Sin embargo, con una diferencia importante. La empresa de Jasón estaba realmente más allá de las capacidades humanas, era del todo excepcional; en cambio, la de Dante, por muy ardua que sea, es la empresa a la que todos estamos llamados, porque todos estamos hechos del mismo deseo de ver a Dios. En efecto, la exhortación del poeta es una invitación a ponernos en una disposición adecuada para emprender con él el camino.
Una vez terminada la advertencia al lector con el tema de Jasón, Dante vuelve a hablar de su viaje, y en un santiamén se encuentra en una especie de nube «luminosa, densa, sólida y pulimentada, como un diamante herido por el sol» (vv. 32-33). Se trata de la Luna, y él está inmerso en ella. Y no puede contener su asombro, porque no logra entender cómo un cuerpo —el suyo— pasa a través de otro cuerpo —el de la Luna (vv. 37-39)—; pero este desconcierto, concluye (vv. 40-42):
[…] debería encender más el deseo de ver aquella esencia en la cual se sabe que nuestra naturaleza y la de Dios se unieron.
Si resulta muy difícil entender cómo es posible que un cuerpo penetre en otro, el asombro por esta maravilla debería avivar el deseo de comprender esa otra maravilla, mucho mayor: de qué modo «nuestra naturaleza y la de Dios se unieron»; es decir, el misterio de la coexistencia en Cristo de la naturaleza humana y la naturaleza divina, el misterio de la encarnación.
Ya decíamos en la introducción que todo el recorrido del Paraíso es un tránsito por los dos misterios fundamentales de la fe cristiana, el de la Santísima Trinidad y el de la encarnación del Verbo de Dios; y, desde los primeros cantos, Dante empieza a introducir el segundo. Todos los prodigios que encontraremos, nos advierte aquí, no son nada comparados con el misterio supremo: cómo es posible que lo divino y lo humano, tan esencialmente distintos, tan inconmensurablemente distantes, sean uno en la persona de Jesucristo. Mejor aún, todos los prodigios que encontraremos serán la ocasión para que se despierte nuestra curiosidad, para que se acreciente el deseo de adentrarnos en el misterio de Dios revelado.
Dante se limita por ahora a esta breve alusión, y enseguida parece cambiar de discurso; le pregunta a Beatriz cuál es el origen de las manchas lunares (vv. 49-51). ¿Cómo es posible —podríamos objetar— que, recién iniciada la subida al paraíso, viéndose inmerso en un espectáculo fantástico de luces y sonidos, lo único que se le ocurra sea una cuestión relacionada con la física, una curiosidad casi banal (por qué en la Luna vemos zonas más claras y otras más oscuras)? ¿No tenía nada mejor que preguntar? Sin embargo, el diálogo sobre este fenómeno ocupa el resto de este segundo canto, por lo que, claramente, tiene su importancia. Analicemos qué quiere decir Dante con este pasaje.
Para empezar (vv. 58-60), Beatriz lo exhorta a manifestar su opinión al respecto; después, empieza su explicación argumentada. En la primera parte (vv. 61-105), muestra a Dante las razones por las que su opinión es errada; en la segunda (vv. 106-148), le proporciona la respuesta correcta. Las argumentaciones con las que Beatriz rebate la opinión de Dante son complejas, por ello no las vamos a comentar aquí; en cambio, nos detendremos en la explicación, porque nos introduce en la visión dantesca del cosmos y, además, nos ofrece un ejemplo precioso de la nueva forma de conocimiento que Dante va descubriendo.
