Según Kant, resulta imposible determinar empíricamente un solo caso en que la máxima de la acción, que puede percibirse como imperada por la razón práctica, “haya tenido su asiento exclusivamente en fundamentos morales y en la representación del deber”. Ni siquiera el propio agente podrá, por medio del examen más prolijo, llegar a establecer los últimos resortes que impulsaron la acción: “Porque cuando se trata de valor moral no importan las acciones, que se ven, sino aquellos íntimos principios de las mismas, que no se ven” (FMC, p. 88; Ak IV, núm. 407). Tal convicción aumenta con la edad, la cual, al proporcionar un juicio afinado por la experiencia, no puede sino dudar acerca de si, en la práctica, existe algo bueno en el mundo. Sin embargo, el escepticismo no mella la seguridad de que hay acciones que solo la razón manda y, en este sentido, “no importa que no haya habido nunca acciones emanadas de esas puras fuentes que no se trata aquí de si sucede esto o aquello, sino que la razón, por sí misma e independientemente de todo fenómeno, ordena lo que debe suceder” (FMC, p. 89; Ak IV, núms. 407-408).
Las leyes dictadas por la razón pura práctica, vigentes “para todos los seres racionales en general”, son apodícticas y no se infieren de la experiencia. Lo empírico es contingente y no universal; por lo tanto, una ética donde sean los hechos y no lo apriórico la base de las normas de conducta, tendrá que desembocar en un relativismo moral. También han de rechazarse, como paradigmas de conducta, los modelos o ejemplos que, desde la experiencia, reclaman imitación: “El peor servicio que puede hacerse a la moralidad es quererla deducir de ciertos ejemplos”. No debe haber, por consiguiente, ningún sometimiento a una voluntad ajena, ni ninguna obediencia al líder caudillista o al que, por su conducta, es proclamado “santo”. El ejemplar, el original verdadero de la ética kantiana reside en la razón; es una idea que esta bosqueja a priori de la perfección moral y que la vincula a una voluntad esencialmente libre (FMC, pp. 89-90; Ak IV, núms. 408-409). Todo acatamiento a la heteronomía es, por consiguiente, radicalmente inmoral.
Puesto que la humanidad se encuentra en un proceso de ilustración, si se propusiera una votación entre los partidarios de la filosofía práctica popular y los de la metafísica de las costumbres, sería fácil, según Kant, predecir su resultado. ¿Equivale el advenimiento a la meta ilustrada al logro, por un lado, de la identificación universal con la ética kantiana y, por otro, con la instauración definitiva del reino de los fines? ¿O se está hablando, en ambos casos, de ideas que nunca podrán verificarse empíricamente en la realidad? Kant reconoce que en la filosofía práctica popular se mezclan indiscriminadamente la perfección, la felicidad, el sentimiento moral y el amor a Dios, es decir, “un poquito de esto y otro poco de aquello”. Se está lejos, en ella, de encontrar principios a priori libres de todo lo empírico y de fundamentar la ética absolutamente en los conceptos de la razón. Para convertir dicha filosofía popular en una filosofía práctica pura –esto es, en una “metafísica de las costumbres”– se requiere cultivar ilustradamente la razón práctica vulgar mediante la petición de ayuda a la filosofía. Solo así, “en una crítica completa de la razón”, podrá hallar aquella la “paz y sosiego” con sus exigencias (FMC, pp. 85, 87; Ak IV, núms. 405-406).
Mientras en la metafísica de la naturaleza hay “leyes por las cuales todo sucede”, en la metafísica de las costumbres se dan “leyes por las cuales todo debe suceder”. En ambas metafísicas, “cuidadosamente purificadas de todo lo empírico”, ha de intervenir previamente la razón, pero la “urgente necesidad” de arribar, por fin, a una “filosofía moral pura” que esté “enteramente limpia de todo cuanto pueda ser empírico y perteneciente a la antropología”, hará posible que en el ámbito moral la razón humana, “aún en el más vulgar entendimiento”, pueda “ser fácilmente conducida a mayor exactitud y precisión que en la metafísica de la naturaleza” (FMC, pp. 62-63, 67; Ak IV, núms. 388-389, 391). Sin una metafísica de las costumbres no puede haber, para Kant, filosofía moral alguna, si bien él es consciente de su labor pionera al afirmar que “el camino que habremos de emprender es totalmente nuevo” (FMC, pp. 65-66; Ak IV, núm. 390).
La fundamentación equivale en Kant a “crítica de la razón pura” (FMC, p. 67; Ak IV, núm. 391); de ahí que el “principio supremo de la moralidad” solo podrá ser descubierto como “supremo” mediante un trabajo introspectivo de la razón llevado a cabo por la razón misma. Si se es fiel a la gnoseología kantiana, no parece que los principios morales puedan derivarse sin más de un mero análisis del ser racional y no, como sería lo lógico, del uso sintético de la razón (FMC, p. 137; Ak IV, núms. 444-445). Dichos principios prácticos se formulan en el modo verbal imperativo “para expresar la relación entre leyes objetivas del querer en general y la imperfección subjetiva de la voluntad de tal o cual ser racional, esto es, de la voluntad humana” (FMC, p. 97; Ak IV, núm. 414). Y de ello se deduce que la ecuación racionalidad = ser libre es una idea que, debido a la imperfección inherente a la voluntad humana, nunca podrá darse en la práctica.
Por lo tanto, como acompañamiento necesario de las tres formulaciones del imperativo categórico, ha de insertarse el factor de la coacción, el cual, como sucede con la voluntad en su dimensión “humana”, pone de manifiesto las carencias ontológicas del ser racional. Teóricamente, resulta inteligible que la razón puede determinar, “por sí sola”, a la voluntad, pero en la práctica, dado su imposible desprendimiento de las “condiciones subjetivas” a las que le someta la naturaleza irracional (esto es, las consecuencias de una naturaleza interpretada en sentido lato), la razón y la voluntad no coinciden. En palabras de Kant: “las acciones que objetivamente se consideran necesarias, subjetivamente resultan ser contingentes”, es decir, lo que la razón califica de “prácticamente necesario” (léase: “bueno”), al trasladarse al dominio de una voluntad que, “por su naturaleza”, no se acomoda dócilmente a sus exigencias, se torna en correlato de lo que el ser humano “es” y no de lo que el ser humano “debería ser”. El esfuerzo por unir ambas polaridades (naturaleza racional y naturaleza corpórea), a sabiendas de que nunca se llegará a hacerlas coincidir exhaustivamente, se denomina “constreñimiento”, reflejo conceptual de una metodología ética, tan antigua como reincidente24, que describe “la relación de las leyes objetivas con una voluntad que no es totalmente buena” (FMC, pp. 96-97; Ak IV, núms. 96-97).
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