Si bien se mira, de la prudencia proceden los buenos consejos, que conducen a cada cual a buen fin en las cosas y obras humanas. Y éste es el don que Salomón, viéndose elevado al gobierno del pueblo, pidió a Dios, como está escrito en el libro de los Reyes. Ni espera el prudente a que se le pida: aconséjame; sino que proveyendo por sí, sin ser requerido, le aconseja; del mismo modo que la rosa, que, no sólo al que va en busca de su olor se lo ofrece, sino también a todo el que lo sigue. Podría decir aquí algún médico y legista: ¿Con que he de llevar mi consejo y darle sin que nadie me lo pida y no obtendré fruto? Respondo, como dice Nuestro Señor: «De grado recibo si de grado me lo dan». Digo, pues, sin ser legista, que aquellos consejos que no tienen que ver con tu arte y que proceden sólo del buen sentido que te dé Dios que es la Providencia de que se habla no debes vendérselo a los hijos de aquel que te los ha dado; aquellos que respectan al arte que has comprado, puedes venderlos; pero no tanto que no sea menester diezmarlos alguna vez y dar de ellos a Dios, es decir, a los míseros, que sólo poseen el grado divino.
Es menester, además, a esta edad ser justo, para que sus juicios y autoridad sean luz y ley para los demás. Y como esta singular virtud, es decir, la justicia, viéronla mostrarse perfecta en esta edad, encomendaron el regimiento de las ciudades a los que estaban en esta edad; y por eso el Colegio de los regidores, Senado se llamó. ¡Oh, mísera, mísera patria mía! ¡Cuánta compasión me aflige por ti, siempre que leo o escucho cosa que haga referencia a regimientos ciudadanos! Mas como de la justicia se tratará en el penúltimo Tratado de este volumen, basta el presente con lo poco que aquí se ha apuntado.
Conviene también a esta edad el ser generoso, porque es menester la cosa cuanto más satisface al deber de su naturaleza, y nunca como en esta edad se puede cumplir ese deber. Que si consideramos bien el discurso de Aristóteles en el cuarto de la Ética y el de Tulio en el de Offici, la generosidad ha de ser a su tiempo y en su lugar, para que el generoso no se perjudique ni perjudique a los demás. Cosa ésta que no se puede lograr sin prudencia y sin justicia; virtudes ambas cuya perfecta posesión en esta edad es imposible por vía natural. ¡Ay, malvados y mal nacidos! ¡Que engañáis a viudas y pupilas, que robáis a los menos poderosos! ¡Que arrebatáis y os apoderáis de las razones ajenas, y con esto invitáis a convites, dais caballos y armas, objetos y dineros; que lleváis admirables vestidos, edificáis maravillosos edificios y creéis ser generosos! ¿Pues qué es hacer tal sino levantar el paño del altar y cubrir con él al ladrón y su mesa? No debemos reírnos menos, tiranos, de vuestras dádivas, que del ladrón que llevase a su casa a los invitados, y el paño arrebatado del altar, con las señales eclesiásticas aún, pusiera sobre la mesa y creyese que nadie se percataba. Oíd, obstinados, lo que contra nosotros dice Tulio en el libro de Offici: hay muchos ciertamente deseosos de ser aparentes y magníficos, que quitan a los unos para dar a los otros, y, creyéndose bien considerados, arriesgan los amigos por cualquier razón. Mas esto tan contrario es a lo que se debe hacer, que nada hay que lo sea tanto».
Es menester, además, a esta edad ser afable, hablar bien y oírlo de grado; porque es bueno hablar bien cuando hay quien le escucha. Y esta edad lleva asimismo consigo una sombra de autoridad, por la cual parece que el hombre la escucha más que a ninguna otra edad más temprana. Qué cosas más bellas y mejores parece que debe saber con la larga experiencia de la vida. Por lo cual dice Tulio en el de Senectud, por boca del viejo Catón: «Se me ha recrudecido la voluntad y el gusto de estar en conversación más de lo que solía».
Y que todas estas cuatro cosas sean necesarias a esta edad nos lo enseña Ovidio en el séptimo de Metamorfoseos, en aquella fábula en que describe cómo Céfalo de Atenas fue al rey Eaco para socorrerle en la guerra que Atenas tuvo con la Creta. Muestra que Eaco fue prudente, cuando, habiendo perdido a casi toda su gente por la peste de la corrupción del aire, recurrió a Dios solamente y le pidió la restauración de la gente muerta; y, por su sentido, que por paciencia lo tuvo y a Dios le hizo volver, le fue devuelto su pueblo en número mayor que antes.
