En forma creciente, entonces, la televisión en nuestros países se va haciendo de una porción cada vez mayor y, sobre todo, cada vez más diversificada de la oferta audiovisual, hasta convertirse en la industria más poderosa de lo que Román Gubern llama la “iconósfera contemporánea” (Gubern 1987)13. Hacia 1970 ya no hay vuelta de tuerca posible. A pesar del atractivo que la pantalla grande sigue ejerciendo, el desplazamiento parcial de la imagen de la gran sala a la de la pequeña sala resulta incontenible. La industria fílmica hollywoodense —lo sabemos— sobrevivió a esa amenaza y a varias otras que vendrían después, pero el estatus de privilegio que mantuvo por varias décadas se vio inevitablemente mellado, y esa fractura contribuye a que empiece a ser “pensado” de otra forma. Me explico: hasta los años cincuenta las industrias cinematográficas de todas partes, y América Latina no fue la excepción, dispensaron el patrón excluyente de gratificación audiovisual de las expectativas del público, el que venía a través de los modelos genéricos y de las incitaciones a la emoción violenta, a la risa, al llanto, al miedo, al sentimiento amoroso, etcétera.
En otras palabras, además de ser la única pantalla, se consideraba el cine como un medio de entretenimiento y de evasión de las preocupaciones y rutinas cotidianas, y poco más que eso. La pérdida del protagonismo audiovisual único facilita un cuestionamiento de ese supuesto profundamente arraigado en la mentalidad de los públicos. La idea de que el cine puede ser algo más que un medio de entretenimiento se extiende en ciertos círculos. Eso no era una novedad, pero la experiencia de la primera vanguardia de los años veinte, y la de otras posteriores, era prácticamente desconocida, así como el trabajo de John Grierson y de otros documentalistas, o los intentos del llamado cine de arte. Se va abriendo, así, un espacio de intervención en la actividad fílmica que se percibe como relativamente novedoso, alimentado por la crítica, los cineclubes y otras instituciones, que alienta el surgimiento de los nuevos cines.
Ese nuevo espacio de intervención casi no tiene precedentes en América Latina, a diferencia de Europa o del mismo Estados Unidos, donde ya existía, por pequeño que fuera, y a él contribuye la “renuncia” de un sector del público que deja de ir a las salas comerciales con la frecuencia de antes, y que encuentra en cineclubes y salas de arte un espacio preferencial. Eso facilita que se vaya formando una nueva audiencia, minoritaria pero activa e influyente. Sin ese nuevo público no se podría entender el surgimiento de propuestas fílmicas distintas de las conocidas. Sobre la formación de ese público, Paranaguá señala:
Durante la Segunda Guerra Mundial, los productores tradicionales de Argentina y México intuyeron que el público se transformaba, que una diferenciación creciente se instalaba entre las capas populares más pobres y la nueva clase media. Esos productores trataron de responder y de capitalizar la situación, promoviendo películas ambiciosas, supuestamente más cultas (es decir, más acordes a la noción académica de cultura en vigor, a menudo inspirada en clásicos de la literatura). Pero la auténtica renovación de la mirada y de las exigencias ocurre en círculos restringidos y no en la clase media en su conjunto (Heredero y Torreiro 1996: 282).
Yo agregaría que esa expansión de un sector más amplio de espectadores se produce en mayor volumen en Argentina (especialmente, claro, en Buenos Aires, a la que se puede agregar Montevideo, los dos ejes urbanos del Río de la Plata), en la que una educación pública muy solvente y una tradición cultural, alimentada por el contacto permanente con Europa, sostienen el fortalecimiento de una audiencia muy sólida, lo que ha hecho que durante muchas décadas Buenos Aires haya sido una referencia casi obligada cuando se trata de ponderar la variedad de las carteleras de estrenos y la presencia de títulos que en otras capitales brillan por su ausencia.
En todo caso, el soporte fílmico siguió siendo el material único e indispensable para hacer películas. El video ya se utilizaba en la televisión, pero todavía no se habían explorado sus aplicaciones en función de la pantalla grande. El propio Jean-Luc Godard, que en otras condiciones hubiese tal vez emprendido sus propuestas más radicales en soporte videístico, no lo hizo, ni lo hicieron otros grupos o colectivos militantes. El video no permitía un mínimo de calidad que no fuera para sus aplicaciones en la pantalla electrónica de la televisión.
