Mal de muchos, consuelo de listos
En Occidente vivimos muy instalados en un sistema que construye efímera y falsamente la satisfacción de sus individuos sobre bases comparativas. Es decir, estoy satisfecho con lo que tengo, con lo que soy, con el trato que recibo, con la libertad que tengo en la medida en que, comparándolo con los demás, me parezca que estoy en buen lugar, en el lugar que me corresponde. Por ello en nuestro fuero interno las cosas no son buenas ni malas o suficientes o insuficientes si no es en relación o por comparación con lo que hay en nuestro entorno. Esto resulta igualmente fundamental para entender el comportamiento humano y consecuentemente los fenómenos sociales que vivimos.
Mi coche no es bueno o malo de por sí sino en relación con el parque móvil de cada momento. Cuando solo los privilegiados podían practicar determinados deportes el hecho de no practicarlos no resultaba un problema o motivo de insatisfacción. Cuando nadie tenía coche nada pasaba por no tenerlo, pero cuando todos lo tienen, uno puede sentirse mal por el hecho de no tenerlo. Cuando solo los privilegiados podían hacer viajes fuera de España, nadie sentía la necesidad de hacer esos viajes de cuando en cuando. Ahora que se ha masificado la industria del viaje parece que sentimos la necesidad de hacerlo. Cuando todo el mundo a nuestro alrededor tiene dinero para ir a buenos restaurantes puede resultar un problema para quien no lo tiene el no poder seguir el plan de quienes le rodean, de sus amigos de siempre. Por ello también cuando una crisis azota de manera generalizada a toda la población la disminución de nuestro nivel de vida se hace mucho más llevadera al ser algo compartido con las personas que nos rodean. Parece todos que nos acoplamos a niveles inferiores de vida sin que se generen los problemas de las diferencias.
En definitiva, en general en nuestra sociedad la medición del nivel de satisfacción con lo que somos o tenemos o con nuestro ámbito de libertad está muy relacionada con lo que tienen los demás en nuestro entorno físico y también virtual, a través de lo que vemos en los medios de comunicación y las redes sociales. Lo que no se ve no se quiere, pero lo que nuestro vecino tiene se convierte en objeto de deseo.
Resulta particularmente interesante en este sentido observar cómo cuando a uno le suben el sueldo la felicidad se suele convertir en frustración si conocemos que nuestro compañero ha tenido una subida mayor. No es tanto la cantidad de dinero (o de bienes que puedo comprar con el incremento salarial) sino la percepción de la consideración que la empresa tiene de mí. Y por ello con las comparaciones nos vienen pensamientos del tipo «es injusto», «no hay derecho», «con todo lo que yo trabajo y aporto…» «que ahora venga fulanito y se lleve los mayores premios…».
También podemos observar la relevancia de lo relativo para la satisfacción en nuestra sociedad cuando presenciamos un reparto general de regalos. El día de Reyes, cuando reciben sus regalos, la atención de los niños tras un primer instante se fija más en escrutar los regalos de los demás que en disfrutar de los suyos. A veces o en alguna medida no es por tanto el regalo lo que les procura la felicidad sino la satisfacción de ver que los suyos son mejores.
Es también evidente que el valor de quien en un grupo recibe un reconocimiento o condecoración por algún logro extraordinario se perderá si para consolar a todos los demás miembros del grupo se les concede también un reconocimiento a ellos. El reconocimiento pierde su esencia.
Y siguiendo con los ejemplos, si preguntamos cómo de bueno es un coche, solo podremos contestar si lo relacionamos con los coches de la época y el entorno. Todos los coches de hoy, si los comparamos con los de hace cuarenta años, son una maravilla de la tecnología y la industria, y son realmente máquinas formidables, silenciosas, con gran potencia y velocidad, que aguantan kilómetros y kilómetros sin dar problemas, con todo tipo de ayudas y asistencias de confort y seguridad. Ahora bien, si los comparamos con otros coches de hoy habrá que empezar a ser más selectivos, y así, quien tiene un coche de gama media de hace ocho o diez años es posible que pueda pensar que su coche ya no es un buen coche, que está obsoleto o tiene un diseño que ya no es actual y no puede aparcar automáticamente como otros. Y ello puede suscitar la necesidad de cambiar de coche para no destacar por tener un vehículo viejo o poco atractivo, aun cuando nuestro nivel de satisfacción con las prescripciones objetivas del coche sea alto. Al fin y al cabo vivimos en gran medida sometidos a la tiranía de la renovación de los artículos socialmente visibles como son los coches, la ropa, las cafeteras en casa para ofrecer un café a los invitados, y cientos y cientos de cosas más.
¿Son eso necesidades? Y la respuesta solo puede ser depende, en función del rigor con que usemos el término, pero en gran medida podría decirse que lo son si uno quiere situarse o no descolgarse de un determinado entorno social al que está acostumbrado o al que se encuentra apegado. Quienes reprochan el que ver las cosas así es algo muy superficial y que solo aplica a personas poco profundas que viven para la imagen quizá tengan razón, pero la realidad es que en mayor o menor medida todos sufrimos un poco o mucho de esto y cada vez la presión para no descolgarse es mayor. Y este fenómeno de obsolescencia psicológica se produce cada vez a mayor velocidad, fruto, como veremos, de las dinámicas de nuestra sociedad de consumo.
Los fenómenos asociados a la desigualdad no son solo de nuestro tiempo pues son más bien propios de nuestra naturaleza animal. Vivimos en una sociedad crecientemente consumista en la que, para sobrevivir, se encuentra muy presente una cierta exigencia a destacar, de ser alguien o ser aceptado en la sociedad, buscando esa distinción a través de las muestras de un tipo u otro de consumo. Buscamos nuestra supervivencia o posición social a través de estar a la altura en el campo del consumo, de la moda, de la realización viajes y planes atractivos. Una buena muestra de ello es la extendida práctica de los selfis para demostrar al mundo lo atractivos que somos por las cosas que tenemos o por los originales y envidiables planes que hacemos. Todo ello tiene el riesgo de llevarnos a sentirnos permanentemente necesitados de estar a la altura para no ser o sentirnos excluidos y a vivir más un rol o personaje aparentemente atractivo que lo que verdaderamente somos. Y con estas actitudes tan propias de nuestro tiempo son más y más las ocasiones en las que podemos sentirnos restregados en las diferencias. Los medios de comunicación, la publicidad machacona y creadora de estímulos para mejorar nuestro estatus y hacernos distinguidos, sin duda van calando poco a poco en nuestra forma de pensar y sentir haciéndose más oprimente la presión psicológica del miedo a quedarse atrás.
Por ello, aunque estas reflexiones sobre las diferencias son atemporales, las consecuencias se hacen especialmente graves en sociedades muy materialistas como la occidental pues sin duda en otras con mayor cultivo del espíritu, la satisfacción de las personas está mucho menos relacionada con la mirada que unos y otros reciben de los demás. Lo que los demás tienen, la forma en la que nos miran o lo que piensan de nosotros resultará menos relevante cuanto mayor sea el cultivo de nuestro interior y del espíritu.
Seguro que muchos pensamos que a nosotros eso no nos ocurre y sentimos rechazo ante ello por considerar que el ser humano no puede tener como condición propia de él algo que suena tan contrario a los principios morales y religiosos con los que nos hemos criado. Pero, aunque nos cueste, resulta imprescindible comprender y aceptar nuestra forma profunda de preferencias si queremos entender por qué nos pasan las cosas que nos pasan en nuestra convivencia