El sol era muy fuerte, sentí su quemazón a pesar de estar acostumbrado, y con frecuencia me mojaba cabeza, hombros, brazos y piernas para aliviarme. Algún americano creo que no sabía lo que era el sol y las consecuencias de una larga exposición. Me preocupaba tan solo mirarles el blanco de sus pieles expuestas a condiciones tan extremas. A pesar de ello, poco a poco, el paisaje empezó a absorberme con sus miles de verdes, acompañados de rojos, naranjas y amarillos bordeando el río. De los majestuosos árboles surgía una multitud indescriptible de sonidos de pájaros, monos e insectos que superaban el ruido del motor fueraborda.
Algunos cocodrilos observaban atentos nuestro paso y cientos de pájaros nos sobrevolaban dándonos la bienvenida a su hogar.
Estaba en el Amazonas, el pulmón verde de la tierra del que tantos documentales había visto y yo estaba allí, en medio de ese lugar increíble, y no pude evitar sentirme afortunado por la emoción de vivir ese instante en un lugar tan simbólico. Embelesado con la magnífica sensación, el dolor creciente de mi culo sobre la madera me fue recordando que las dos horas llegaban a su fin, la parada sería inminente.
De pronto aminoramos la marcha y nos dirigimos hacia un pequeño claro al borde del río. El bote ascendió un poco en el barro hasta pararse completamente de forma estable. Don Pedro indicó que recogiéramos todas las cosas y que lo siguiéramos, haciendo hincapié en la necesidad de no desviarnos de un pequeño camino, sin perdernos de vista los unos a los otros. Pensé que quizá no era para tanto, pero sí lo era. La selva es muy espesa y en solo dos metros puedes perderte, casi no pasa la luz del sol por la cantidad de árboles y plantas, con lo que resulta muy fácil desorientarse sin darse cuenta. El pequeño camino nos facilitaba ver dónde y qué pisabas, aquello no era simple bosque, era la entrada a un mundo salvaje.
Cargados, fuimos caminando por un trayecto estrecho y resbaladizo de espeso barro que me acabó cubriendo completamente las deportivas. Cruzamos dos riachuelos hasta llegar a un majestuoso claro donde se erigía una gran palapa, la estructura donde realizaríamos los trabajos de grupo, una hermosa y gran superficie de madera que se elevaba un metro por encima del suelo, al aire libre. Sus ocho troncos laterales sujetaban un alto techo octogonal de unos cinco metros que se alzaba creando una preciosa forma cónica, recubierta de grandes hojas de palma.
Fuimos llegando y formamos un círculo alrededor de don Pedro quien, en tono serio, señaló que a partir de ese instante todos los objetos que trajéramos de la civilización quedaban requisados hasta el fin de la experiencia. Ante la incredulidad de algunos, depositamos en unas cajas de cartón nuestros relojes, cámaras, teléfonos…, así como colonias, jabones, pasta de dientes… Solo podíamos disponer de un lápiz y una libreta para escribir sobre aquello que creyéramos oportuno, así como una linterna y algún instrumento musical si era el caso.
—Cada día os limpiaréis en un riachuelo que hay cerca con unas hojas que os traeré para que el olor humano desaparezca y paséis desapercibidos ante depredadores y el resto de los animales. Se trata de integrarse en el corazón de la selva, todo lo civilizado debe permanecer alejado de vuestra naturaleza —dijo don Pedro.
Decididamente señaló a un hombre alto del grupo, le indicó que cogiera sus cosas y que lo acompañara. Uno tras otro fue repitiendo la operación hasta quedar yo solo. De nuevo apareció y se dirigió hacia mí:
—Cada participante tiene un lugar en este sitio donde encontrará aquello que busca, recuerda que no podéis tener contacto entre vosotros —me advirtió.
Subimos por una cuesta embarrada hasta llegar a otra palapa, esta mucho más pequeña y escondida entre el follaje.
—Aquí pasarás tus días y tus noches. Deja tus cosas y prepárate, en un rato escucharás el sonido de un cuerno, te indicará que tienes que bajar a la casa de las ceremonias, la palapa mayor que has visto al llegar. Recuerda que tienes que vestir únicamente de blanco. —Me miró fijamente, sonrió y se fue.
