Ciudades ocultas. José Güich Rodríguez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José Güich Rodríguez
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788740433456
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sufrieron mutaciones físicas cuando se consolidó una forma de vida política asociada a la democracia republicana. Desde la esfera del poder se propagaron nuevos vientos en torno de la apropiación del espacio habitable. En 1870, el presidente peruano José Balta ordenó derribar las viejas murallas de Lima, la antigua Ciudad de los Reyes. Durante más de doscientos años la edificación sirvió de protección a la pequeña ciudad contra los ataques de corsarios y bandoleros. Al caer los bloques de piedra se inició un nuevo período. Del asentamiento delimitado con rigor en 1535 bajo los rigurosos principios del “damero”, Lima conquistó los extramuros, que se convirtieron en parte de la ciudad y ya no se ubicaron fuera de ella, como tierra incógnita sometida al capricho de los marginales, esto es, de aquellos que no habían aceptado la convivencia organizada.

      La tierra incógnita es incorporada al proyecto modernizador encarado por el Gobierno de Balta. Este episodio fue solo el preámbulo de lo que sobrevendría en la tercera década del siglo XX, es decir, medio siglo después de la destrucción de las murallas. Leguía, otro representante de la burguesía, estableció un régimen autoritario encubierto por formas democráticas, y su ambiguo discurso anunció también que era un tenaz defensor del progreso. Como su antecesor, “conquistó” territorios para la causa de la modernidad. Con este autócrata de origen provinciano se desencadenó una oleada urbanizadora que se prolongó a lo largo del siglo XX y que incluso puede rastrearse en la actualidad.

      Pero las olas de expansión dirigidas desde las esferas de las decisiones políticas fueron acompañadas de otros fenómenos. Desde la década de 1940 Lima recibió contingentes humanos que procedían del interior del país. Eran migrantes de origen andino que huían de un mundo devastado por la pobreza, el centralismo y los latifundios. Junto a los desplazados por las reformas urbanas, estos ciudadanos generaron su particular apropiación del espacio. Locaciones donde antes era inimaginable la residencia fueron ocupadas progresivamente: tierras eriazas, colinas, cerros y arenales. Se articuló así un país no oficial, al margen de las estadísticas y de los sueños arcádicos de los grupos dominantes y de la mesocracia criolla. Al cabo de unos años, la capital fue conquistada por los hijos de esos pioneros, quienes crearon una cultura sincrética que reflejaba su interacción con el medio.

      Como parte de esta corriente de transformaciones que se inició en el siglo XIX y se extiende hasta nuestro tiempo, es apreciable otro hecho. En el proceso de cambio las fisonomías urbanas, dependientes tanto de las decisiones verticales como de las catástrofes naturales, engendran un imaginario, es decir, una construcción o relato de dominio colectivo. A medida que las ciudades se hacen más complejas, también estas redes de significaciones incrementan su densidad simbólica. De acuerdo con estas premisas, el habitante de la urbe no solo vive en un espacio geográfico real: lo hace, además, en un territorio imaginado y forma parte de una comunidad imaginada, que se erigen a partir de la posición concreta del individuo y de sus vinculaciones con el resto de la totalidad.1 La ciudad deviene entonces una práctica, es decir, una serie de “actuaciones” mediante las cuales el sujeto se afianza en el mundo apropiándose del espacio por medio de un conjunto de tácticas,2 de manera que le otorga sentido al universo que lo rodea y dentro del cual su propia existencia se organiza.

      Sin embargo, esas interpretaciones o apropiaciones del espacio nunca son las mismas para el conjunto de los ciudadanos, lo que implica un límite a la naturaleza social del fenómeno. Así, las prácticas en torno de la ciudad son diferentes y están supeditadas a las experiencias o intereses de los habitantes. Quizá ese aspecto es visible sobre todo en el ámbito de la creación artística, ya que este revela tanto un saber como un hacer respecto del espacio. En el caso de la literatura, esa sensibilidad ya es manifiesta en poetas como Baudelaire o Rimbaud. Las nacientes metrópolis, como París, Londres o Nueva York, contribuyeron a la formación de un nuevo tipo de residente, anónimo e impersonal, que se pierde en el tráfago de la multitud y en las subsecuentes crisis de identidad.3

