Cuando mi querida tía murió, todos estábamos demasiado ocupados con nuestro propio dolor para fijarnos en la pobre Justine, que la había cuidado durante su enfermedad con el mayor de los cariños. La pobre Justine estuvo muy enferma, pero el destino le tenía reservadas otras pruebas.
Uno tras otro, sus hermanos y su hermana habían muerto; y su madre se había quedado entonces, a excepción de su hija repudiada, sin hijos. La mujer comenzó a sentir remordimientos de conciencia y a pensar que las muertes de sus queridos hijos era una maldición del Cielo para castigar su parcialidad contra Justine. Ella era católica romana y yo creo que su confesor azuzó esas ideas que la mujer había concebido. Así pues, pocos meses después de tu partida a Ingolstadt, la madre arrepentida llamó a Justine y le pidió que volviera a casa. ¡Pobre muchacha! Lloró cuando abandonó nuestra casa; estaba muy cambiada desde la muerte de mi tía; el dolor había conferido cierta dulzura y una encantadora afabilidad a los gestos que antes habían llamado la atención por su viveza. Desde luego, vivir en casa de su madre no fue la mejor manera de devolverle la alegría. La pobre mujer no estuvo muy firme en su arrepentimiento. A veces le suplicaba a Justine que le perdonara su crueldad, pero con mucha más frecuencia la acusaba de ser la causa de las muertes de sus hermanos y su hermana. Aquellos constantes vaivenes emocionales finalmente condujeron a la señora Moritz a la enfermedad, lo cual al principio solo incrementó su irritabilidad, pero ahora ya descansa para siempre: murió con los primeros fríos, al principio del último invierno. Justine ha vuelto con nosotros, y te puedo asegurar que la quiero muchísimo. Es muy inteligente y cariñosísima, y guapa; y, tal y como mencioné antes, sus gestos y sus expresiones continuamente me recuerdan a mi querida tía.
Debo contarte alguna cosa más, Víctor, sobre nuestro pequeño William. ¡Ojalá pudieras verlo! Está muy alto para su edad, y tiene unos ojos azules risueños y dulces, pestañas muy oscuras y el pelo rizado. Cuando sonríe, aparecen dos pequeños hoyuelos en sus mejillas, siempre rosadas y saludables… su barbilla le hace una carita preciosa. Después de esta descripción solo puedo decir que nuestras visitas dicen mil veces al día: «Demasiado guapo para ser un niño.» Ya ha tenido una o dos pequeñas novias, pero Louisa Biron es su favorita: es una niña preciosa de cinco años.
Y ahora, querido Víctor, supongo que te encantará saber algunos pequeños cotilleos sobre tus conocidos. La guapa señorita Mansfeld ya ha recibido las visitas de felicitación por su próximo matrimonio con un joven caballero inglés, John Melbourne. Su espantosa hermana Manon se casó el otoño pasado con el señor Hofland, el banquero rico. Y vuestro buen amigo del colegio, Louis Manoir, ha sufrido varias desgracias desde que Clerval partió de Ginebra. Pero ya ha recobrado el ánimo y se dice que está a punto de casarse con una francesa guapísima y muy alegre: madame Tavernier. Es viuda, y mucho mayor que Manoir, pero todo el mundo la admira y la aprecia.
Te he escrito con todo mi buen ánimo, querido primo, pero no puedo terminar sin preguntarte angustiada otra vez por tu salud. Querido Víctor: si no estás muy enfermo, escribe tú mismo y haz feliz a tu padre y a todos nosotros o… ni siquiera me atrevo a pensar en la otra posibilidad; ya estoy llorando… Escribe, mi querido Víctor.
Tu prima, que te quiere muchísimo,
ELIZABETH LAVENZA.
—¡Querida, querida Elizabeth…! —exclamé cuando hube terminado de leer su carta—. Escribiré inmediatamente y así aliviaré la angustia que deben de estar sintiendo.
Escribí, y la tarea me cansó muchísimo; pero mi recuperación había comenzado y continuaba satisfactoriamente: en otros quince días podría abandonar mi alcoba.
CAPÍTULO 9
Cuando me recuperé, uno de mis primeros cometidos fue presentar a Clerval a los distintos profesores de la universidad. Y al hacerlo, tuve que someterme a una suerte de tormentosos encuentros que reabrían las heridas que mi mente había sufrido. Desde aquella noche fatal —el final de mis trabajos y el principio de mis desgracias—, había anidado en mí una violenta antipatía por todo lo relacionado con la filosofía natural. Además, estando prácticamente recuperado, la simple visión del instrumental químico reavivaba toda la agonía de mis ataques nerviosos. Henry lo notó y apartó todos aquellos aparatos de mi vista; también cambió bastante mis aposentos, porque percibió que yo sentía aversión a la sala que antiguamente había sido mi taller. Pero aquellas precauciones de Clerval no sirvieron de mucho cuando visité a los profesores. Incluso el bueno del señor Waldman me torturó cuando elogió, con amabilidad y afecto, mis asombrosos avances científicos. Inmediatamente se dio cuenta de que me disgustaba la conversación; pero, ignorando cuál era la verdadera razón, atribuyó mis sentimientos a la modestia y me pareció evidente que cambiaba de asunto —de mis habilidades a la ciencia en general— con el deseo de captar mi interés. ¿Qué podía hacer yo? Él simplemente quería halagarme, pero solo conseguía atormentarme. Me sentí como si fuera colocando, uno a uno, ante mis ojos, todos aquellos instrumentos que iban a utilizarse posteriormente para darme una muerte lenta y cruel. Yo me retorcía con cada palabra suya, aunque no me atrevía a mostrar el dolor que sentía. Clerval, cuyas miradas y sentimientos siempre estaban prestos a descubrir de inmediato las emociones de los demás, no quiso hablar del tema, argumentando que no sabía nada de ello; y la conversación giró hacia otros asuntos de carácter general. Yo se lo agradecí en el alma, pero no dije nada. Vi claramente que estaba sorprendido, pero no intentó sonsacarme el secreto; y aunque yo lo quería con una mezcla de afecto y respeto sin límites, nunca me atreví a confesarle aquello que siempre estaba presente en mis pensamientos, porque temía que al explicárselo a otra persona solo consiguiera que dejara en mí una huella aún más profunda.
El señor Krempe no fue tan amable; y dada la condición de extrema sensibilidad, casi insoportable, en la que me encontraba entonces, sus encomios rudos y directos me causaron más dolor que la benevolente aprobación del señor Waldman.
—¡Maldito muchacho! —exclamó—. Señor Clerval: le digo a usted que nos ha sobrepasado a todos… Sí, sí: piense lo que quiera, pero de todos modos es la pura verdad. Un mozalbete que apenas hace tres años creía en Cornelio Agrippa tan firmemente como en el Evangelio, ahora se ha colocado a la cabeza de la universidad; y si no lo expulsamos pronto, nuestros puestos no estarán seguros… Sí, sí… —continuó, observando mi gesto de contrariedad—: el señor Frankenstein es muy modesto, una excelente cualidad en un hombre joven. Los jóvenes deberían ser más humildes, ya sabe a qué me refiero, señor Clerval; yo no lo era cuando era joven, pero eso se pasa cuando uno se hace mayor.
Entonces el señor Krempe comenzó un elogio de sí mismo y felizmente desvió la conversación de un asunto que verdaderamente me estaba matando.
Clerval