—¿Acaso busca transmitir algún tipo de mensaje a alguna persona? —insistió la periodista.
—A mí, probablemente —respondió Salvaje.
—Lo que me asombra es que lo noto distinto; no sé cómo explicarlo, tal vez más plantado en su eje, o mejor parado, o en armonía consigo mismo.
—Es usted muy aguda en su razonamiento. Probablemente esta corta travesía me haya servido para hacer las paces conmigo mismo.
—¿Por qué? ¿Estaba peleado con usted mismo? ¿Le desagradaba la imagen que le devolvía el espejo?
—Digamos que si pudiera hacer las cosas diferentes las haría. Tal vez, como bien dijo anteriormente, me siento más plantado en mi eje aspirando este suave atardecer.
—¿No le molesta viajar solo?
—No viajé solo.
—¿Quién lo acompañó?
—El viento, el agua, la embarcación.
—He notado una barba más pronunciada y un cabello más largo que lo normal. ¿Piensa dejarlos crecer?
—Definamos normal.
—¿No cree que un candidato a gobernador debería cuidar su apariencia?
—Justamente es eso lo que estoy haciendo. En realidad, me parece que jamás debería haber salido del rincón donde empezó mi existencia.
La conversación se extendió por unos minutos y viró hacia las implicancias del viaje y sus imprevistos y después se perdieron en otras cosas. Al finalizar la entrevista la periodista le preguntó por Rufino a lo que Salvaje respondió que era quizá la persona que lo había coaccionado a pensar en lugar de repetir.
Al otro día, una de las páginas interiores del matutino retrataba la aparición de Salvaje en el puerto de Buenos Aires. A su vez, el material audiovisual comenzó a viralizarse por innumerables canales de YouTube.
Esa mañana, Salvaje se dirigió a su oficina engamado en su jean gastado y en su camisa leñadora pegada en la piel. Para robustecer su imagen de trotamundos y bon vivant, enterró el saco y la corbata en el último cajón del último armario de la última pieza que resguardaba la formalidad de su pasado. Su barba prominente y su piel dorada por el sol le daban un talante renovado que se concatenaba con su raíz interior. Su temple era sereno y su andar reposado. Se hacía visible un distinguido aplomo al hablar, un sosiego, una moderación que solo aquellos que han salido airosos de las garras de la muerte pueden detentar. Su legítimo retorno a su esencia lo había depositado nuevamente en el centro de la escena. A esa altura se mostraba confiado en poder revertir la elección. Por primera vez en su vida tenía un norte, una brújula, un puerto cierto a dónde dirigirse. Ya no navegaba a oscuras, ni en círculos, ni en aguas turbulentas, y a pesar de los despiadados vientos huracanados y las corrientes cruzadas, su embarcación se dirigía en línea recta hacia el faro que lo iluminaba y lo invitaba a tierra segura.
En los cuatro meses subsiguientes incursionó en innumerables desafíos naturales que la prensa, cada vez menos hostil, se encargaba de amplificar: escaló el volcán Ojos del Salado en Catamarca, navegó a las islas Malvinas e hizo una ofrenda a los caídos en el cementerio de Darwin, cruzó en kayak el mar de las Antillas, atravesó la Cordillera en globo, se lanzó en paracaídas a siete mil metros de altura en la ciudad de Lobos, y hasta se lo vinculó sentimentalmente con una enigmática filántropa. Poco a poco, los medios de comunicación fueron adquiriendo el hábito de cubrir sus exóticas aventuras en virtud del interés de las audiencias.
A solo dos meses de las elecciones generales, las encuestas revelaban una considerable merma de cinco puntos entre Micaela Dorado y Salvaje Arregui, quienes ahora se disputaban la gobernación de la provincia de Buenos Aires en un margen menor de los dos puntos.
Micaela no acreditaba lo que estaba sucediendo y montó en cólera al percatarse de semejante retroceso en las encuestas. Desperdigando los últimos cartuchos de dignidad que aún le quedaban, se puso en contacto con Jalid Donig, su amado presidente (en sentido literal y figurado), quien la recibió desganadamente en Casa de Gobierno.