      La narrativa peruana de mediados del siglo XX se enfrentó a su debido tiempo a los mismos dilemas de la modernidad europea y norteamericana. Un grupo de escritores pertenecientes a la denominada Generación del 504 hizo de la ciudad el centro privilegiado de las reelaboraciones ficcionales y pretendió afirmar los cimientos de un neorrealismo en el que una metrópoli emergente como Lima fungía de marco espacial y de elemento catalizador.5 Se cultivaron, simultáneamente, otras vetas, como la fantástica o la experimental, pero estas no determinaron el nacimiento de una tradición, como sí ocurrió con un neorrealismo urbano.6 Escritores como Julio Ramón Ribeyro, Sebastián Salazar Bondy, Enrique Congrains y Carlos Eduardo Zavaleta, a quienes más tarde se sumaron Luis Loayza, Oswaldo Reynoso y Mario Vargas Llosa7 e incluso Alfredo Bryce Echenique, aprovecharon las posibilidades de un entorno que ya había perdido el halo romántico o de prosapia colonial que echaba raíces en la mitificación de un pasado, fruto de la visión de escritores como Ricardo Palma.8 Cada uno de ellos desarrolló un proyecto narrativo conectado con la urbe histórica, afectada por los cambios y sede de nuevas prácticas sociales y culturales. Dicho de otro modo, los cuentistas urbanos de mediados del siglo pasado, usuarios y habitantes de la ciudad, sometidos a las nuevas condiciones de la modernidad, construyeron un espacio imaginario que se erigió como correlato del otro, es decir, del real, determinado por la irrupción de nuevos usos o costumbres en la vida diaria. Sin duda, el tratamiento del espacio es el más relevante entre otras marcas ficcionales, por cuanto implica no solo la existencia de un entorno físico o geográfico en el que se encuadran ciertas acciones y se desplazan los sujetos, sino además la posición particular que ocupan estos últimos frente a un universo exterior o macrocósmico (la ciudad y su violento proceso de expansión), y otro de carácter microcósmico (el barrio tradicional, la calle, el parque, la casa, etcétera), y cómo se perciben o imaginan a sí mismos en esos universos.

      La construcción de este espacio imaginario, por otra parte, se articula sobre la base de ciertos elementos recurrentes, entre los cuales habría que subrayar el modo en que la urbe es percibida por los narradores y personajes de estos textos, principalmente pertenecientes a la clase media limeña. Esta coincidencia no se limita al modo de representación de la ciudad, sino que incluye también la relación de los sujetos ficcionales con el espacio por ella configurado, es decir, tiene que ver con cómo construyen sus identidades individuales y grupales por medio de la apropiación o cesión de ese espacio. Tal coincidencia, como es lógico suponer, responde a los profundos cambios surgidos en el período histórico referido —sean estos sociales, económicos, geográficos e incluso demográficos—, que tienden a disolver las fronteras sociales del mundo de la urbe.9 Este fenómeno, por ejemplo, encuentra su correlato en ciertos patrones de conducta de los personajes: poco a poco estos adoptan una serie de tácticas de apropiación o cesión de espacios públicos como parques, plazas, calles, playas e inclusive bares, con los cuales reafirman sus vínculos de clase, género, edad u ocupación creando itinerarios, escalas y mapas simbólicos que reflejan la búsqueda por hacer habitable de un nuevo modo la ciudad.

      Puede constatarse, entonces, que el cambio físico de la urbe moderna origina una resemantización del espacio tanto público como privado. En los textos que nos interesan este proceso es ficcionalizado por medio de un conjunto de situaciones narrativas en las que determinados sujetos se ven en la necesidad de redefinir sus identidades ante el modelo hegemónico que la sociedad les impone: frente al riesgo inminente de la exclusión o desadaptación que produce el desplazamiento de las fronteras sociales y físicas de la ciudad, el sujeto es impelido a hacerse parte del cambio, esto es, a incorporar en su vida diaria prácticas, hábitos y usos espaciales que le permitan establecer un nuevo vínculo social con el mundo que lo rodea. Se trata, por lo tanto, de narrativas que describen bajo la forma de la metáfora espacial la transformación subjetiva que sufren sus personajes, lo que, a su vez, involucra una serie de etapas sucesivas que denotan no únicamente la pérdida progresiva de los espacios de la memoria, sino también el desencuentro con los nuevos modos de apropiación del espacio, de habitar la ciudad.