• El contenido convencional o secundario
... lo percibimos al comprobar que una figura masculina con un cuchillo representa a San Bartolomé (...) que un grupo de figuras humanas sentadas a una mesa, en una disposición determinada y en unas actitudes concretas, representan la Última Cena, o que dos figuras luchando de una forma determinada, representan el Combate del Vicio y la Virtud. Al hacerlo así, relacionamos los motivos artísticos y las combinaciones de motivos artísticos (composiciones) con temas o conceptos. Los motivos, reconocidos como portadores de un significado secundario o convencional, pueden ser llamados imágenes, y las combinaciones de imágenes son lo que los antiguos teóricos del arte llamaron invenzioni; nosotros estamos acostumbrados a llamarlos historias y alegorías. La identificación de tales imágenes, historias y alegorías constituye el campo de la iconografía, en sentido estricto (...). Es evidente que un análisis iconográfico correcto en el sentido más estricto presupone una identificación de los motivos. Si el cuchillo que nos permite identificar a San Bartolomé no es un cuchillo sino un sacacorchos, la figura no es un San Bartolomé (Panofsky, 1972: 16-17).
• El significado intrínseco o contenido
... lo percibimos indagando aquellos supuestos que revelan la actitud básica de una nación, un período, una clase, una creencia religiosa o filosófica. (...) Apenas hace falta decir que esos principios son manifestados y, por tanto, esclarecidos a la vez por los “métodos compositivos” y por la “significación iconográfica”. (...) Concibiendo así las formas puras, los motivos, las imágenes, las historias y las alegorías como manifestaciones de principios fundamentales, interpretamos todos esos elementos como lo que Ernst Cassirer llamó valores simbólicos (Panofsky, 1972: 17-18).
Dejando de lado la terminología usada por Panofsky, que proviene de la historia del arte y que resulta un tanto anticuada en estos momentos, es evidente que el “contenido temático natural o primario” se identifica con nuestro nivel icónico del signo visual, que es el que nos permite reconocer las formas de los objetos. El “contenido secundario o convencional” corresponde, lo mismo que en Panofsky, al nivel iconográfico de la imagen.
Por el nivel iconográfico ingresan al texto fílmico los códigos que Ch. Metz (1971: II, X) llama no específicamente cinematográficos. Encontramos aquí códigos como el del relato, el de los gestos, el de la vestimenta, el de los colores, el código del comportamiento espontáneo, los códigos incluidos en eso que se llama vagamente “la realidad”, pues “eso que se llama la realidad no es otra cosa que un conjunto de códigos. El conjunto de códigos sin los cuales esa realidad no sería ni accesible ni inteligible” (Metz, 1971: 78). Todos esos códigos que “nos hablan” la realidad se instalan en el nivel iconográfico del texto fílmico. En rigor, el nivel iconográfico es el que concita la atención del “gran público”; en el nivel icónico solamente se detiene el especialista, el cinéfilo, el crítico de cine y pocos más. Y sin embargo, como señala Panofsky (1972: 17) la “lectura” correcta del nivel iconográfico presupone una identificación correcta de los motivos, es decir, de los objetos naturales, de los seres humanos, animales, plantas, cosas, instrumentos, hechos, actitudes que ofrece el nivel icónico. Toda “lectura” del nivel iconográfico pasa necesariamente por el nivel icónico del texto fílmico.
