100 Clásicos de la Literatura. Луиза Мэй Олкотт. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Луиза Мэй Олкотт
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9782380374124
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con obras divinas prosiguió su vida. Porque si consideramos los siete reyes que primeramente lo gobernaron, Rómulo, Numa, Tulio, Anco, y los tres Tarquinos, que fueron como ayos y tutores de su infancia, podremos encontrar en los escritos de las historias romanas, principalmente en Tito Livio, que fueron de diversa condición, según las circunstancias de su tiempo. Si consideramos luego su adolescencia, luego que fue emancipada de la tutela real, desde Bruto, primer cónsul, hasta César, príncipe supremo, la veremos exaltada, no por humanos ciudadanos, sino por divinos, en los cuales había sido infundido para amarla a ella, no amor humano, sino divino. Y tal no podía ni debía ser, sino por fin especial de Dios, comprendido en tanta celestial infusión. Pues ¿quién dirá que no fue inspiración celestial al rechazar Fabricio tan infinita cantidad de oro, por no querer abandonar su patria? ¿Y el que Curcio, tentado de corrupción por los Sannitas, rechazase grandísima cantidad de oro por amor de la patria, diciendo que los ciudadanos romanos no querían poseer el oro, sino a los poseedores de oro tal? ¿Y el que Mucio abrasase su propia mano por haberle faltado el golpe que había pensado para defender a Roma? ¿Quién dirá que Torcuato, sentenciador a muerte de su propio hijo, por amor del bien público, hubiese sufrido tal sin la ayuda divina, e igualmente el susodicho Bruto? ¿Quién lo dirá de los Decios y los Drusos, que entregaron su vida por la patria? ¿Quién dirá que el cautivo Régulo, enviado de Cartago a Roma para cambiar por él y otros prisioneros romanos los prisioneros cartagineses, hubiera aconsejado contra sí mismo, por amor de Roma, una vez retirada la legación, a moverle tan sólo la humana naturaleza? ¿Quién dirá que Quinto Cincinato, convertido en dictador y apartado del arado, después del tiempo de su mando volvió a arar, rechazando aquél espontáneamente, y quién dirá que Camilo, bandido y desterrado, hubiese venido a libertar a Roma de sus enemigos, y después de su liberación, se volviera espontáneamente al destierro para no ofender la autoridad senatorial, sin instigación divina? ¡Oh sacratísimo pecho de Catón! ¿Quién se atrever a hablar de ti? Ciertamente que no se puede hablar mejor de ti que callando, siguiendo así a Jerónimo, cuando en el proemio de la Biblia dice, al nombrar a Pablo, que mejor es callar que decir poco de él. Ciertamente que es manifiesto, recordando la vida de éstos y de los demás ciudadanos, que no han podido ser tan admirables obras sin alguna luz de la bondad divina, añadida a su buena condición. Y es ciertamente manifiesta que estos excelentísimos fueron instrumentos con los cuales procedió la divina Providencia en el imperio romano, donde muchas veces pareció estar presente el brazo de Dios. ¿Y no puso Dios sus manos en la lucha en que albanos con romanos combatieron desde el principio al fin del reino, cuando un solo romano tuvo en sus manos la libertad de Roma? ¿No puso Dios sus manos, cuando los franceses, tomada toda Roma, atacaban a hurtadillas el Capitolio de noche y sólo la voz de una oca dio el alerta? ¿No puso Dios sus manos cuando durante la guerra de Aníbal, habiendo perdido tantos ciudadanos, que habían sido llevados a África tres fanegas de anillos, hubiéranse visto obligados los romanos a abandonar la tierra, si aquel bendito Escipión el Joven no hubiese emprendido la excursión a África por su libertad? ¿Y no puso Dios sus manos cuando un joven ciudadano de baja condición, es, a saber, Tulio, defendió la libertad romana contra ciudadano tan grande cuanto lo era Catilina? Sí, ciertamente. Por lo cual no es necesario más para ver que Dios pensó y ordenó especialmente el nacimiento y la formación de la santa ciudad. Y hay quienes son de opinión que las piedras de sus muros son dignas de reverencia y más digno el suelo sobre que se asienta de cuanto los hombres han dicho y probado.

      VI

      Más arriba, en el tercer capítulo de este Tratado, se prometió hablar de la elevación de la autoridad imperial y de la filosófica. Y por eso, una vez que hemos hablado de la imperial, es menester seguir adelante con esta digresión para ver la del filósofo, conforme a la promesa hecha. Y aquí se ha de ver primeramente lo que este vocablo quiere decir; porque aquí es más necesario saberlo que en el razonamiento de la autoridad imperial, la cual, por su majestad, no parece que pueda ponerse en duda.

