. Se convirtió en experto en terapéutica del Comité de Farmacopea del Colegio Farmacéutico de Gran Bretaña y en profesor habitual en la Asociación de Auxiliares de Farmacia, y en su necrológica de Chemist and Druggist en 1916 se le describió como un «gran médico». «Era maravillosamente encantador con sus pacientes», explicaba, «y, a menudo, sus palabras hicieron tanto bien como la medicina»6.
El nitrito de amilo también continuó sacando partido de su propio potencial. Cuando Brunton presentó la sustancia en una reunión del Colegio Farmacéutico de Gran Bretaña en diciembre de 1888, creó «mucho interés», según un artículo en Chemist and Druggist7. El uso del nitrito de amilo se extendió a lo largo de la profesión médica y otros doctores empezaron a probarlo para tratar todo tipo de dolencias. Uno de ellos era el doctor James Crichton-Browne, ubicado en Yorkshire. Descubrió que el nitrito de amilo era de utilidad para las mujeres, en especial para aliviar los dolores menstruales y también el dolor posparto. Observando los efectos en los pacientes, Crichton-Browne quedó fascinado por el rubor que causaba.
«Experimentando con el nitrito he comprobado repetidamente cómo cada vez que el enrojecimiento remitía los pacientes se mostraban estúpidos, confundidos y desconcertados», escribió en una carta fechada el 16 de abril de 1871. El receptor era un científico que estudiaba los aspectos biológicos de las emociones humanas, como, por ejemplo, por qué nos ruborizamos al experimentar ciertas emociones. Crichton-Browne dijo a su amigo que haría lo que fuera para ayudarle en sus investigaciones, así que le envió un paquete con las notas de sus observaciones. La carta continuaba: «Una mujer a la que administré nitrito de amilo en diferentes ocasiones me aseguró, me aseguró [sic] que tan pronto se le enrojecía la cara, se quedaba atontada». El científico que recibió la carta era Charles Darwin. No está claro, atendiendo al siguiente libro de Darwin, si probó el nitrito en él mismo o en sujetos de estudio, aunque Crichton-Browne le aconsejó: «Pienso que experimentar con esta materia arrojaría una luz valiosa sobre tus investigaciones, pero esto requeriría mucho cuidado y precaución y no estaría exento de peligro».
Inhalara o no, parece claro que Darwin se interesó por el trabajo de Crichton-Browne. Es fácil darse cuenta de por qué a un científico que reflexiona