Al reconocerse, se apretaron tibiamente las manos y cuidaron las formas ya que la comitiva que los acompañaba desconocía la relación sentimental que se profesaban. Era indispensable guardar distancia para evitar suspicacias acerca de algo que podría llamarse amor contraindicado, ya que Jalid se hallaba infelizmente casado, y Micaela infelizmente divorciada. La simple revelación a la prensa acerca del romance entre ambos contendientes a cargos públicos podría derrumbar su imagen y hacerlos trastabillar en las elecciones.
—¿No sé si tuviste oportunidad de observar las últimas encuestas a la gobernación de la provincia de Buenos Aires? —preguntó Micaela a Jalid, afligidísima mientras desplomaba su humanidad en un mullido sillón color obispo, testigo involuntario de innumerables enredos de sábanas inconfesables hasta para la tonalidad prelada del sillón. El aire se cortaba con el filo de una navaja y entre la comitiva se podía observar, inquieto y alarmado, a Ulises Cáceres, el jefe de campaña de Micaela Dorado.
—Sí, afirmó escuetamente Jalid, amonestándola y clavándole los ojos como dos estalactitas puntiagudas que le minaban la confianza.
—No logro entender lo que está sucediendo. En apenas cuatro meses de campaña Salvaje Arregui redujo la brecha en cinco puntos. Aún me mantengo dos puntos por encima de él, pero de persistir esta tendencia nos encontraríamos en un hipotético empate técnico al día de las elecciones. ¡Debemos actuar rápidamente para revertir la tendencia antes de que sea demasiado tarde!
Jalid Donig era un embustero, un embaucador, un profeta del sofismo, pero a la hora de referirse a Salvaje Arregui procedía con total sinceridad.
—¿Qué sugerís que hagamos, Micaela? No tengo la menor idea de lo que está pasando. No encuentro explicaciones racionales. Supuse que vos me las darías.
—Tampoco logro hallar una explicación lógica —se apenó Micaela—, pero olfateo algo extremadamente extraño. Su plataforma política se mantuvo inalterable y su aprehensión a renovarla lo han llevado al fracaso en las dos últimas elecciones. Además, sus propuestas económicas no se adaptaron a los nuevos valores de época ni a las exigencias del electorado. Lo que no logro dilucidar es de qué manera se reinventó a sí mismo. Hace unos pocos meses era una reliquia prehistórica, un fascinador de lo extinguido. Hoy se ha convertido en un encantador de serpientes. Tampoco ha renovado a su cartera de ministros y a los pocos a los que se vio forzado a reemplazar fue por causas tan extremas como la jubilación o la muerte. No sé si habrán advertido que últimamente se ha convertido en un pendeviejo insufrible, un hombre que no asume su edad. Un bon vivant despojado de todo charme.
El cabello enrollado en la nuca de Micaela le daba a la escena un aire aún más trémulo y extravagante.
Ulises Cáceres vio una apertura en la conversación para congraciarse con el razonamiento de Micaela.
—¡Es increíble cómo se puede perder la dignidad en un minuto!
—En los últimos meses ha descuidado la campaña. Se dedicó a navegar por mares inhóspitos, a atravesar el cielo en globo, a escalar montañas —se exasperó Micaela. Es evidente que le importa poco la gobernación y no tiene la menor intención en ganar las elecciones. Pero a veces uno encuentra lo que no busca buscando lo que no encuentra. Muchas veces, la mejor estrategia para acceder al poder es justamente esquivarla. Estamos hablando de un hombre que se encuentra más allá del bien y del mal. Y es un enigma indescifrable luchar contra una persona que no tiene nada que perder.
Jalid la dejó hablar mientras revolvía unos papeles, firmaba unos documentos y miraba de reojo el celular. Parecía no darle demasiada importancia al asunto, aunque era un hombre tan impredecible que habitualmente se manifestaba de manera contraria a lo que proclamaba. Cuando decía A era B, cuando decía B era C, y así hasta llegar a la Z. Era como el tero que cacarea de un lado y pone los huevos del otro. Era como el escorpión que