—No me llevo bien con aquellos deportes donde se puede empatar —aseguró Rufino. Y generalmente se trata de los deportes en equipo.
—¿Qué tiene de malo empatar?
—Que nadie gana.
—O nadie pierde, según la óptica por donde lo mires.
—Ahora entiendo por qué perdiste las últimas dos elecciones —lo frenó en seco Rufino apretando la pelota y tajeándola con una navaja filosa—. El día que dejes de ser otro ganarás la elección. Los argentinos no se van a identificar con vos porque juegues al fútbol; ellos son fútbol, son baldío, son camiseta de club de barrio, son pelota de trapo y no se van a detener justamente en alguien que hace lo que ellos hacen, sino justamente en alguien que hace lo que ellos no hacen, o no se animan a hacer. Ya te lo expliqué antes. Es cierto que la Argentina es un país relacionista donde predominan los deportes grupales. Es el país de la amistad, de los vínculos sociales, de los encuentros familiares, de los asados, y la sobremesa. Los argentinos no somos de raíz argentina. No descendemos de los aztecas como los mexicanos, ni de los incas como los peruanos, ni de los mayas como los guatemaltecos. Adolecemos de una raíz cultural, de una tradición arraigada a una civilización arcaica. No hay apellidos argentinos porque descendemos de los españoles y de los italianos, países gregarios si los hay. Hasta el origen de la palabra “argentina” es italiano. Ciertos arquetipos pueden aparentar ser más efectivos en una cultura que en otra. Por ejemplo, los arquetipos generalistas como “hombre/mujer común” parecen ideales para una cultura relacionista como la nuestra. Y los arquetipos individualistas como el salvaje (evitando alusiones personales) funcionarían mejor en culturas individualistas como las de Estados Unidos o Inglaterra. Sin embargo, la teoría funciona exactamente al revés. A las culturas relacionistas les generan una mayor atracción inconsciente aquellos arquetipos individualistas y a las culturas individualistas les generan una mayor atracción inconsciente aquellos arquetipos relacionistas. Es como la gata flora, quieren lo que no tienen. Pero no debemos confundir individualismo con egoísmo, autonomía con codicia. En realidad, construyen algo colectivo sin perder su individualidad. La propia persona sin abstracción de las demás. Lo importante es que las grandes masas de gente no anulen al individuo.
Debemos comenzar a quemar los libros de marketing que avalan esas teorías de que la gente se mira en el espejo que les devuelve su figura; eso de que buscan marcas que hablen su mismo idioma. El arquetipo “aventurero” es individualista, pero no por eso deja de ser gregario.
Pues entonces debés abolir la pelota y comenzar con los preparativos para atravesar la cordillera de los Andes en globo. No los subestimes. Las personas captan rápidamente cuando alguien hace algo forzado buscando sacar un rédito que no le corresponde. Ellos pueden detectar que jugás al fútbol por conveniencia. Y como no te creen no te compran y tu imagen en lugar de crecer se desmorona. Así de simple. Te van a empezar a votar cuando te animes a escalar el Aconcagua o a cruzar a nado el Río de la Plata o cuando rompas el espejo de la identificación que no es tal. Está en tu naturaleza y tu naturaleza es lo que crece en tu jardín, no en el jardín del vecino.
—He escalado el Aconcagua. Sin embargo, que yo sepa, nadie se percató—lo contradijo Salvaje.
—No lo escalaste siendo candidato. Además, en lugar de haber convocado a la prensa a un partido de fútbol deberías haberla convocado al pie de la montaña. De haberlo hecho, ya serías gobernador.
—Dudo de que quisieran acompañarme a escalar el Aconcagua.
—Ellos no, pero su tinta sí.
—Avalo tu teoría, Rufino, pero hay algo que no me termina de cerrar. Jamás me consideré un aventurero, en todo caso siempre preferí ser reconocido como un expedicionario.
El comentario le abrió los ojos a Rufino.
—¿Cuál es la diferencia?
