Eran alrededor de las cinco de la mañana cuando entré en casa de mi padre. Les pedí a los criados que no despertaran a la familia y fui a la biblioteca para esperar a que se hiciera la hora en que solían levantarse. Habían transcurrido cinco años —habían pasado como un sueño, salvo por una marca indeleble— y ahora me encontraba en el mismo lugar en el que había abrazado a mi padre por última vez antes de mi partida hacia Ingolstadt. ¡Querido y venerado padre! Aún me quedaba él. Observé un retrato de mi madre, que colgaba sobre la chimenea. Era una pintura histórica, un retrato realizado por encargo de mi padre, y representaba a Caroline Beaufort, desesperada de dolor, arrodillada junto al ataúd de su querido padre. Su atuendo era rústico, y sus mejillas aparecían pálidas; pero había un aire de dignidad y belleza que difícilmente admitía un sentimiento de compasión. Debajo de este cuadro había un retrato en miniatura de William, y se me saltaron las lágrimas cuando me detuve en él. Cuando así estaba absorto, entró Ernest… me había oído llegar, y había bajado apresuradamente a recibirme. Mostró una inmensa alegría al verme.
—Bienvenido, mi queridísimo Victor —dijo—. Ah, ojalá hubieras venido hace tres meses: entonces nos habrías encontrado a todos alegres y contentos. Pero ahora somos tan desgraciados que me temo que solo te darán la bienvenida las lágrimas, en vez de las sonrisas. Nuestro padre está tan triste… parece que ha renacido en su espíritu la pena que sintió por la muerte de mamá, y la pobre Elizabeth no encuentra consuelo en nada.
Ernest comenzó a llorar mientras decía aquellas palabras.
—No, no… —le dije—, no me recibas así; intenta tranquilizarte, que no puedo sentirme absolutamente destrozado en el momento en que entro en la casa de mi padre después de una ausencia tan larga. Pero, dime, ¿cómo sobrelleva mi padre estas desgracias? ¿Y cómo está mi pobre Elizabeth?
—Necesita mucho consuelo —contestó Ernest—. Se culpa de haber causado la muerte de mi hermano, y eso la hace muy, muy desgraciada; pero desde que se ha descubierto al asesino…
—¿Se ha descubierto al asesino? —exclamé—. ¡Dios bendito! ¿Cómo puede ser? ¿Quién se atrevió a perseguirlo? Es imposible; ¡sería tanto como intentar atrapar los vientos o contener un torrente de la montaña con una rama!
—No sé qué quieres decir… —replicó Ernest—. Pero a todos nos entristeció cuando la descubrieron. Nadie podía creerlo al principio; y ni siquiera ahora Elizabeth está totalmente convencida, a pesar de todas las pruebas. En efecto, ¿quién podría imaginar que Justine Moritz, que había sido tan amable y tan cariñosa con toda la familia, podría llegar a ser tan malvada?
—¡Justine Moritz…! —grité—. ¡Pobre, pobre muchacha! ¡Así que la han acusado a ella…! Pero… es una equivocación; todo el mundo tiene que darse cuenta de eso. Nadie puede creerlo, ¿verdad, Ernest?
—Nadie lo creía al principio —dijo mi hermano—, pero se descubrieron varias circunstancias que nos obligaron a convencernos; y su propio comportamiento ha sido tan confuso y añade tal relevancia a las pruebas mostradas que, me temo, no deja lugar a dudas; la juzgarán hoy, así que podrás saberlo todo.
Me contó que la mañana en que se descubrió el asesinato del pobre William, Justine se puso enferma y se quedó en cama; y, varios días después, una de las criadas, cuando por casualidad revisaba el vestido que había llevado la noche del asesinato, descubrió en su bolsillo el retrato de mi madre, que hasta entonces se consideraba el móvil del crimen. La criada inmediatamente se lo mostró a uno de los otros criados, quien, sin decir ni una palabra a ninguno de la familia, fue al magistrado, que ordenó apresar a Justine. Cuando fue acusada de los hechos, su extrema confusión confirmó en gran medida la sospecha.
Era una historia extraña, pero no me convenció; y contesté con vehemencia:
—¡Estáis todos equivocados! ¡Yo conozco al asesino! Justine… pobre, pobre Justine, es inocente.
