Introducción
Una coyuntura como la actual, en donde la violencia de género y la intrafamiliar alcanzan cifras estremecedoras en el Perú y otros países de la región —situación que ha despertado un singular activismo y compromiso ciudadano—, ofrece una oportunidad para reflexionar, en términos históricos, acerca de esta problemática.
En efecto, la violencia de género constituye un grave problema que atraviesa y afecta a la sociedad en su conjunto. Un reporte reciente propalado por las Naciones Unidas (2015) reitera en gran parte la información que hace algunos años publicó la Organización Panamericana de la Salud (OPS) (2012). En esta se indicaba que, en los doce países americanos que fueron materia de encuestas, la violencia contra la mujer infligida por su pareja estaba generalizada y comprendía diversos actos que iban desde aquellos que podrían ser considerados como moderados y ocasionales, hasta situaciones prolongadas y crónicas de maltrato, tanto físico como emocional. Entre muchas variables, se observó que la violencia ejercida por el esposo o compañero era significativamente mayor en las áreas urbanas en comparación con las rurales, y entre quienes provenían de los sectores más deprimidos en términos económicos y de instrucción, aunque en este último caso las diferencias de prevalencia según las características socioeconómicas de las mujeres no siempre eran grandes o significativas.
Es reveladora la presencia del Perú en el informe de la OPS, donde ocupa el tercer lugar en el porcentaje de mujeres que declaraban haber experimentado alguna vez violencia física o sexual por parte de sus parejas, con el 39,5 %. La diferencia que lo separa del segundo país, Colombia, que presentó una cifra porcentual del 39,7 %, es estadística. La pormenorización de los datos peruanos se obtuvo de la Encuesta Demográfica y de Salud Familiar 2007-2008 efectuada en el país (Instituto Nacional de Estadística e Informática, INEI, 2009)1, que, en tal sentido, informó sobre situaciones de control, expresiones humillantes y amenazas ejercidas por el esposo o compañero sobre ellas, así como sobre situaciones de maltrato físico que no excluyen la posibilidad de violencia sexual, entre otras consideraciones.
Llaman la atención dos cuestiones cruciales. En primer lugar, la violencia contra la mujer presenta un carácter histórico que, específicamente, se reconoce al afirmarse que, como práctica tolerada y legitimada, se inserta en la cotidianidad de la interacción intrafamiliar, “perpetuándose a través de generaciones” (INEI, 2009, p. 265), pues los hijos que presenciaron tales hechos tendían a reproducir en la adultez lo que experimentaron en su infancia. La segunda cuestión es que la encuesta del INEI menciona la existencia de prácticas de violencia física hacia el varón por parte de su esposa o compañera, aunque el porcentaje de mujeres que maltrató a su pareja sea cuantiosamente menor respecto de la situación inversa. Este hecho, tal vez, explique los pocos párrafos que el documento dedicó a esta problemática y que, extrañamente, se encuentran en el capítulo 13, que trata sobre la violencia contra las mujeres, pues “la violencia física al varón por la esposa o compañera es un hecho social reciente” (INEI, 2009, p. 275)2.
Señalados estos asertos, la impresión generalizada que se obtiene es la de una familia en crisis, la cual es exacerbada por los medios de comunicación que han contribuido a presentar la violencia contra la mujer como un fenómeno relativamente reciente. Esto genera la falaz sensación de que en el pasado, si no hubiera primado la armonía en las familias, la disfuncionalidad de las mismas, expresada en un conjunto de variables entre las que no es posible excluir la violencia conyugal, habría sido menor, además de haberse encontrado oculta. Asimismo, la violencia contra el hombre por parte de su pareja, o no habría existido en tiempos pretéritos, dada la incuestionable autoridad del varón en el orden patriarcal tradicional, o habría sido excepcional; se trataría, parafraseando la encuesta del INEI, de “un hecho social reciente”.
En realidad, la intensificación de los procesos comunicativos y el consiguiente incremento de los contactos sociales espaciales y temporales que acompañan al actual proceso de globalización y su desarrollo tecnológico, así como las fronteras cada vez más tenues que separan lo público de lo privado y la “crisis global de sentido” que ha generado una paulatina fragmentación de las comunidades en torno a múltiples identidades inestables según afinidades (de género, por ejemplo) (Vidal Jiménez, 1999, pp. 25-26), entre otras consideraciones, han hecho posible visibilizar en el presente conflictos como la violencia conyugal. Sin duda, son materia de preocupación, pero, asimismo, desde las ciencias sociales y, particularmente, desde la historia, han obligado a preguntarse si este fenómeno y problema, en apariencia contemporáneo, se presentó en el pasado. Esto implica interrogarse sobre cuestiones básicas de tiempo y lugar, de regularidad y de cambio, de especificidad y de generalidad, así como sobre el matrimonio, la familia, la legislación, el patriarcado, el honor, las relaciones de género, el rol de la Iglesia, las representaciones y los imaginarios, entre tantas otras cuestiones no menos trascendentes que no pueden obviarse.
No es extraño que la historia se interese actualmente por estos asuntos, puesto que el entorno globalizador articulado al paradigma de la complejidad, del cual participan diversos saberes científicos, ha arrastrado a una porción significativa de la historiografía contemporánea, parcela múltiple que se mueve, como la ciencia, entre el principio de la indeterminación y la complejidad estructural (Núñez Pérez, 1995, p. 166)3. En este contexto, ha conseguido que los logros aún limitados que la historia académica había alcanzado en materia de acercamiento a la multitud, a la gente anónima, se explayen hacia territorios, si no ignotos, por lo menos escasamente desarrollados. La “mayoría” no será vista como parte de una masa informe, sino como un conjunto de individuos que no deben perderse en el anonimato de los procesos históricos, en busca de la recuperación del sujeto en el terreno de lo social. De esta forma, los cimientos que anticiparon hace cerca de cuarenta años algunos historiadores en estos tópicos4 terminaron expandiéndose y fortaleciéndose al añadirles nuevas posibilidades de análisis, a la vez que vertientes como la microhistoria, la historia cultural y la historia de género contribuían a pergeñar aún más la perspectiva de una historia “desde abajo”, que intentaba dar voz a los excluidos. Estos estudios nutrieron y otorgaron carta de presentación a la llamada historia de la familia que, desde 1976, contó con una revista ad hoc, The Journal of the Family History.
La historiografía latinoamericana y latinoamericanista no fue ajena a este desarrollo y, por lo menos desde la década de 1970, es posible encontrar un progresivo volumen de ensayos sobre la temática familiar, generalmente en ediciones especiales dedicadas a la familia colonial iberoamericana. En estos estudios, se observa que el campo de atención e interés se fue desplazando desde los iniciales parámetros demográficos hacia otros más propiamente socioculturales y ligados a las mentalidades, con énfasis en los comportamientos y actitudes, y en el impacto que sobre la gente ejercieron las instituciones e ideologías como el patriarcado, que ha sido un tópico vertebrador en las exploraciones relativas a las relaciones de género dentro de la familia. Del mismo modo, se ha podido notar que la utilización de fuentes similares por parte de los historiadores, tal es el caso de los litigios judiciales ventilados tanto en los juzgados civiles como en los eclesiásticos, constituye otra de las raras continuidades de la historia de la familia en América Latina. Este hecho permitió, por otra parte, indagar sobre la aplicación y funcionamiento del orden patriarcal, los equilibrios de género, las esferas pública y privada, el honor de las élites