Mientras la falsa prudencia duró, algunos sectores de elite creyeron encontrar una televisión a su medida y salvo las protestas por los excesos de Daniel Muñoz de Baratta (el kitsch se lo toleraban; la procacidad y la obscenidad, jamás) y por las sesiones de rock’n’ roll (rencilla generacional pero no clasista), la desilusión al enterarse de que la televisión era para todos no los apartó de la pantalla. Se alejaron, sí, algunos intelectuales que habían creído que sus emisiones cultivadas —conversaciones con expertos, reminiscencias de la ciudad, teleteatros con textos de estirpe o, experimentaciones varias— estaban por encima del rating. El mismo desengaño que sufrieron en Estados Unidos. Los Paddy Chayefsky, Sidney Lumet o Delbert Mann, autores de la denominada edad de oro del drama televisivo fugados en los sesenta hacia el cine, lo sufrieron aquí Emilio Herman, Sebastián Salazar Bondy, César Miró y otros enrolados en el primer canal 9 que quebró, en parte, por su vena experimental.
Si algunos se desengañaban, otros se enganchaban: Alfonso Tealdo, periodista de categoría, ingresó al 13 y su entusiasmo con el debate y la entrevista televisiva duró bastante; Pablo de Madalengoitia encontró que el culturalismo, al menos como coartada o telón de fondo, era un ingrediente que la televisión pedía a gritos en sus años de tanteo; la Backus y Johnston tuvo que prestarse prestigio teatral para sus primeras producciones llamando a Ricardo Roca Rey y al elenco de la AAA, pero sus creativos Jorge “Cumpa” Donayre y Benjamín Cisneros sabían que sus argumentos tenían que ser pura idea original asequible a cualquier televidente. La International Petroleum Company (IPC), en el ojo de la tormenta nacionalista desatada en torno a la propiedad de los yacimientos de la Brea y Pariñas, intentó mejorar su imagen auspiciando en 1961 en canal 4 los reportajes de Tempus (el Perú de ayer y boy), producidos por Jorge Tovar, dirigidos por Chago García y presentados por Guillermo Lecca.35 La unidad móvil de América, y por extensión la “televisión entera”, se redimía de frivolidades y excesos al reportar en vivo las galerías del Museo de Arte o las catacumbas del convento de San Francisco. Filmes documentales completaban un paquete al que Cámara Pilsen (julio de 1962, canal 13), con auspiciador cervecero y autóctono, no tenía nada que envidiar. Animó Pablo de Madalengoitia y luego Elsiario Rueda Pinto, Mario Cavagnaro y Norma Belgrano. Las entrevistas se alternaron dinámicamente con los reportajes a temas y personajes y hasta hubo un segmento casi autoparódico, Las cosas de Cuchita, donde Cucha Salazar hablaba y reportaba con candor e impunidad. Pablo todavía pudo hacer un programa abiertamente culturalista —aunque efímero— en el refundado canal 5 y lo llamó La ciudad y el arte (junio de 1966). Eran 25 minutos sin tanda comercial, con el señor de la televisión repasando la agenda cultural y entrevistando a músicos, pintores, poetas y solemnes declamadores de poesía.
Para muchos entusiastas del “video” (eufemismo para la televisión de aquel entonces), en especial para los que animaban concursos y shows musicales, hubo desde los inicios un contacto valioso con el público de abajo. Las elites eran las que pagaban por ver pero el pueblo era el que ponía la emoción de auditorio en esos primeros años en que los espectadores parecían tan distantes y dispersos. El canal 13 mantuvo para programas de Pablo de Madalengoitia como Helene Curtis pregunta por 64 mil soles o Pablo y sus amigos la entrada libre del público (de hecho, buena parte de él, desprovisto de aparatos), tal como se acostumbraba en la radio. Por eso el animador cuenta: “No sentí ninguna diferencia abismal al pasar de la radio a la televisión”.36
Entonces, ¿tuvimos y tenemos una televisión populista? Digamos que se trata de una televisión plural y popular que, en muchos casos, se ha dirigido muy intencionadamente a los estratos pobres adquiriendo un marcado tinte populista. Sobre él podemos hacer el mismo comentario que hacen varios sociólogos y comunicadores brasileños37 sobre su imparable boom televisivo. Que en un mercado interno segmentado y reducido como el nuestro, con masas pauperizadas que, por lo tanto, tienen escasa capacidad de consumo, con estrategias de publicidad y de márketing que apelan principalmente a la solvencia de los estratos altos la televisión es populista más allá de lo mercantilmente necesario. Además, la política electoral, que no hace distingos sociales más allá de los 21 y luego 18 años, a partir de los cuales todos votan por igual, la empuja a ello. La ingente inversión publicitaria destinada a ella sería “pagada” por las elites y, secundariamente, por las masas. Las mayorías pagan poco de lo que se anuncia.