En ese instante entró mi padre. Vi la tristeza profundamente grabada en sus facciones, pero intentó darme la bienvenida cordialmente y, después de intercambiar tristes saludos, habría hablado de cualquier otra cosa que no fuera nuestra tragedia, si no hubiera exclamado Ernest:
—¡Dios bendito, papá! Victor dice que sabe quién asesinó al pobre William…
—Nosotros también, desgraciadamente —contestó mi padre—; y, desde luego, habría preferido no saberlo en vez de descubrir tanta depravación e ingratitud en una persona a la que tenía en gran estima.
—Querido padre —exclamé—, estáis equivocados. ¡Justine es inocente…!
—Si lo es —replicó mi padre—, que Dios impida que la condenen como culpable. Hoy la juzgarán, y espero, espero sinceramente, que la absuelvan.
Aquellas palabras me tranquilizaron. Estaba firmemente convencido en mi interior de que Justine, es más, de que ningún ser humano era culpable de aquel crimen. Así pues, no temía que pudiera aportarse ninguna prueba circunstancial con la suficiente fuerza como para inculparla; y con esta seguridad, me tranquilicé, esperando el juicio con inquietud pero sin augurar un mal resultado.
CAPÍTULO 12
Elizabeth pronto se reunió con nosotros. El tiempo había operado grandes cambios en su aspecto desde la última vez que la había visto. Cinco años antes era una muchacha bonita y alegre, a quien todos querían y mimaban. Ahora era una mujer tanto en la estatura como en la expresión de su rostro, que me pareció absolutamente adorable. Su frente, despejada y amplia daba cuenta de una sobrada inteligencia unida a una gran franqueza. Sus ojos eran avellanados y denotaban una extraordinaria dulzura, ahora mezclada con la tristeza por las recientes penas. Sus cabellos tenían un oscuro color castaño rojizo; su tez era blanca, y su figura, ligera y graciosa. Me saludó con todo el cariño.
—Tu llegada, mi queridísimo primo —dijo—, me llena de esperanza. Quizá descubras algún medio de demostrar la inocencia de mi pobre Justine. Ay, Dios mío… Si la culpan de asesinato, ¿quién podría estar seguro? Confío en su inocencia con tanta certeza como en la mía propia. Esta desgracia es el doble de cruel para nosotros. No solo hemos perdido a nuestro querido niño, sino que, además, un destino aún más cruel nos va a arrebatar a esta muchacha, a quien sinceramente aprecio. ¡Oh, Dios! Si la condenan, no volveré a saber qué es la alegría jamás. Pero no la condenarán, estoy segura de que no la condenarán; y volveré a ser feliz de nuevo, a pesar de la triste muerte de mi pequeño William.
—Es inocente, mi querida Elizabeth —dije—, y se demostrará; no temas nada, y tranquiliza tu espíritu con el convencimiento de que va a ser absuelta.
—¡Qué bueno eres! —contestó Elizabeth—. Todos los demás creen que es culpable, y eso me hace muy desgraciada; porque yo sé que eso es imposible, y ver a todos los demás tan decididamente predispuestos contra ella me hacía sentir perdida y desesperada.
Comenzó a llorar.
—Mi dulce sobrina —dijo mi padre—, seca tus lágrimas; si es inocente, como crees, confía en la justicia de nuestros jueces y en mi firme decisión de impedir que haya la más mínima sombra de parcialidad.
Pasamos unas horas muy tristes hasta las once, cuando estaba previsto que comenzara el juicio. Puesto que el resto de la familia estaba obligada a asistir en calidad de testigos, los acompañé al tribunal. Durante toda aquella maldita farsa de juicio, sufrí una verdadera tortura. Se iba a decidir si el resultado de mi curiosidad y mis experimentos ilegales eran la causa de la muerte de dos de mis seres queridos: el primero, un niño alegre, inocente y lleno de alegría; la otra, asesinada de un modo aún más terrible, con todos los agravantes de una infamia que podría hacer que aquel asesinato quedara registrado para siempre en los anales del horror. Justine también era una buena muchacha y poseía cualidades que le auguraban una vida feliz; ahora todo iba a quedar destruido y olvidado en una ignominiosa tumba… ¡y yo tenía la culpa!