Lo que define a un sistema, es una organización auto referente de elementos interrelacionados de un modo autónomo. La autoreferencia, la autoorganización y la homeostasis son características del sistema, en el sentido de que su orden interno es generado a partir de la interacción de sus propios elementos que se reproducen a sí mismos, son funcionalmente diferenciados y buscan una estabilidad dinámica. Esta es diferente de la unilateralidad que ha caracterizado al pensamiento occidental, que se enfoca habitualmente en el análisis de la cuestión, prescindiendo del contexto.
Sostienen, a su vez, los autores citados anteriormente, que vivimos en una era de verdades implacables en la que la naturaleza está mostrando sus límites, y en la que nos acercamos a las fronteras de los modelos que han sido la base de nuestro desarrollo. Así, se pueden advertir tres etapas. La primera, Ricardo y Pablo Lorenzetti (2018) la denominan “retórica”, con motivo de que en los años setenta el movimiento ambientalista sembró las primeras palabras nuevas y poco conocidas hasta ese momento, produciendo un impacto en el discurso retórico de gran magnitud. Vocablos como “ecología”, “desarrollo sustentable”, “verde” y otros tantos que forman parte del lenguaje actual común, eran desconocidos hace treinta años.
La segunda etapa la denominan “analítica”. En ella se detectan problemas, se los estudian y se elaboran modelos para tratarlos. Desde el punto de vista jurídico, se produce la sanción de leyes de todo tipo en los Estados relativas al tema ambiental, como así también “constituciones verdes” y tratados internacionales de amplio contenido.
La última etapa es designada por los autores mencionados como “paradigmática”, desde el momento que lo que está cambiando es el modo de ver los problemas y las soluciones proporcionadas por nuestra cultura.
Ricardo y Pablo Lorenzetti (2018) explican entonces, que lo que se ha producido es un cambio de paradigma, dado que se han mudado los presupuestos básicos sobre los cuales se ha construido gran parte de la cultura occidental, a saber:
1) La naturaleza ya no es “fuerte” sino “débil” frente al potencial humano;
2) La naturaleza ya no es “ilimitada” sino “escasa”.
Lo novedoso es, de este modo, que la naturaleza como totalidad, y no solo sus partes, es lo que ahora aparece como recurso escaso, lo que presenta un escenario conflictual diferente del que ahora se conoce. Hoy puede hablarse de una “crisis ambiental”, dada por las siguientes circunstancias: a) La pérdida de la diversidad (se van perdiendo especies de animales, de plantas, prácticas culturales, idiomas, etc.); b) la propagación de la contaminación (la que se ha extendido en todos los niveles, como por ejemplo, el agua, que presenta niveles preocupantes en todo el planeta. Como así también los bosques, la atmósfera, el patrimonio natural, histórico, artístico, cultura y bienes escénicos que se encuentran gravemente amenazados); c) el desequilibrio en el orden natural que desplaza al equilibrio tal como lo conocíamos. En este sentido, la naturaleza ha perdido su capacidad de resiliencia72, es decir, de mantener su propia identidad y, de este modo, el equilibrio del sistema se está quebrando. Los bienes ambientales, también están sometidos a tensiones que alteran el equilibrio. Ejemplo de esto es el agua potable. En este caso, sabemos que la demanda de agua aumenta porque la población mundial ha crecido exponencialmente y los usos industriales son cada vez más intensos y a la vez que producen un gran desperdicio de este recurso. Por otro lado, la oferta disminuye porque las áreas desérticas han aumentado por efecto de la desforestación; los ríos y napas están contaminados, los glaciares retroceden y el cambio climático está calentando el planeta; d) La aceleración del tiempo –que es innegable en todos los campos- desplaza a la “previsión”. El cambio climático es también acelerado. Estamos viviendo las consecuencias ambientales de las primeras acciones humanas basadas en la primera etapa de la Revolución Industrial, pero no sabemos cuál va a ser el panorama dentro de cincuenta años, cuando se concreten los efectos de las acciones que realizamos en el presente. Existe una interacción entre la evolución tecnológica, económica y ambiental que tiene una escala cuantitativa y cualitativa que resulta inabarcable para la experiencia humana tradicional.