Muestra que fue justo cuando dice que fue repartidor del nuevo pueblo y distribuidor de su tierra desierta. Muestra que fue generoso cuando le dijo a
Céfalo, luego de la demanda de ayuda: «¡Oh, Atenas, no me pidas ayuda, mas tornárosla; y no digáis que dudáis de las fuerzas que tiene esta isla y todo el estado de mis cosas; fuerzas no me faltan, antes bien, las tenemos de sobra y el adversario es grande, y el tiempo de dar es ahora propicio y sin excusa! ¡Ay! ¡Cuántas cosas se advierten en esta respuesta! Mas al buen entendedor le baste con que aquí se pongan como Ovidio las pone. Muestra que fue afable, cuando le dice y recuerda a Céfalo diligentemente, con largo discurso, la historia de la peste de su pueblo y su restauración.
Por lo que es asaz manifiesto que a esta edad son menester cuatro cosas; porque la noble Naturaleza las muestra en ella, como dice el texto. Y para que el ejemplo que se ha dicho sea más memorable, dice del rey Eaco que fue padre de Telemon, de Peleo y de Foco, del cual Telemon nació Ayax, y de Peleo, Aquiles.
XXVIII
Después de la estrofa argumentada, hemos de proceder con la última, es decir, con aquella que comienza: Luego, en la cuarta parte de la vida; por lo cual quiere mostrar el texto lo que hace el alma noble en la última ciudad, es decir, en la Senilidad. Y dice que hace dos cosas: la una, que vuelve a Dios, como al puesto de donde partió cuando vino a entrar en el mar de la vida; la otra es que bendice el camino que ha hecho, porque ha sido recto y bueno y sin amargura de tempestad.
Y aquí se ha de saber que, como dice Tulio en el de Senectud, «la muerte natural es para nosotros como puerto de larga navegación y descanso». Y así como el buen marinero, conforme se acerca al puerto, arría sus velas, y suavemente, con blando movimiento, entra en él, así nosotros debemos arriar las velas de nuestras obras mundanas y volver a Dios con todo nuestro entendimiento y todo nuestro corazón, de modo que se llegue a aquel puerto con toda suavidad y toda paz.
Y con ello tendremos en nuestra propia naturaleza gran enseñanza de suavidad, porque con muerte tal no hay dolor ni amargura alguna; mas del mismo modo que una manzana madura se desprende de las ramas fácilmente y sin violencia, así nuestra alma se parte sin duelo del cuerpo que ha estado. Por lo cual, Aristóteles dice en de Juventud y Senectud que «no hay tristeza en la muerte que llega a la vejez». Y del mismo modo que al que llega de largo camino, antes de que entre por las puertas de su ciudad, le salen al encuentro los ciudadanos de ella, así al alma noble le sale al encuentro, como deben hacerlo, los ciudadanos de la eterna vida.
Y así lo hacen por sus buenas obras y contemplaciones; porque, habiéndose ya entregado a Dios y abstraídose en las cosas y pensamientos humanos, le parece ver aquellos que cree que están junto a Dios. Oye lo que dice Tulio en boca de Catón el viejo: «Voime con grandísimo afán de ver a nuestros padres que yo amé, y no sólo a ellos, mas también a aquellos de quienes oí hablar». Ríndese, pues, a Dios el alma noble en esta edad, y espera el fin de esta vida con mucho deseo, y le parece salir de la hospedería y volver a su propia casa; le parece salir del camino y volver a la ciudad; le parece salir del mar y volver al puerto.
¡Oh, míseros y viles que a velas desplegadas corréis a este puerto, y allí donde debierais reposar, os rompéis por el ímpetu del viento y os perdéis allí donde tanto habéis caminado! El caballero Lanzarote no quiso entrar ciertamente a velas desplegadas, ni nuestro nobilísimo Latino Guido
Montefeltrano. Antes bien, estos nobles arriaron las velas de las obras mundanas, porque en su edad avanzada se entregaron a la religión, deponiendo todo deleite y obras mundanas. Y no se puede nadie excusar por estar unido en avanzada edad con lazo de matrimonio; porque no se entrega a la religión solamente el que se hace de hábito y vida igual a San Benito, San Agustín, San Francisco y Santo Domingo, sino que también se puede volver a verdadera y buena religión estando en matrimonio, que Dios no quiere que seamos religiosos sino de corazón.
Y por eso les dice San Pablo a los romanos: «No aquél que manifiestamente es judío, ni la que se manifiesta