—El hilo se corta por lo más delgado —reflexionó Septiembre.
—El hombre es la parte delgada del hilo —confirmó Rufino.
—Muchas veces lo que parece ser la parte delgada del hilo es en realidad la parte gruesa; es como el dedo meñique que parece frágil, pero si lo amputan el puño pierde toda su fuerza. Sería bueno que algunos jueces lo pudieran ver, aunque siendo absolutamente sinceros también debemos aceptar que muchos padres se desentienden de sus hijos.
Rufino tumbó sus pensamientos al lado de los de ella y entrelazaron las ideas.
—Es así nomás —coincidió Rufino—. Al fin de cuentas, difícilmente las madres saquen los pies del platillo de la balanza, pero muchos padres sí lo hacen. Semejante descalabro genera que la balanza de la justicia quede siempre desnivelada hacia el lado de la mujer y no hacia el lado del hombre que deja los pies en el platillo, pero no ejerce el suficiente contrapeso como para equilibrar la balanza.
—La balanza no debería estar desnivelada hacia ningún lado.
—O en todo caso desnivelada hacia el lado del centro.
—La justicia debería ser individual no colectiva.
—La justicia debería únicamente ser.
—No hubiera querido estar en sus zapatos cuando se confirmó la sentencia —se apiadó Septiembre—. No me quiero imaginar lo que habrá sentido.
—Lo mismo que sentiría un hombre inocente al ser condenado a la horca. Pero al final uno acaba por comprender que no tiene caso luchar contra los molinos de viento y decide emprender una cruzada mirando el lado positivo de un viento que no tiene lado. Un día me ajusté las ideas y me di cuenta de que a cien metros de distancia mis hijos no me podían ver, pero al menos me podían escuchar. Entonces, me hice de un tambor de gran tamaño con mazo de madera y todos los días a las cinco de la tarde, al regresar mis hijos del colegio, me refugiaba bajo un pórtico a cien metros de distancia, y le entraba a dar maza al bombo, y le daba, y le daba. Pero no eran golpes imprecisos; se trataba de una consonancia uniforme de tres notas musicales combinadas entre sí. El primer golpe seco y armónico representaba al pronombre personal “te”, seguidos por dos golpes disonantes e inestables que representaban a la primera persona del singular del verbo amar. Y así lo repetía en tres oportunidades para cada uno de mis hijos: “te amo”, “te amo”, “te amo”.
Un breve charquito de agua chapoteó por los ojos de Septiembre.
—¿Y ellos le respondían? —preguntó conmovida.
—Eran muy chiquitos para comprender, pero al menos sabían que su papá estaba presente. Esa coartada funcionó de mil maravillas hasta que mi inculpabilidad se hizo evidente y la justicia desestimó la falsa denuncia, aunque solo me concedieron los miércoles como día de visita. Podrá entender ahora mi apuro en finalizar esta reunión.
—Claro que sí. Y en este momento me invade un vértigo de retraimiento por haber situado a una simple candidata a presidenta por encima de sus hijos.
—El solo hecho de haberse interesado en un asunto tan personal la muestra como a una candidata humana, condición indispensable para convertirse en presidenta de la nación. Pero mejor sería que dejemos en paz a la justicia y nos aboquemos a lo que nos trajo hasta aquí. Porque no creo que me haya convocado para interiorizarse acerca de mi vida personal.
Un impulso de consentimiento sobrevoló los pensamientos de Septiembre, pero los reprimió. Un cataclismo de conmoción emergió ante la presencia de un hombre que consagraba la paternidad antes que a su mismísima presencia. La relación padres e hijos era su punto débil, era la espumita en el café que se rinde ante el simple paso de una cucharita.
