A partir de Pickpocket (El carterista, 1959), inspirada, más que adaptada libremente de Crimen y castigo de Fedor Dostoievski, su obra alcanza un grado mayor de depuración formal. Michel es un joven carterista dedicado obsesivamente a la técnica y a la disciplina del uso de las manos para robar billeteras. Pese a haber sido detenido y liberado, y sin prestar atención a la enfermedad mortal de su madre y a la preocupación de Jeanne, la única persona que lo quiere, persiste en su oficio, afirmando sus sentimientos nietzcheanos de superioridad. La preparación minuciosa del robo, los ruidos mínimos del momento en que ocurre, las manos que extraen, los brazos que se extienden, las miradas inocentes, el paso desenvuelto del carterista alejándose con disimulo de su presa son los referentes de una estrategia de montaje de fragmentos para observar lo no visto y prestar oídos a lo subrepticio, como si detrás de las tramas de héroes y bandidos hubiese un subtexto opaco de vida interior. Para Bresson lo sórdido del carterista no consiste en sus robos como tales, sino en la soledad que lo envuelve, de la que nace una entrega casi ascética al delito, en que los billetes reemplazan a los sentimientos y la omnipotencia a la moral. Michel termina entre rejas, y desde ahí tiene –como Raskolnikov– la oportunidad de arrepentirse al descubrir su amor por Jeanne cuando esta lo visita. Por el lugar que asigna al cristianismo, el cine de Bresson se aleja de las narraciones occidentales más convencionales. Y no se trata de tramas o “mensajes” religiosos. Es la radical humanización de las ocurrencias y de los personajes, precisamente exonerados del afán de seducir (o del glamour) artificioso de las puestas en escena pensadas en función del éxito. Tal como en El diario de un cura rural, en Pickpocket subsisten algunos elementos de cine “literario”, como los soliloquios, la escritura del diario y el recogimiento cristiano connotado por la música de Jean-Baptiste Lully, a diferencia de su última película, L’argent (El dinero, 1983).
Amparado por el reconocimiento de la crítica y del público pero inmune a la vanidad del gran espectáculo, Bresson adapta esta vez otro texto ruso, El billete falso, un cuento de Tolstói. Como en Pickpocket, Bresson se refiere a la mediación del dinero entre los hombres, pero aquí no se trata de su apropiación sino de su circulación como vehículo de difusión del mal. Dos adolescentes ricos inician una cadena de pagos con dinero falso que pronto culmina en la detención de un inocente estafado, Yvon Targe, modesto trabajador y padre de familia. Yvon es juzgado y absuelto por carecer de antecedentes, pero el germen del mal queda sembrado en él. Se integra a una banda de asaltantes para ser nuevamente atrapado y esta vez sí encarcelado. El universo de la prisión es de un intenso sufrimiento sin redención. Yvon no tiene a una Jeanne como Michel en Pickpocket; su esposa Elise lo abandona y lo deja sumido en la soledad absoluta en medio de la burla de los otros presos. Por un arrebato contenido de violencia en el refectorio es sometido a confinamiento, donde intenta suicidarse. Al cumplir su condena sale ya encaminado hacia el mal. Asesina a los administradores del hotelucho en el que pasa su primera noche de libertad. Encuentra a una mujer mayor que lo alberga generosamente en su casa. Ella y su padre, un pianista alcohólico, son muertos a hachazos. En un brevísimo desenlace, Yvon entra a un café y al ver a unos policías les confiesa su crimen y se entrega.