En tal sentido, el nivel icónico se convierte en significante del nivel iconográfico, que funciona entonces como su significado. Lo cual introduce en la reflexión semiótica el controvertido problema de la “cinematografización” de los códigos no cinematográficos. Ch. Metz lucha a brazo partido contra la teoría de la “cinematografización” con el argumento de que ningún código no cinematográfico que ingresa al texto fílmico cambia su naturaleza “no cinematográfica” por el hecho de incorporarse al texto fílmico. Y a demostrar esa tesis dedica interminables páginas de Langage et cinéma (1971). Sin embargo, aquí y allá, a lo largo de un recorrido laberíntico, el autor va reconociendo que en el texto fílmico, el contacto de unos códigos con otros introduce un cierto contagio “cinematográfico”, ya que el tratamiento cinematográfico de los códigos no cinematográficos, sin cambiar su naturaleza, los tiñe de cierto grado de “cinematograficidad” (V, 1). Y, lo que es más contundente, bajo el principio de que “la forma hubiera sido diferente de haber sido inscrita en otra materia” (X, 3), resulta claro que la forma de cualquier código —el gesto, por ejemplo— adquiere un aspecto, un matiz diferente al inscribirse en un código icónico o en un código verbal. Es decir, un gesto “visto”, una pelea “vista”, no producen exactamente, los mismos efectos de sentido que un gesto o una pelea “leídos”, aunque en ambos casos mantengan su autonomía como códigos. Y la razón de ese contagio reside en el hecho, ya señalado, de que tales códigos constituyen el plano del contenido de otros códigos que son específicamente cinematográficos, que los invisten de ciertos rasgos específicos, como por ejemplo la iconicidad. Y es en ese sentido en el que se puede seguir hablando de “cinematografización”.
El fundamento más profundo de los efectos de “cinematografización” reside, no obstante, en el postulado del isomorfismo (Hjelmslev), según el cual los dos planos de un “lenguaje” son heterogéneos pero isomorfos entre sí: por un lado, sus materias son heterogéneas; por otro, sus formas pueden superponerse, es decir, se rigen por la misma lógica. La secuencia de los grados de iconicidad, por ejemplo, ha de ser isomorfa con la secuencia de los grados de la emoción.
El isomorfismo no está dado de antemano, sino que se construye a cada instante por la “función semiótica”, es decir, por la reunión de los dos planos del “lenguaje” por medio del “cuerpo propio” (propioceptividad). Y así, un conjunto de elementos que puede entrar en relación con muchos otros conjuntos cambiará, aunque sea ligeramente, de forma a cada nueva asociación. Con cada aproximación surgirá un nuevo isomorfismo. En consecuencia, los grados de iconicidad no serán los mismos cuando expresen una “figura” del mundo, un concepto o una emoción. Y a la inversa, una “figura” del mundo, un concepto o una emoción no serán los mismos cuando sean expresados por códigos con diferentes grados de iconicidad. La iconicidad cinematográfica, que incluye el movimiento y el tiempo, produce un alto grado de “cinematografización”.
El inventario de los códigos que se incorporan al texto fílmico a través del nivel iconográfico es un inventario abierto, pues los códigos de la “realidad” y los códigos de la cultura son innumerables.
5. CÓDIGOS DEL SONIDO
El sonido es un elemento fundamental del texto fílmico a partir de los años treinta. Por el sonido ingresan al texto fílmico nuevos códigos que ostentan una autonomía indiscutible, como son los de la lengua y los de la música, principalmente. Los códigos de los llamados “ruidos” son más difíciles de precisar, aunque no por ello menos importantes. Todos ellos, juntos o por separado, se asocian a los códigos de la imagen para producir ese complejo inextricable que constituye el texto fílmico en su totalidad. Al igual que los códigos de la imagen, son códigos del plano de la expresión, distintos de aquellos códigos que, por relación con ellos, pertenecen al plano del contenido, como ya lo hemos señalado en páginas anteriores.
El código de la lengua es suficientemente conocido como para que nos detengamos en su descripción. Sin embargo, su presencia en el texto fílmico demanda algunas observaciones, que anotaremos a continuación.
Las lenguas naturales pueden intervenir en el texto fílmico de múltiples maneras: la más frecuente y cuasi “natural” es la forma dialogada. Por medio de un desembrague enunciativo, el enunciador pone en escena personajes que toman la palabra para dirigirse a otros personajes, los cuales, a su vez,