Tomemos nota de que si la ocurrencia cómica (o ridiculez involuntaria, o simplemente gag) es el grado cero del humor, y la sucesión de sonrisas y lágrimas expresa lo elemental del melodramatismo, el sentido de lo uno y lo otro se remontan a las percepciones más tempranas del niño que empieza a ver el mundo circundante. Al reírse por los gags vistos en la realidad, el infante proyecta el manejo aún inexperto del propio cuerpo en la torpeza, involuntaria o no, del adulto que “cambia” ante él su rol al “cometer” un gag, de modo equivalente a como la sonrisa y la lágrima de los padres lo pueden perturbar inmensamente. Sin pretender profundizar aquí en las diferencias antropológicas, y siguiendo la teoría sobre las fantasías infantiles de Melanie Klein,16 planteo hipotéticamente que la interpretación y representación mental de la percepción externa es homóloga en distintas áreas culturales cuando se trata de estímulos que mueven la afectividad básica, como ocurre con las imágenes en movimiento con comportamientos corporales “sobreactuados” de las primeras décadas como los mencionados, lo cual constituye una especie de común denominador transcultural.
En esa medida, puede explicarse la rápida diseminación del espectáculo cinematográfico. Después del lanzamiento exitoso del cinematógrafo por los hermanos Lumière le cupo a su compatriota Charles Pathé fundar la primera empresa productora y distribuidora transnacional, con sucursales abiertas rápidamente en ciudades europeas, extendiéndose a lugares remotos como Calcuta, Melbourne y Singapur desde 1906. Como señala Alberto Elena, el lema de su empresa Pathé Frères “a la conquista del mundo” (“à la conquête du monde”) ilustraba bien la supremacía francesa sobre los mercados internacionales de anteguerra.17 Las películas populacheras y granguiñolescas de Ferdinand Zecca de géneros diversos, y la comicidad de vodevil más sofisticada de Max Linder18 fueron los pilares del imperio Pathé, cuya magnitud la ilustran sus ingresos, que en 1912 provenían en un noventa por ciento de fuera de su territorio nacional. Esto comenzó a ceder ante el empuje norteamericano en el transcurso de la Primera Guerra Mundial. El avance del cine estadounidense se debió a sus ventajas comparativas industriales y a su capacidad de gestión de los mercados internacionales en lo económico, pero sobre todo a la invención de una gramática y una mirada mejor ajustadas a espectadores diversos (como lo eran los inmigrantes) en comparación con el “atraso” de los franceses, limitados –Burch dixit– por la indiferencia de las élites.19
Por un lado, desde la fundación de la Motion Pictures Patents Company (MPPC) las empresas norteamericanas reorganizaron la industria aprovechando su ventaja de poder amortizar sus costos sin necesidad de exportar, para luego competir en los mercados mundiales en base a precios bajos, atractivos para los exhibidores locales de otras regiones.20 Después de reemplazar Londres por Nueva York como cabecera de playa de la distribución, Hollywood logró saltar a Gran Bretaña y Alemania, aunque menos a los países mediterráneos, a Europa del este y a América Latina. En muy poco tiempo las exportaciones de Estados Unidos reemplazaron a las euro-peas en nuestro continente, al extremo de que la cinematografía italiana, que conoció un periodo de fuerte crecimiento basado en producciones de alto costo con fastuosas reconstrucciones históricas se descalabró con la penetración de las películas norteamericanas en América Latina, sobre todo en la Argentina. México, pese al fervor revolucionario que limitó la importación del cine norteamericano, terminó plegándose, junto con el resto de América Latina, a una americanización del gusto que alcanzó un ochenta por ciento de películas provenientes de Hollywood.21 Más allá de América Latina, este predominio se extendió a otros continentes. Además de Australia y Sudáfrica, cuyos públicos eran fácilmente accesibles por afinidades lingüísticas, el cine norteamericano llegó al Asia. Fuera de su fácil impacto en Filipinas debido a su estatuto de colonia norteamericana, llegó a China, Japón y la India, empezando desde 1910 a suplantar la oferta de Pathé, consolidándose pocos años después gracias al empuje de la Universal y de otras majors, al extremo de que mercados renuentes como el chino se rindieron, y en la India aún británica la película más popular de la década de los vein-te fue el ya mencionado The thief of Bagdad (El ladrón de Bagdad), de Raoul Walsh. El cine occidental se expandió en un lapso relativamente corto de las élites hacia los públicos urbanos masivos, demostrándose que carecer de educación occidental no era óbice para ser receptivo ni a la slapstick comedy ni a las escenas fuertes de acción. Sin embargo, durante el periodo silente lo común era que la proyección estuviese acompañada de música para darle anclaje emocional, e implícitamente hacer las imágenes más comprensibles, por lo cual, como bien señala Elena, nunca hubo un cine realmente silente. Además de cumplir funciones cognitivas y emotivas, la música sirvió de puente en países no occidentales entre tradiciones culturales locales anteriores e imágenes en movimiento foráneas, sobre todo a partir del periodo sonoro.22 La presencia de la música en los inicios del cine debe asociarse con la danza, y en general con el lugar ocupado por las artes escénicas en cada contexto cultural particular. Esto se hizo notar con el advenimiento del cine sonoro a fines de la década de 1920 (aunque en varios lugares entrada la de 1930), ocasionando una reversión cultural en algunos países, pues las nacientes industrias nacionales pudieron afianzarse en sus propias lenguas (y hablas), en sus acervos populares y en su música. Si no ha de asombrar el éxito en el mismo Estados Unidos de los musicals hollywoodenses, equivalentes fílmicos de los espectáculos de Broadway y de los filmes argentinos con profusión de tangos cantados por Gardel (rodados en los estudios de la Paramount), en sinnúmero de territorios, al contrario, el crecimiento de.
Capítulo 3
Marginalia
Ante la universalización del cine y su potencial de ensoñación, es preciso discutir acerca de la especificidad de los cines nacionales, con o sin entrecomillado, o en todo caso, del producido en las grandes áreas geoculturales del mundo. No obstante, estoy muy lejos de suponer que a una cinematografía particular pueda reconocérsele “esencias”, rasgos inmutables. No más que a la cultura de la que forma parte, y en todo caso menos, en la medida no solo de la brecha cerrada en la experiencia cinematográfica entre referente imaginario y realidad vivida, sino por el cosmopolitismo inherente a la historia de las imágenes en movimiento, puesto que estas, sus autores y sus negociantes, más el deseo mismo de verlas, no dejan de “viajar” mental y físicamente desde hace más de un siglo, acelerando los procesos de innovación e influencia intercultural.
Es innegable, sin embargo, que el conocimiento (y reconocimiento artístico) de las cinematografías de la periferia ha estado en función de la industria dominante, la norteamericana, que pretendía encarnar una discutible universalidad. Tanto la circulación comercial de las obras más notables del Extremo Oriente (digamos del Japón hasta hace unas tres décadas) como de la India, de América Latina, e incluso de Europa del Este, dependía ya sea de distribuidores independientes, de agencias estatales (como Sovexportfilm) o del interfaz cultural fortuito (como el del cine hindú en el Perú), de afinidades intrarregionales (las producciones mexicanas y argentinas en América Latina, las hindúes en el Egipto, las de Hong Kong en la cuenca del Pacífico), o bien del éxito en los grandes festivales internacionales europeos o en el Oscar para las más sofisticadas. Este dominio de las metrópolis, sobre todo el capital simbólico adquirido