La condición heterónoma puede interpretarse desde dos frentes complementarios. Por un lado, está un universo exógeno que, desde luego, se rige necesariamente por normas de las que no puede evadirse la corporalidad humana. Y, por otro, la voluntad se ve coaccionada heterónomamente por “lo otro de sí”, esto es, por factores determinantes de la praxis que, formando parte de la subjetividad (apetencias, inclinaciones, ignorancia), impiden que la voluntad coincida con la razón práctica pura y, merced a este impedimento, la convierten en “voluntad humana”. La capacidad del ser humano para determinarse a obrar según leyes dadas por la propia razón lo constituye en un ser libre, de ahí que la libertad equivalga a la autonomía de la voluntad y que no sea demostrable por la razón teorética. Dicho de otro modo: la libertad se erige en condición de posibilidad de la moralidad o, lo que es lo mismo, en su razón de ser (ratio essendi), pero es la moralidad la señal inequívoca para conocer la libertad (su ratio cognoscendi).
Una voluntad “universalmente legisladora” es propia, en consecuencia, de los seres racionales. Así, pues, mientras en la naturaleza lato sensu cada cosa actúa según leyes (y podría hablarse en ella, antropomórficamente, de una “obediencia ciega”), “solo un ser racional posee la facultad de obrar por la representación de las leyes”, esto es, puede obrar guiándose por principios o, lo que es lo mismo, tiene “voluntad”. “Re-presentarse” la ley en la conciencia moral implica que entre a tallar la facultad introspectiva –también propiedad exclusiva de los seres racionales–, y encontrar en la razón pura práctica los imperativos de los que derivar las acciones. Este proceso exigirá un “raciocinio” jerarquizador que consistirá en pasar de las máximas a los imperativos hipotéticos y de estos al deber (silogismo práctico). Obviamente, el ser irracional, condicionado por su naturaleza a obrar según leyes de la naturaleza física, no podrá adecuar su comportamiento a esta metodología.
Aquí, sin embargo, sobreviene un problema para tener en cuenta. La voluntad puede identificarse con la razón práctica solamente si su actuación es autónoma. Expresado en cita kantiana:
Si la razón determina indefectiblemente la voluntad, entonces las acciones de este ser, que son conocidas como objetivamente necesarias, son también subjetivamente necesarias, es decir, que la voluntad es una facultad de no elegir nada más que lo que la razón, independientemente de la inclinación, conoce como prácticamente necesario, es decir, bueno. (Kant, 2012, pp. 91-93)
¿En qué ser, sin embargo, puede producirse la identidad entre subjetividad-objetividad? La respuesta es clara: solo en el que coincidiesen exhaustivamente, sin fisuras, razón y voluntad, esto es, en un ser cuya esencia fuese pura razón. El ser humano carece de esta “voluntad perfecta” o “santa”; le cabe solamente la intención de obrar adecuando su voluntad al deber que le impone la razón. Y como no hay, en él, coincidencia entre voluntad y razón, tiene que obrar siempre coaccionado por un imperativo constrictivo, atributo inexistente para un ser divino o perfecto.
No resulta difícil definir teóricamente la “buena voluntad”. En la práctica, sin embargo, la voluntad es el signo más elocuente de la finitud humana, el testimonio de la no conmensurabilidad entre razón práctica y querer. Kant sentencia:
Pero si la razón por sí sola no determina suficientemente la voluntad, si la voluntad se halla sometida también a condiciones subjetivas (ciertos impulsos) que no siempre coinciden con las objetivas; en una palabra, si la voluntad no es en sí plenamente conforme con la razón (como realmente sucede en los hombres), entonces las acciones conocidas objetivamente como necesarias se convierten en subjetivamente contingentes. (FMC, pp. 96-97; Ak IV, núms. 412-413)
Kant, sin embargo, elabora su ética formal como si el ser humano tuviese una voluntad identificada con la razón pura práctica. Esta metafísica de las costumbres ha de llevar la marca de su pureza originaria, de ahí que se halle “totalmente aislada y sin mezcla alguna de antropología, ni de teología, ni de física o hiperfísica, ni menos aun de cualidades ocultas –que pudiéramos llamar hipofísica–”. La “mezcla” comprende las “ajenas adiciones de atractivos empíricos” y los “resortes sacados de sentimientos e inclinaciones”, esto es, la suma de elementos diferenciadores que harían imposible que las leyes morales valiesen para todo ser humano en general. Sin el “indispensable substrato” de “la representación pura del deber” no habría “reglas universales de determinación”, lo cual equivale a afirmar que solo una ética metafísica puede asegurar que sus leyes sean universales y necesarias. Kant está convencido, además, de que su teoría metafísica de la moralidad dispone de un “influjo superior a todos los demás resortes sobre el corazón humano” (FMC, pp. 92-93, Ak IV, núms. 410-411; FMC, p. 95, Ak IV, núm. 412; FMC, p. 64, Ak IV, núm. 389).
La pugna entre el deber y las inclinaciones, la “fuerza contraria” ejercida entre ambas, se expresa en forma de una “dialéctica natural”. No hay ningún mandamiento que pueda anular las “impetuosas pretensiones” de la subjetividad, pretensiones que, satisfechas completamente, reciben el nombre de “felicidad”, pero la razón muestra “desprecio” y “desatención” hacia ellas (FMC, pp. 84-85; Ak IV, núm. 405). La máxima que ha de guiar la voluntad, al ser universalmente válida para todos los seres racionales, hace posible que la voluntad se considere a sí misma como “universalmente legisladora”. En efecto, la voluntad es pensada como una “facultad de determinarse uno a sí mismo a obrar conforme a la representación de ciertas leyes” (FMC, pp. 114-115; Ak IV, núm. 427). Puesta a elegir entre lo “agradable” y lo “bueno”, la voluntad solamente podrá cumplir la ley moral venciendo ese magma de instintos y pasiones que son propios de la naturaleza humana en tanto que corporeidad insertada en el mundo de las circunstancias, pero que se mezclan con la racionalidad. Ahora bien, como “el fundamento de la obligación no debe buscarse en la naturaleza [empírica] del hombre o en las circunstancias del universo en las que el hombre está puesto” (FMC, p. 64; Ak IV, núm. 389), el principio de autonomía, herencia también del influjo que sobre Kant ejerció Jean-Jacques Rousseau, consistirá en liberarse de las pasiones propias y, en cuanto principio autolegislado, también de la servidumbre de obedecer voluntades ajenas.
Es, sin duda, esta convicción –verdadero requisito, a la vez, para la ética social– la que está presente en la variable de la tercera formulación del imperativo categórico. En efecto, si todos los seres racionales poseen la facultad autolegisladora, han de dirigirla hacia “el mayor bien del mundo” (FMC, pp. 94-95; Ak IV, núm. 412), objetivo que solo podrá ser alcanzado en un “reino de los fines” donde el “amor práctico” tenga su sede en una voluntad libre de toda tendencia subjetiva (FMC, p. 78; Ak IV, núm. 399). La variable conduce, por consiguiente, “a un concepto relacionado con el imperativo categórico muy fructífero”: “el concepto ideal de un reino de los fines”. Este “reino” ha de interpretarse como una sociedad que, debido al “enlace sistemático de distintos seres racionales por leyes comunes”, remite a un futuro político en el que dichos seres, todos ellos auto-súbditos y auto-legisladores, alcancen en la práctica la igualdad que, como seres racionales universalmente legisladores, poseen ya en sí mismos (FMC, p. 123; Ak IV, núm. 433). Llegar a una sociedad así constituida implicará que sus miembros se sujeten