Entonces los que se proponían usar la imagen en movimiento en función de las pantallas comerciales o de cualquier pantalla que no fuera la de televisión recurrían inevitablemente a las cámaras de 35 o 16 milímetros e incluso al súper 8, entonces de gran expansión como el recurso básico para las home movies. Muy distintas hubiesen sido las cosas de haberse contado en aquel momento con la tecnología de hoy. En tal sentido, y casi por completo cerrados los circuitos televisivos para difundir un nuevo cine, la única opción posible era la de hacer películas (cortas o largas, en 35 o 16 milímetros) para las pantallas y salas en capacidad de convocar a un nutrido volumen de asistentes. Por eso, incluso, las modalidades más radicales no podían prescindir de la cámara, los insumos, el laboratorio y demás que traía consigo la opción fílmica, y ese es uno de los asuntos mayores que se confrontan, pues supone una capacidad presupuestal a la que muchos no tenían acceso.
Las condiciones de cada país, el hecho de contar o no con una industria fílmica, las modalidades y características del cine por hacer y de los objetivos deseados fueron modelando las formas como se utilizan los recursos técnicos. No aplica el mismo uso la tendencia renovadora en el cine de México que las películas que se realizan en Chile al calor de la radicalización política de fines de los sesenta. No es igual, tampoco, el que hace el cinema novo que el de las propuestas del cine de cuatro minutos en Colombia o Uruguay. Unos apuntan a las grandes salas, otros a los auditorios de asociaciones o sindicatos, a salas improvisadas o a proyecciones al aire libre; pero todos tienen en común el soporte fílmico como la base técnica del material por exhibirse. Todavía estaba lejano en esos tiempos (y ni siquiera se vislumbraba) el horizonte digital que viene cambiando y ensanchando el paisaje audiovisual de una manera muy rápida en los años que corren del nuevo milenio.
8. El contexto sociopolítico
Como se sabe, América Latina se debate en los primeros sesenta años del siglo XX, con muy pocas excepciones (Chile, Costa Rica, México, Uruguay), entre los gobiernos civiles y los militares. Los golpes militares son moneda común y las dictaduras que instalan forman parte de la tragicomedia del continente, algunas tan prolongadas como la de Juan Vicente Gómez en Venezuela, la de Rafael Trujillo en República Dominicana, la de Alfredo Stroessner en Paraguay y la dinastía Somoza en Nicaragua, y otras muchas de duraciones menores, pero con frecuencia cruentas y casi tan despóticas como la de los “tiranos banderas” del continente.
El sistema democrático, legalmente establecido en todas las constituciones nacionales, se muestra mayoritariamente frágil. La debilidad de las instituciones, escasamente consolidadas pese a los años transcurridos desde los nacimientos de las Repúblicas, facilita ese vaivén que, con las excepciones mencionadas, será la señal de identidad más persistente en la vida nacional de los países de América Latina. Por cierto, ese estado de cosas facilita la aparición de políticos salvadores que proceden de las filas civiles, pero también militares, y que diseñan proyectos como el Estado Novo en Brasil e identidades políticas fuertemente arraigadas como el “cardenismo” en México o el “peronismo” en Argentina, que son el embrión, junto con otras organizaciones de masas como el Movimiento Nacionalista Revolucionario en Bolivia, el APRA en el Perú o el Partido Acción Democrática en Venezuela, de la acentuación de las tensiones a favor de posiciones más radicales.
Los grupos de poder derivados de los estratos privilegiados durante la etapa colonial o los que se forman posteriormente entre la población de origen español o los extranjeros que van llegando de Inglaterra o Italia, de Alemania o Palestina, entre muchos otros orígenes, dominan pirámides sociales fuertemente diferenciadas. Durante el siglo XX, los intentos reformistas tropiezan con los intereses de las cúpulas económicas, ligadas con frecuencia al capital estadounidense. Aun así, los gobiernos populistas,