XIV
De igual manera que en la exposición literal después de las alabanzas generales se desciende a las especiales, primero en lo que se refiere al alma, después en lo que se refiere al cuerpo, así ahora se propone el texto después de los encomios generales descender a los especiales. De aquí que, como se ha dicho más arriba, la filosofía tiene por objeto material la sabiduría, por forma el amor y por composición de uno y otro el ejercicio de la especulación. Por donde, en el verso que a seguida empieza: A ella desciende la virtud divina, me propongo encomiar el amor, que es parte de la filosofía. Porque se ha de saber que descender la virtud de una cosa a otra no es sino reducir aquélla a su semejanza; del mismo modo que en los agentes naturales vemos manifiestamente que, descendiendo su virtud a las cosas pacientes, atraen aquéllas a su semejanza en tanto en cuanto les es posible. Por lo cual vemos que el sol, descendiendo aquí abajo sus rayos, reduce las cosas a su semejanza de luz, en cuanto aquéllas, por su predisposición, pueden por la virtud recibir luz. Así digo que Dios reduce este amor a semejanza suya, en cuanto le es posible asemejarse a Él.
Y se expone la cualidad de la recreación al decir cual sucede en el ángel que la ve. Donde también se ha de saber que el primer agente, es a saber, Dios, infunde su virtud en algunas cosas por manera de rayo directo, y en otras cosas por manera de reverberado esplendor. Por donde en las inteligencias irradia la luz divina sin intermediario, y en las demás repercute de estas inteligencias iluminadas primeramente. Mas como quiera que aquí se ha hecho mención de luz y de esplendor, para su perfecta comprensión mostraré la diferencia entre estos vocablos, según el sentir de Avicena. Digo que la costumbre de los filósofos es llamar al cielo luz, en cuanto está en el origen de su fuente; llamarle rayo, en cuanto está intermedio entre el principio y el primer cuerpo donde termina; llamarle resplandor, en cuanto está reflejado en otra parte. Digo, pues, que la divina virtud sin intermediario trae este amor a semejanza suya. Y esto puede demostrarse manifiestamente, pues que siendo el divino amor en todo eterno, así es menester que necesariamente lo sea su objeto, de modo que sean cosas eternas las que Él ama. Y así han de amar este amor; porque la sabiduría, en la cual este amor se cumple, eterna es. De aquí que, se haya escrito de ella: «Fue creada en el principio anterior a los siglos; y en el siglo que ha de venir no vendrá a menos». Y en los Proverbios de Salomón dice la propia sabiduría: «Estoy ordenada eternamente». Y en el principio del Evangelio de Juan se puede ver claramente su eternidad. De aquí se origina que allí donde este amor resplandece, todos los demás amores se oscurecen y casi se apagan, puesto que su eterno objeto vence y sobrepuja desproporcionadamente a los demás objetos. Y por eso los más excelentes filósofos lo demostraron claramente con sus actos, por los cuales sabemos que de ninguna cosa se curaban, sino de la sabiduría. Por lo cual, Demócrito, descuidando la propia persona, no se cortaba barba, cabellos ni uñas. Platón, despreciando los bienes materiales, no se curó de la dignidad real, que hijo de rey fue. Aristóteles, no curándose de ningún amigo-contra su mejor amigo después de aquélla-, luchó así contra el ya nombrado Platón. Y ¿por qué hablamos de estos tan sólo, cuando encontramos otros que por estos pensamientos despreciasen su vida, como Zenón, Sócrates, Séneca y otros muchos? Así pues, está manifiesto que la divina virtud, a manera de ángel, desciende a los hombres en este amor. Y para comprobarlo exclama el texto a seguida: Y si hay dama gentil que no lo crea, vaya con ella y contemple, etc. Por dama gentil se entiende el alma noble de ingenio y libre en su potestad, que es la razón. Por lo cual, las demás almas no se pueden decir señoras, sino siervas; porque no existen por sí ni por otras; y el filósofo dice en el segundo de la Metafísica que es libre aquella cosa que lo es por su causa y no por ajena.
Dice: Vaya con ella y contemple sus actos, esto es, acompáñese de este amor y mire a aquel que dentro de él encontrará; y en parte apunta algo cuando dice: Allí donde ella habla, desciende; es decir, donde la filosofía está en acto, desciende un celestial pensamiento, en el cual se razona que ésta es operación más que humana. Dice del cielo, para dar a entender que no solamente ella, sino los pensamientos amigos suyos, son abstraídos de las cosas bajas y terrenas.
Luego, a seguida, se dice cuán avalora y enciende el amor allí donde se muestra con la suavidad de sus actos, que son todas sus gracias honestas, dulces y sin altivez alguna. Y a seguida para persuadir más de su compañía, dice: Gentil y hermoso es cuanto en la dama se descubre cuanto a ella se asemeja. Además añade: Y puédese decir que su semblante ayuda; donde se ha de saber que el mirar a esta dama nos fue de antiguo ordenado, no sólo porque veamos el rostro que muestra, sino porque deseemos conquistar las cosas que tiene celadas. Por donde, como por ella se ve mucho de aquello por medio de la razón y, por consiguiente, lo que sin ella parece maravilla, así por ella se cree que todo milagro puede tener razón en más alto intelecto, y, por consiguiente, que puede existir. En lo cual tiene origen nuestra buena fe, por la cual viene la esperanza de desear ante lo visto, y por aquéllos nace el ejercicio de la caridad. Por las cuales virtudes se asciende a filosofar a la alma celestial, donde los estoicos, peripatéticos y epicúreos, por arte de la eterna verdad, concurren acordes en una voluntad.
XV
En el capítulo precedente es alabada esta gloriosa dama, según una de las partes que la componen: es, a saber: el amor; ahora en éste, en el cual es mi intención exponer el verso que comienza: Cosas se advierten en su continente, es menester hablar encomiando otra de sus partes, es decir, la Sabiduría. Dice, pues, el texto que en su rostro se ven cosas que muestran placeres del Paraíso; y distingue el lugar donde tal acaece, es decir, en los ojos y en la risa. Y aquí se ha de saber que los ojos de la sabiduría son sus muestras, con las cuales se ve la verdad continuamente; y su risa son sus persuasiones, en las cuales demuestra la luz interior de la sabiduría bajo alguna veladura; y en las dos se siente ese altísimo placer de bienaventuranza, cuyo máximo bien está en el Paraíso. Este placer no nos puede ser dado en ninguna otra cosa de aquí abajo sino en el mirar estos ojos y esa risa. Y la razón es que, como quiera que toda cosa desea por naturaleza su perfección, no puede estar contenta sin ella, que es ser bienaventurado; pues aunque tuviese las demás cosas, sin ésta quedaríale el deseo, en el cual no pueda estar con la bienaventuranza, ya que la bienaventuranza es cosa perfecta y el deseo cosa defectuosa; porque nadie desea lo que tiene, sino lo que no tiene, que es defecto manifiesto. Y con esta sola mirada se adquiere la humana perfección, es decir, la perfección de la razón, de la cual, como de parte principalísima, depende toda nuestra esencia y todas nuestras demás operaciones: sentir, alimentar; todas, en fin, existen por ésta sola, y ésta existe por sí y no por otros. De modo que una vez ésta perfecta, es perfecta