Por cierto, hay diferencias muy claras entre cada movimiento e, incluso, dentro de ellos. Pero tienen en común un espíritu similar que se sacude de las formulaciones canónicas, que apela a distintos tipos de ruptura (del encadenamiento del relato, de la modulación del registro interpretativo, del empleo de la cámara, del ritmo, del acompañamiento musical…) y que muestra situaciones o imágenes antes ausentes o tratadas de otra manera.
También en el Oriente se producen cambios. Una generación joven irrumpe en el panorama de la poderosa cinematografía japonesa, con nombres que luego han tenido un peso considerable como los de Nagisa Ōshima, Shōhei Imamura, Hiroshi Teshigahara, entre otros. En la India, el bengalí Satyajit Ray es una figura precursora de una posición minoritaria, pero relevante de cara a Occidente, frente al gigantesco volumen de producciones salidas sobre todo de los estudios de Bombay, del llamado Bollywood. Egipto, la potencia cinematográfica del mundo árabe, no es ajena a los cambios, que en el terreno político se expresan en la figura de Gamal Abdel Nasser. Un realizador como Youssef Chahine sobresale en la búsqueda de una expresión personal no desligada de las tradiciones genéricas de esa cinematografía, pero sí claramente diferenciada10.
En el continente africano, especialmente en algunas antiguas colonias francesas, sin industrias fílmicas locales, como en Senegal, aparecen también propuestas innovadoras, como las que representa Ousmane Sembène. El influjo del documentalista francés Jean Rouch es notorio en esos países, y no solo en la producción documental, sino también en las ficciones que suelen alimentarse de acontecimientos contemporáneos o del pasado histórico, sobre todo el que está ligado a la dominación colonial.
De todos esos movimientos, sin duda el más influyente es la nouvelle vague11, no solo a nivel de su país, sino también a escala internacional. Incluso varios de los realizadores que diez años más tarde contribuyen a transformar el cine estadounidense (desde Arthur Penn hasta Martin Scorsese, Peter Bogdanovich y Brian de Palma) reconocen el efecto que tuvo en ellos el descubrimiento de películas como Los 400 golpes y Una mujer para dos, de François Truffaut; Sin aliento y Una mujer es una mujer, de Jean-Luc Godard; Los primos y El bello Sergio, de Claude Chabrol.
Así como una mayor libertad en el acercamiento a temas como las relaciones de pareja, la conducta individual, las manifestaciones del deseo erótico y tanático, la nouvelle vague propicia una reelaboración de la escritura clásica, una disponibilidad para alterar las reglas tradicionales en el uso de la iluminación, del montaje y de la propia dirección de actores. Las rupturas de la continuidad, el aire de espontaneidad, el tono que a veces roza el documental están presentes en la búsqueda de estilos renovadores.
Asimismo, hay que destacar el nuevo curso que el documental asume en estos años. Con la aparición de cámaras más livianas, grabadoras sincronizadas que permiten registrar el sonido de manera simultánea, película de mayor sensibilidad a la luz y utilización de la llamada iluminación disponible (la que está en el ambiente), sin necesidad de focos y reflectores adicionales, se articulan corrientes documentales en Francia (el cinéma vérité, de Jean Rouch y Edgar Morin), Estados Unidos (el cine directo que representan Richard Leacock, D. A. Pennebaker, Robert Drew y los hermanos Albert y David Maysles), el Quebec canadiense (Pierre Perrault, Michel Brault, Claude Jutra…) y en otras partes. Estas corrientes documentales se orientan al registro etnográfico o sociológico, a la encuesta y al reportaje, y sus procedimientos técnicos y expresivos son incorporados por las ficciones de la nouvelle vague y de otros movimientos, lo que asimismo se reproducirá parcialmente en América Latina, que ve el resurgimiento del documental en los años sesenta y la implantación de formulaciones expresivas derivadas del cinéma vérité y de la nouvelle vague.
Otra manifestación propia de la segunda mitad de los años cincuenta y los primeros años sesenta es la acentuación de lo que se conoce como el cine de la modernidad, que en realidad cubre las expresiones de las “nuevas olas”, pero también el aporte de individualidades ajenas a cualquier movimiento y que provenían de los cuadros de las propias industrias de sus respectivos países, aunque con características más personales, como los italianos Michelangelo Antonioni y Federico Fellini, el francés Robert Bresson y el sueco Ingmar Bergman. Se trata de autores irreductibles a patrones genéricos o a la pertenencia a una determinada escuela o corriente. Tienen en común, sí, una radical diferenciación frente al estilo clásico, que en el caso de Bergman y Fellini se va haciendo más notoria a partir de Las fresas salvajes y La dolce vita, respectivamente. Los realizadores de la “modernidad” trasladan a la diégesis fílmica la incertidumbre, el malestar, las confusiones y las dudas existenciales de la época12. Ese, el de los nuevos movimientos y el de esos y otros autores, es el cine que la crítica destaca y los cineclubes promueven al paso de los años cincuenta a los sesenta. Ese sustrato tendrá también una clara influencia en el nuevo cine de América Latina, y podemos verlo en las películas de Glauber Rocha, en los cineastas argentinos de la Generación del Sesenta, desde David José Kohon hasta Leonardo Favio, en los filmes de Raúl Ruiz, en Memorias del subdesarrollo, y en varios otros.
7. Los desplazamientos en el espacio audiovisual
En el curso de los años cincuenta, el cine comienza a dejar de ser lo que había sido a medida que la televisión va tomando una posición cada vez más significativa en el ámbito casero y familiar. Es decir, el cine deja de ser el único espectáculo audiovisual y comparte ese lugar con la imagen electrónica todavía en blanco y negro, y con una calidad visual precaria. Aun así, la televisión le resta público al cine, y a partir de esa década se inicia un proceso gradual de disminución de la asistencia a las salas que no ha cedido con el tiempo. Ese proceso comienza en Estados Unidos y en Europa, y es más lento en América Latina. Los años cincuenta, al respecto, son bastante prósperos para el espectáculo cinematográfico en los países de la región, atraídos por las novedades que vienen de los estudios de Los Ángeles y las nuevas condiciones de las salas (pantallas anchas, estereofonía). Incluso, en términos cuantitativos, el volumen de la producción local es muy elevado en México, que alcanza 136 largometrajes en 1958, la más alta de su historia (García Riera 1985). Pero ya en ese entonces iba creciendo la semilla de lo que vendrá más tarde.
Salvo en unos pocos países como México, Brasil y Cuba, donde la televisión se instala relativamente temprano, en 1950, o en Argentina al año siguiente, en la mayoría se incorpora ya muy avanzados los años cincuenta o a comienzos de los sesenta, y, en todo caso, es en la década del sesenta en que se va afirmando una producción local en diversos registros, desde los espacios noticiosos y de opinión hasta la producción de espectáculos musicales y de telenovelas, que se suman a los telefilmes y otros programas procedentes de los estudios de Hollywood, cada vez más dedicados a elaborar material para la pantalla chica. Por otra parte, de manera progresiva se va incrementando el horario de programación, al inicio reducido a unas pocas horas al día. No están fuera de la pantalla de televisión las películas hechas para la pantalla grande. No todas, pero sí muchas, por ejemplo las del catálogo de la Warner de los años treinta y cuarenta protagonizadas por figuras de la talla de Humphrey Bogart, Bette Davis, Errol Flynn, James Cagney, Ida Lupino y otras, que se exhibieron con amplitud en los canales de diversos países de la región.
A diferencia de lo que ha ocurrido en España y en otros países europeos, donde la televisión se insertó socialmente como una institución pública, en América Latina, con