Durante años se dedicó de lleno a la política, pero no quiso renunciar jamás a la inclinación de convertirse en madre. En su círculo más íntimo se permitían conjeturar que no había nacido para cambiar pañales, sino para cambiar los destinos del país (como si una cosa eclipsara a la otra) y la incitaban a priorizar sus asuntos laborales. “De dónde vas a sacar tiempo para dedicarles a tus hijos”, le repetían, a lo que ella respondía con un silencio apagado que es la manera más grave de responder. Y por un momento lograron confundirla. Sin embargo, un día cualquiera en París, y por accidente —como generalmente ocurren las cosas geniales de la vida— Mia comenzó a habitar su panza. Era de cuento. Nada más ni nada menos que París, la ciudad de donde vienen las cigüeñas. De repente, ese inhibido vuelo de pájaro pasó de intrascendente a sustancial, a lo único que la conmovía y que le importaba en este mundo. Todos la abortaban como madre menos Mia, que con una sonrisa desdentada le acomodó las prioridades y le arrebató la estúpida idea de que una mamá no podía convertirse en presidenta.
De buenas a primeras se dispuso a reemplazar soporíferas sesiones legislativas por susurros de saco una manito, la hago bailar, la cierro, la abro y la vuelvo a guardar; saco la otra manito, la hago bailar, la cierro, la abro, y la vuelvo a guardar. Y diálogos memorables absolutamente recubiertos de lógicas de collage: porque la cebra no es blanca con rayas negras, ni negra con rayas blancas; es color rayas y punto. Y las abejitas son de miel, las vaquitas de leche, las ovejitas de lana y las cabritas de queso. Y no hay tu tía.
La llamó Mia, con el posesivo en femenino, porque nadie más que ella merecía atribuirse semejante milagro.
En su primera ecografía, notó que su corazón comenzaba a bombear témperas de colores, lunitas y estrellitas que salpicaban de una pincelada una vida en blanco y negro. A partir de ese momento, una irrenunciable vocación a la maternidad se despertó en Septiembre que, de buenas a primeras, se convirtió en la mamá de todas las Mias que habitan este mundo.
En esos tiernos pensamientos andaba cuando Rufino, sin motivo aparente, hundió un cuchillo afilado en el armonioso clima que se había generado y comenzó a tajearlo de tal manera que temperas negras, marrones y grises opacaron al garabato multicolor.
—¿Por qué no te sale la erre? —le preguntó sin atisbo de maldad alguno. De alguna manera se autoboicoteaba ante la presencia de una mujer que pudiera despojarlo de su armadura y deshacer a hilachas al hombre mujeriego que no se enorgullecía de ser. Era evidente que se encontraba ante la presencia de una mujer que lo zarandeaba por dentro y le removía toda la estantería repleta de libros sin sustento, de textos sin contenido, de autoras dispuestas en el canto de ejemplares que no significaban nada para él. Por primera vez en su vida tuvo la necesidad de acomodar a Septiembre en una biblioteca despojada, un solo libro inundado de comas y desprovisto de puntos finales.
Los colores en el rostro de Septiembre empalidecieron y su figura se distorsionó al estilo de objetos reflejados en espejos deformantes. Se había sentido enormemente conmovida ante el relato paternal de Rufino, pero semejante exabrupto personal no hizo más que encolerizarla. Pronunciaba la erre de una manera escurridiza, como un patín deslizante imposibilitado de sujetarse sobre una superficie de hielo por estar desprovisto del taco de goma necesario para frenar. De muy pequeña había sufrido los embates de sus compañeros de aula debido a esa imposibilidad natural de pronunciar la erre. Una dislalia que ningún fonoaudiólogo pudo corregir (verbo que ella jamás utilizaría, ya que se había empeñado en componer un alfabeto que no la contuviera); tren en lugar de ferrocarril, can en lugar de perro, colorado en lugar de rojo, eran acepciones naturales en su abecedario de veintiséis letras. Aprovechando semejante cinismo de un hombre que la desestimaba, se empeñó en incluir una nueva acepción a su deslizante vocabulario: Laucha en lugar de Rufino. Indudablemente era el apodo que mejor le calzaba. Jamás un hombre se había mofado en su propia cara de su incapacidad de pronunciar ciertos sonidos. Debía contraatacar si no quería perder la poca autoridad que evidentemente tenía frente a él.
—¿Y vos por qué sos tan pelotudo? —bramó Septiembre tuteándolo por primera vez, con la furia de un demonio de Tasmania al que se le birla la carne y se la reemplaza por una hoja de lechuga.
—No