En el mismo sentido, sostienen Rueda y Palacios (2015), que fue necesario enfrentarnos a las consecuencias injustas propias de la aplicación de la concepción individualista del siglo XIX, para descubrir la ingenuidad que conlleva concebir un derecho que no piense en el ser humano en relación con su entorno, como parte integrante de un todo interrelacionado. Es por eso que surgió la necesidad de cambiar de paradigma. En virtud de ello, el nuevo Código Civil y Comercial de la Nación, introdujo una serie de modificaciones en materia ambiental, ya que hay un principio jurídico –la tutela del ambiente- que obliga a repensar todo el sistema normativo, pasando de un paradigma “antropocéntrico” –cuya idea central es que todo debe girar alrededor o en torno al hombre- a otro “geocéntrico” o “biocéntrico” que tiene a la naturaleza como sujeto y que invita al hombre a sentirse parte de la naturaleza (Lorenzetti, 2008).
Para la concepción antropocéntrica, cuyo centro de interés es el individuo, los bienes e incluso la naturaleza son valiosos en la medida que produzcan una utilidad para los seres humanos. A su vez, en esta concepción, los seres vivos no humanos no reciben un tratamiento muy diverso de otros bienes, como los minerales, siendo todos considerados recursos naturales y elementos del patrimonio, este último tomado como expresión de riqueza y poder del individuo. Pero la crisis de los sistemas naturales por actos del hombre advirtió sobre la necesidad de cambiar la relación con el entorno, es decir que, el problema ambiental, en cierta forma, provocó el cambio de paradigma. Sostiene Kuhn (1980) que un paradigma está constituido por los supuestos teóricos generales, las leyes y las técnicas para su aplicación, que adoptan los miembros de una determinada comunidad científica. Los que trabajan dentro de un determinado paradigma practican lo que, el citado autor denomina, “ciencia normal”. La “ciencia normal” articulará y desarrollará el paradigma, pero al hacerlo se encontrará, inevitablemente, con dificultades y tropezará con falsaciones aparentes. Si las dificultades no se pueden manejar, es decir, se escapan de las manos, se produce una “crisis”. Ésta se resuelve cuando surge un paradigma completamente nuevo que se gana la adhesión de un gran número de científicos, lo que lleva a abandonar el paradigma original (revolución científica). El nuevo paradigma regirá hasta que choque con problemas serios que lo introduzcan en una nueva crisis seguida de una nueva revolución. El esquema que plantea Kuhn (1980) respecto de su teoría acerca de los paradigmas es cíclico.
El paradigma ambiental parte, de este modo, de una visión crítica del modelo de la tecnociencia y de los efectos derivados de sus avances. El punto central del mismo, es que el ambiente global se está transformando o mutando, lo que conduce a la pérdida de las condiciones que permiten la vida en el planeta (crisis). A su vez, la acción humana tecnológica puede provocar alteraciones extendidas en el tiempo y en el espacio, las que inciden sobre la dinámica de uno o varios sistemas naturales, ya sea a nivel local o global. El paradigma ambiental (revolución) propone, de este modo, una matriz disciplinar que establece las normas necesarias para constituir un sistema, provocando grandes mutaciones tanto respecto del ámbito del Derecho, como en otros sectores. El mismo, parte de las acciones del hombre ya que su objeto se centra en actos humanos que desencadenan consecuencias en relación causa efecto sobre su entorno, produciendo una unión entre los sistemas humanos y los naturales (Esain, 2015).
Se puede advertir, entonces, que la principal consecuencia de este cambio en la concepción o comprensión de los problemas ambientales, es el nacimiento del bien jurídico colectivo “ambiente”, el que no pertenece a las categorías clásicas, ya que no es una cosa mueble o inmueble, no es una cosa del dominio público o privado del Estado, ni de propiedad de los particulares; por el contrario, tiene características específicas, las que están dadas por una administración “transtemporal” y, a la vez, participativa y por el hecho de ser un bien complejo y colectivo, entre otras. Esta última característica, la de ser un “bien colectivo”, le otorga también otras notas típicas, como por ejemplo, la de ser insusceptible de apropiación individual, como así también, que su división resulta imposible o no consentida por el Derecho, que su disfrute por varias personas no lo altera y que resulta