      Es preciso, pues, saber que autoridad no es otra cosa que acto de autor.

      Este vocablo, es decir, auctor, sin la tercera letra, puede proceder de dos orígenes: el uno, de un verbo, muy abandonado, por el uso en gramática, que significa ligar palabras, es decir, auieo. Y quien bien lo considera en su primera voz, claramente verá que él mismo demuestra que sólo de unión de letras está compuesto, es decir, de sólo cinco vocales, que son alma y enlace de toda palabra, y compuesto de ellas por voluble modo para figurar imagen de enlace.

      Porque, comenzando por la A, va luego a la U, y por la I va derechamente a la E, para volver luego a la O; de modo que, a la verdad, imagínase esta figura A,

      E, I, O, U, la cual es figura de enlace. Y en cuanto autor, desciende de este verbo, que se toma sólo para los poetas, que con el arte musaica han enlazado sus palabras; y de esta significación no se trata ahora.

      El otro origen de que desciende autor, como atestigua Ugoccione al principio de sus derivaciones, es un vocablo griego que dice Autentin, que en latín vale tanto como digno de fe y obediencia. Y así autor, de aquí derivado, se toma por toda cosa digna de ser creída y obedecida. Y de esto viene el vocablo de que al presente se trata, es decir, autoridad; por lo cual se puede ver que autoridad vale tanto como acto digno de fe y obediencia.

      Es manifiesto que Aristóteles es lo más digno de fe y obediencia, y que sus palabras son la más alta y suma autoridad, puede también probarse. De los operarios y artífices de las diversas obras, ordenadas a una obra y arte final, el artífice, o, más bien, ejecutante de ella, debe ser principalmente obedecido y creído por todos, como que sólo considera el último fin de todos los demás fines. Por lo cual, al caballero deben creer el espadero, el palafrenero, el ensillador, el escudero y todos aquellos artífices ordenados al arte de caballería. Y como quiera que todas las obras requieren un fin, a saber: el de la vida humana, al cual es ordenado el hombre, en cuanto es hombre, el maestro y artífice que tal fin demuestra y considera debe ser principalmente creído y obedecido; y éste es Aristóteles; así que es lo más digno de fe y obediencia. Y para ver cómo Aristóteles es maestro y guía de la razón humana, en cuanto procura su obra final, es menester saber que nuestro fin, que cada cual por naturaleza desea, de muy antiguo fue buscado por los sabios. Y como quiera que los que tal desean son en tan gran número, y los apetitos son casi todos singularmente diversos, aunque hay uno universal, fue muy difícil discernir aquél en donde directamente descansase todo humano apetito.

      Hubo, pues, filósofos muy antiguos, de los cuales Zenón fue el primero y principal, que vieron y creyeron que el fin de la vida humana era puramente la rígida honestidad; es decir, que rígidamente, sin respeto alguno, había de seguirse la verdad y la justicia, sin mostrar dolor por nada, ni por nada mostrar alegría, ni percatarse de pasión alguna. Y definieron así lo honesto: Aquello que sin utilidad y sin fruto por sí mismo es de razón alabar. Y éstos y su secta fueron llamados estoicos; y contó entre ellos el glorioso Catón, de quien más arriba no osé hablar.

      Otros filósofos hubo que vieron y creyeron otra cosa que éstos, y de ellos fue el primero y principal un filósofo llamado Epicuro, que, viendo que todo animal, apenas nacido, es por la Naturaleza enderezado a su debido fin, que huye el dolor y requiere alegría, dijo que nuestro fin era la voluptuosidad, es decir, el deleite sin dolor. Y por eso entre el deleite y el dolor no ponía intermediario alguno, diciendo que la voluptuosidad no era otra cosa que el no dolor, como también dijo Tulio en el primero Del fin de los bienes. Y de éstos, que de Epicuro son llamados epicúreos, fue Torcuato, noble romano, descendiente de la sangre del glorioso Torcuato, de quien antes hice mención.

      Otros hubo, y tuvieron principio en Sócrates y luego en su sucesor Platón, que, considerando más sutilmente y viendo que en nuestras obras se pecaba por mucho o por poco, dijeron que nuestra obra sin exceso y sin defecto, mesurada con el medio escogido por nuestra elección, que es la virtud, era el fin de que ahora se habla; y lo llamaron obra con virtud. Y éstos fueron llamados académicos, como lo fueron Platón y Espeusipo, su sobrino; así llamados por el lugar donde Platón estudiaba, es a saber: la Academia; y de Sócrates no tomaron nombre, porque en su filosofía nada afirmó.

      En verdad, Aristóteles, que tuvo por sobrenombre Estagirita, y Senócrates

      Calcedonio, su compañero, por el ingenio casi divino que la