Tal como el cura de Ambricourt y Michel, Yvon es, para la observación de Bresson, víctima de un mundo trágico en que el egoísmo y el dinero, su emblema, están en alza ante el deterioro de la espiritualidad. El bien y el mal no existen separados, pues la furia del crimen se aloja inevitablemente en el alma de los desamparados. Hay una honda religiosidad en la mirada de Bresson; no apunta ni a la crítica social ni a maniqueísmos simplistas. La po-seen la compasión crística hacia los pecadores y la necesidad del perdón. Al ser L’argent su película más extrema y acabada, requiere de formas impecablemente simples, opuestas a la seducción del espectáculo. No es una película antidiegética pero sí definitivamente ascética. La cámara se dirige a tomar detalles usualmente inadvertidos (las togas de los jueces, el lavado de sangre de las manos, cuerpos caminando, fragmentados por el encuadre, el humilde frasco de licor escondido por el compañero de celda bajo la almohada tras el brindis casi silencioso, pero lleno de afecto), personajes de gestos y réplicas frías, inánimes, ahí donde podría haber dramatización intensa (la separación de los esposos, el careo policial de Yvon con sus estafadores, la crisis en la cárcel), provocando un cortocircuito en la retórica de la metáfora y la metonimia del relato cinematográfico. La economía de la importancia correlativa de las secuencias narrativas también se trastoca (la confesión y la entrega a la policía ya mencionadas). Los crímenes no se ven, pero se presenta indicios visuales de su comisión, para desnudar lo horroroso evitando la truculencia (el hacha ensangrentada empuñada por Yvon, su mano amenazante extendida ante el mozo del café, el perro lloroso ante los amos muertos). No hay música, salvo el corto fragmento de una Fantasía cromática de Bach tocada por el profesor alcohólico. Todo es manipulación y mezcla de fragmentos en la magistral banda sonora, desde pasos, motores encendidos, puertas abiertas y luego cerradas, hasta los billetes doblados al ser extraídos de cajas, cajeros automáticos y mesas de noche, cuya textura fina se escucha cuando dedos expertos los cuentan con elegancia. Por ello, Bresson fue puliendo su obra a contrapelo de los géneros más convencionales de Occidente, precisamente por ubicarse en una tradición cultural cristiana ajena a la matriz contemporánea del entretenimiento. Esta no puede ser entendida fuera de la secularización de las artes, del desencantamiento de un mundo en el que la experiencia estética se ha disociado de lo sagrado, que se desvanece o se refugia en la esfera íntima. Los géneros cinema-tográficos más exitosos ocupan un lugar central en ella; naturalizan la ilusión presentada en la pantalla, introducen al espectador dentro de la ficción, por supuesto, para brindarle placer. Bresson, en cambio, disociaría naturaleza e ilusión, y no por mostrar la realidad “tal cual es”, sino porque el entretenimiento (para él) banalizado y la contemplación espiritual se oponen. El arte de Bresson va muy atrás; se emparenta con el jansenismo,12 ese catolicismo rigorista concebido por el teólogo holandés Jansenius en el siglo XVII, que predicaba que se debía “renunciar al mundo” para evitar la omnipresencia del pecado. Así lo teorizó el filósofo Pascal y lo expresaron plumas célebres como las de Racine y Madame de La Fayette.
¿Es anacrónico el arte de Bresson? De ninguna manera. Aparte de haber sido concebido y producido a lo largo de un periodo de intensos debates sobre la vocación del cine que llegan hasta el día de hoy, sus películas siguen siendo vistas, admiradas y comentadas en un nuevo siglo en el que motivan a los cineastas a asumir la dimensión moral de su oficio.
La obra de Alexander Sokurov es también heterodoxa y arraigada en la sensibilidad occidental, aunque muy alejada de las concepciones de Bresson. Sokurov empezó a dirigir durante la regresión staliniana de los últimos años de Leonid Breshnev, y en virtual clandestinidad, como su mentor Andrei Tarkovski. La glasnost (deshielo) de Gorbachov le permitió emerger de la actividad subterránea y presentar públicamente unas películas muy originales, cuyo calificativo no debería precisamente ser “de vanguardia”, pues él se ubica fuera de la escena contemporánea. Se remite a otra realidad, a otra dimensión del tiempo, a cierto pasado remoto, precinematográfico, que es a su vez un más allá del cine convencional, vivo en él y en quienes admiran su trabajo.
Expliquémonos brevemente. Cuando Burch diserta sobre el MRI (modo de representación institucional), enfatiza que la inmersión identificatoria “naturalista” del espectador en los géneros cinematográficos masivos se basa en la iconicidad del signo, vale decir la semejanza de la imagen visual, a la sazón la fotográfica con su referente real. El perfeccionamiento de la fotografía (y actualmente de la alta definición videográfica) a lo largo de la historia de las imágenes en movimiento no ha sido más que la prosecución de ese gran designio icónico de alcanzar una realidad virtual. Es más, la naturalización de lo real buscada