¿Por qué, entonces, ese constante afán de llegar hacia abajo? Las respuestas deberán trascender el cálculo mercantil y aludir a la naturaleza integradora de los medios de comunicación, a su vocación por servir de canal de infinitos mensajes; pero hay que insistir en el cálculo político. Los medios, en países subdesarrollados como el nuestro, suelen hacer un gran servicio a los gobiernos: colaborar a través de la comunicación en la integración y el desarrollo, tres conceptos inseparables en todas las teorías desarrollistas que entran en boga en los sesenta. La estabilidad del Ejecutivo será la estabilidad del medio; una televisión que entretenga a todos encontrará siempre un clima respirable. La “seguridad nacional”, el pretexto de legitimación de tantas dictaduras sudamericanas de los setenta reciclada por el gobierno de Fujimori en los noventa, demandó también la colaboración de los medios. Curiosamente, en el Perú, cuando tras los años de tanteo la televisión inició una carrera ascendente, el gobierno golpista de 1968 no intentó ninguna alianza con ella; por el contrario, la estatizó y frenó su impulso vital. El populismo por iniciativa privada se convirtió en inocuo dirigismo estatal. Pero esa ya es otra historia, volvamos sobre los primeros pasos.
El video y la pureza original
Si en un comienzo la televisión fue un simple encuentro del emisor y sus receptores, con un mensaje vivo, espontáneo, de producción y consumo simultáneos, sin respuesta mensurable; con el tiempo mil mediaciones se interpondrán en ese acto de comunicación. La inocencia de los orígenes se alterará pronto con los surveys de audiencia que acicatean la competencia feroz, la unidad móvil que llega a la casa del receptor, el playback que distorsiona las presentaciones en vivo y, una invención revolucionaria, el video-tape que permite a la televisión alimentarse de sí misma.
La programación horizontal nació prácticamente con nuestra televisión, que desde un inicio alivió la ingente presión de su producción en vivo comprando series y material fílmico. Así se introdujo una serialidad que, seguida a diario por el círculo familiar, terminó por adquirir el carácter ritual que despierta toda televisión de masas. Variaban las historias pero no los personajes, ni el horario, ni la presentación a cargo de los anunciantes. Las series extranjeras dieron la pauta, luego fue la producción local de novelas y comedias, de noticias y transmisiones deportivas, las que se destinaron a un consumo en buena parte ritualizado, que celebraba día tras día las leyes supremas del folletín en las novelas que realizaba el clan Ureta-Travesí en el 13 o las que urdía la española Carola Yonmar en el 4, o que marcaba los precisos límites a la moral de la clase media en La casa de los Penacho, sketch cómico diario protagonizado por Pantuflas y escrito por Pedrín Chispa en el 13. Un primer y elocuente indicio, esta ritualidad, de que la televisión no sólo se consume por lo que unitaria y espontáneamente transmite sino por su pulsión serial y repetitiva.
Las innovaciones tecnológicas introdujeron nuevas mediaciones. La unidad móvil que llegó al canal 4 en julio de 1959, tras pasearse por todo monumento y recinto público de cierta envergadura, alcanzó en agosto de 1960 un ideal televisivo: En La familia 6, concurso animado por Kiko Ledgard, la transmisión se efectuaba desde un hogar limeño convirtiendo a una tribu de espectadores en una pulcra y presentable familia de la televisión que nos mostraba sus realizaciones y nos contaba sus aspiraciones (véase, en este capítulo, el acápite “Kiko y sus negocios”). Este insólito rapport del medio y su audiencia, que tres décadas después inspiró el argumento del filme Todos