«Dentro del cielo de la divina paz» (v. 112) —dice Beatriz—, dentro del empíreo, gira el Primer Móvil, la esfera celeste más externa, que recibe entera la potencia creadora de Dios, es decir, lleva en sí el origen de todo lo que se encuentra en el mundo. Dentro del Primer Móvil, gira a su vez el cielo de las estrellas fijas, y aquí empieza la diferenciación, porque cada constelación recibe del Primer Móvil no toda la potencia creadora de Dios, sino solo algún aspecto, y refleja de él hacia abajo matices diferentes (vv. 115-117). Si seguimos descendiendo, encontramos los cielos de los distintos planetas, y cada uno de ellos, a su vez, reparte la virtud particular que ha recibido según sus propias características específicas (vv. 118-123). Y, como el alma humana, que, aunque es una, da forma a miembros diversos, así la inteligencia angélica que mueve el cielo estrellado refleja en los cielos que están por debajo su unidad en formas diferentes, que dan vida después a uniones (v. 139) distintas con los cuerpos celestes a los que se extiende (vv. 133-141). La conclusión es que, de esta luz divina reflejada de forma distinta por los diferentes cuerpos celestes, «vienen las diferencias de luz a luz, no de lo denso o lo enrarecido» (vv. 145-146): las diferencias de luminosidad que ves en el cielo no derivan de una densidad diferente, sino de la infinita riqueza de la luz de Dios, que, reflejada de forma variada, genera estas innumerables variaciones.
Más allá de las cuestiones planteadas por la astronomía medieval, de las que hemos hablado en la introducción,2 me urge hacer un par de observaciones. Por una parte, hasta en esta explicación simplemente física se transparenta uno de los temas clave del Paraíso: la infinita variedad del mundo es buena. No existen manchas en la creación; allí donde se manifiestan límites o diferencias de valor —y los encontraremos enseguida, a partir del próximo canto—; se trata de expresiones distintas de la única armonía que proviene de Dios. «Todo está donde debe estar y va donde debe ir, al lugar asignado por una sabiduría que (el cielo sea alabado por ello) no es la nuestra», comentaría al respecto mi querido Miguel Mañara.3
Por otra parte, la lección sobre las manchas lunares es fundamental, porque nos ofrece un modelo del nuevo conocimiento al que Dante se está acercando que nos acompañará durante todo el Paraíso. Fijémonos en él. A la pregunta simple de Dante, que expresa el deseo de comprender un aspecto particular de la realidad, Beatriz ofrece una respuesta estructurada. Primero, como cualquier buen educador, reta a Dante: «Pero dime lo que tú piensas de esto por ti mismo» (v. 58); es decir, ponte en juego, déjame ver en qué punto estás. Después, le muestra la insuficiencia de su respuesta y, para convencerlo, apela a la experiencia con el experimento de los tres espejos: juzga tú si lo que digo es verdad. Para terminar, le ofrece una explicación más adecuada que sitúa el aspecto particular en una perspectiva universal: «Dentro del cielo de la divina paz» (v. 112).
No me resisto a señalar la modernidad que, hasta cierto punto, caracteriza este discurso. Cuando tiene que explicar a Dante que su opinión sobre el origen de las manchas lunares es errada, Beatriz recurre a un auténtico «experimento mental» (vv. 97-105): «Imagínate que tomas tres espejos y que colocas dos más cerca y uno más lejos, y después enciendes una vela. ¿Qué verás? Que la imagen de la vela reflejada en el espejo que está más lejos es menor que la que se refleja en los otros dos, pero no menos luminosa». Aquí no hay espacio para profundizar en este tema, me limito a lo esencial (para lo demás, me permito remitir a la conversación con el astrofísico Marco Bersanelli, que para mí fue verdaderamente iluminadora —tengo que decirlo—).4 En plena subida al cielo, Dante da prueba de una mentalidad científica que desmiente cualquier prejuicio sobre el Medievo teológico y abstracto: él observa la realidad, hace un experimento y aprende de él.
Llegados a este punto, tratemos de tirar del hilo de este canto densísimo. Dante parte advirtiendo a los lectores de que solo quien haya empezado a alimentarse del «pan de los ángeles», solo quien tenga realmente hambre de un significado para su vida y esté por ello dispuesto a «ampliar la razón»,5 podrá seguirlo. Enseguida, muestra que, en realidad, él sigue todavía en la «lancha pequeñita» (v. 1), no porque plantee preguntas muy sencillas —¿cómo es posible que yo vuele?, ¿qué son las manchas lunares?—, pues es normal y justo