—Parafraseando al intrépido Alfredo Barragán: “Un aventurero se tira al mar a ver qué pasa. Un expedicionario, en cambio, se tira al mar sabiendo exactamente lo que va a pasar porque durante años estudió las corrientes marinas, la dirección de los vientos, las temperaturas, las profundidades oceánicas, los termo climas”. Al expedicionario las cosas no le van sucediendo, sino que hace que le sucedan. No puede ocurrir un imprevisto. Antes de lanzarme con Nelo Pimentel a recorrer los siete mares, trabajamos denodadamente en la estabilidad de La Tempestad, en su quilla, en sus lastres, en su combinación de peso y longitud. Esta obsesión por los detalles la implementamos en cada desafío intempestivo que iniciamos.
Rufino leyó algo entre líneas que es la manera más difícil de leer.
Extrajo del bolsillo del saco la libreta que siempre llevaba consigo y comenzó a anotar agitando las manos dando muestras de una visible excitación.
Salvaje le había concedido una nueva óptica sobre los arquetipos, una capa de arena que tapaba algo más profundo aún. Algo extremadamente peculiar olfateaba en ese hallazgo, pero aún no lo podía descifrar. A Rufino lo excitaba interactuar con personas inteligentes porque se nutría de ellas y habitualmente les extraía algún jugoso entrecot de la mente.
—Soy yo quien debería agradecerte por la lección arquetípica que acabo de experimentar —bramó Rufino extasiado—. ¡El expedicionario y el aventurero! Dos caras de una misma moneda que se complementan.
—Acostumbro a sorprender a la gente —alardeó Salvaje sin entender realmente lo que había dicho para extasiar de tal manera a Rufino.
—Tampoco te pienses el quinto Beatle —replicó Rufino bajándole los humos.
—Es que estás re manija, che.
—Porque se me acaba de espabilar una idea que me ha estado dando vueltas en la cabeza por años.
—Alguno de los tantos misterios que aún no han sido develados.
—Hay algo detrás del aventurero —dijo Rufino emborrachándose de nostalgias.
Salvaje se sentó al borde de la silla, echó su cuerpo hacia atrás y le puso una mano en el hombro a Rufino.
—Desde hoy que la tenés con los aventureros, Rufino, pero vamos a zambullirnos al mar de los expedicionarios, vamos a navegar entre olas mayores que los tres a cuatro metros y a enfrentar las más aterradoras tormentas y vientos huracanados, y muy probablemente seremos cebo de tiburones, pero no vamos a naufragar. De eso debemos quedarnos tranquilos.
Rufino echó el cuerpo hacia adelante, apoyó ambos codos sobre el borde de la mesa y se puso a observar por la ventana cómo se diluía la manifestación socialista.
—Estamos como queremos —balbuceó Rufino.
Finalmente se estrecharon las manos y se dieron una palmada en el hombro. Mientras Rufino se retiraba del lugar, Salvaje comenzó a desajustarse la corbata que tanto lo oprimía.
Enredo de sábanas
A escasos seis meses de las elecciones generales, las encuestas reflejaban un aplastante triunfo de Micaela Dorado, candidata a gobernadora de la provincia de Buenos Aires por el Partido Popular. Una mujer de un cuerpo transitado e indiscreta compañera de sábanas de Jalid Donig, presidente de la nación que también se postulaba a la reelección.
Jalid Donig era un hombre de principios jabonosos y dignidad resbaladiza. Como una olla de teflón todo se deslizaba en su superficie, nada se mantenía impregnado en el metal. Sus valores humanos encubrían resortes que se esparcían dispuestos en espiral y se deformaban y se estiraban y se comprimían adaptándose a su conveniencia inmediata. Podrido en plata, era señalado en un sinnúmero de causas de corrupción jamás esclarecidas, eludía a la justicia valiéndose de jueces comprados y fiscales puestos a dedo en una enmarañada red de marionetas manipuladas con hilos invisibles que se movían a su antojo como pequeños títeres en miniatura. Su reputación se iba a pique como un ancla en el mar, pero