Robert Bresson, Diario de un cura rural (1950).
Alexander Sokurov, El arca rusa (2002).
Alexander Sokurov, Madre e hijo (1996).
Satyajit Ray, Charulata (1964).
Segunda parte
Cines latinoamericanos. Entre el mimetismo y la originalidad
América Latina contribuyó a elaborar suspropios íconos a través de relaciones complejas y pendulares con las dos Romas, el Viejo Continente y el naciente Imperio planetario.
PAULO ANTONIO PARANAGUÁ
Más allá de la rigurosa geografía, no creo que Latinoamérica exista como concepto cinematográfico.
ARTURO RIPSTEIN
La singularidad que le hemos reconocido a las cinematografías de la India y el Japón en la parte anterior da testimonio en cada caso de una notable autonomía, cimentada menos sobre el relativo aislamiento de sus pueblos que sobre una historia cultural cuyo espesor le restó fuerza a la influencia artística de Occidente desde sus primeros contactos con esas civilizaciones. Vimos también que nunca fueron insensibles a las imágenes en movimiento de Europa y Estados Unidos, y que incluso las dos últimas dé cadas del siglo pasado recibieron mucho más influencia de Hollywood al calor de la mundialización de los mercados. Pese a ello, estas cinematografías, como otras “periféricas”, ni han perdido su perfil propio ni sus públicos han dejado de preferirlas, a diferencia de lo ocurrido en la larga historia del cine latinoamericano. En este capítulo me propongo situar someramente a las cinematografías de nuestro continente según el grado de diferenciación que han alcanzado frente a las más poderosas, en especial la estadounidense, así como reflexionar sobre la receptividad de los públicos. El lugar ocupado por la cinematografía nacional –si cabe el término, como veremos– en los imaginarios de los espectadores de los países más significativos resulta crucial por lo menos por tres razones. Primero, para evaluar cuánto hay de una expresión narrativa original que atraiga públicos numerosos y los haga reconocerse en ella. Segundo, esa indagación necesariamente nos lleva a una comparación a doble escala, la del Estadonación y la del continente: ¿hasta qué punto la producción y el consumo de nuestras películas singulariza a cada país y al conjunto de países –contrastando, por ejemplo, con la India, el Japón o la China– como un bloque geocultural frente al resto del mundo? O dicho de otro modo, ¿existe verdaderamente un cine latinoamericano en tanto producción sostenida, al mismo tiempo que como parte del habitus cultural de extensas audiencias, o bien somos un apéndice del cine hegemónico con ciertas particularidades geolingüísticas? Más allá de las retóricas oficiales, la existencia o no de una “identidad” latinoamericana es un asunto político de cara al futuro.
El legado de historias culturales comunes y articuladas se hace progresivamente más claro a medida que percibimos nuestras diferencias frente a otros bloques geoculturales, pese a estar lejos de constituir una unidad, y sin que esto sea forzosamente lo deseable, lo cual nos lleva a la tercera razón. Las imágenes en movimiento han estado y están estrechamente asociadas a la modernidad y a la integración nacional por haber sido la base generadora del público urbano, el actor cultural por excelencia del siglo XX. Estas imágenes presentan en la pantalla relatos que convocan los deseos y temores característicos de extensas colectividades, a su vez fundadores de arquetipos y estilos narrativos que a lo largo del tiempo se tornan emblemáticos y se depositan en una memoria común. El creador de relatos y su posterior consumidor desencadenan un círculo virtuoso de mutuas influencias, que llevan a la construcción de un cine nacional. El uno toma parte de la mirada del otro y viceversa, en un juego de espejos que paulatinamente se va asentando y generando una sensibilidad fílmica propia de las sociedades modernas, ya que se propala rápidamente y en versiones idénticas (las copias proyectadas, a diferencia del relato oral tradicional) en territorios y poblaciones desconectados antes de la era industrial.
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