Esta sería mi casa durante catorce días, una base de madera cubierta por un techo de hojas y un fino colchón en el centro rodeado por una mosquitera. En uno de los laterales colgaba una hamaca y en el otro había una pequeña mesa con un tronco cortado que hacía de silla. Me emocioné al pensar en lo afortunado que era de poder formar parte de ese mundo salvaje durante todos esos días.
Lo cierto es que no sabía lo que me estaba esperando en ese rincón del mundo.
Capítulo 3
Hierba de dragón
Abrí con nervios la mochila y saqué un traje blanco que por suerte no estaba mojado. Generalmente lo utilizaba para hacer Tai Chi y era de un blanco nuclear que dañaba la vista, quizá era demasiado llamativo, pensé, y sin ninguna duda lo era en contraste con los tonos de la naturaleza circundante.
Me desnudé y decidí poner la ropa tendida encima de los troncos que conformaban la estructura de la pequeña palapa; inútil intento de secar el sudor impregnado por tanta humedad. Deposité la mochila en una de las esquinas para alejar lo máximo de mí el horroroso olor. Dejarla en el suelo de la selva resultaba peligroso por la gran cantidad de insectos y animales de todo tipo que allí habitaban, podían considerarla un buen lugar para esconderse o esperar la siguiente presa. Evidentemente no quería serlo yo. Me senté a esperar.
Estaba algo nervioso por la trascendencia de todo lo que se avecinaba y, al mismo tiempo, tenía ganas de empezar, convencido de que mi vida estaba a punto de cambiar, sin tener certeza de hacia qué sentido sería el cambio. De nuevo los sonidos me abdujeron cuando observaba la vegetación que rodeaba la palapa. Era evidente la fuerza que contenía el mundo de las plantas y los árboles, compitiendo ferozmente entre sí por un pequeño espacio para sobrevivir sobre el resto. Caí en la cuenta de que, sin un mínimo de cuidados, en unas semanas la palapa y su estructura quedarían completamente sumergidas en ella, como si de un mar de verde follaje se tratara.
Oí el sonido de un cuerno a lo lejos y mi corazón se agitó empezando a latir con más rapidez de lo normal, como si me fuera a enfrentar a un peligro. Miré a mi alrededor, suspiré profundamente y empecé a descender por la cuesta que llevaba a la Gran Palapa. El suelo estaba muy húmedo y por su composición arcillosa, uno no bajaba, sino patinaba cuesta abajo. Cuando por fin llegué, y de una pieza, algunos ya estaban en el interior de la Gran Palapa, estirándose apoyados en unos respaldos de madera que parecían encajados en el suelo. Entré, saludé y discretamente pude sentir cómo todos siguieron con la mirada mi presencia blanco angelical. Como si nada, me senté contra uno de los respaldos vacíos mientras el resto de los participantes fue llegando.
Se respiraba en el aire la tensión y seriedad del proceso que en breve iniciaríamos.
Don Pedro, ataviado con una larga túnica marrón oscuro, collares y pulseras de plumas de colores muy llamativos, se sentó en el respaldo central que era un poco más grande y seguidamente empezó a sacar objetos de una bolsa. Dispuso ante sí, en el suelo, una tela de colores sobre la que fue colocando minuciosamente minerales, amuletos, huesos y botellitas de lo que parecían ser aromas, así como un gran cigarro hecho de hojas de tabaco, conocido allí como pacheco.
—El trabajo de hoy será de purificación y limpiaremos nuestro cuerpo y espíritu de toda impureza que contenga. Tomaremos para ello la esencia de una planta llamada Hierba de Dragón que provoca fuerte sudoración para desintoxicar la piel que nos envuelve, vómitos para purificar nuestra zona estomacal y diarreas para vaciar completamente nuestros intestinos. Cuanto más limpio esté nuestro cuerpo, más se manifestará nuestro espíritu y mejor trabajará la «Abuelita» con él.
La «Abuelita», así la llamó don Pedro, interesante nombre para una sustancia que también se conoce como «la soga del ahorcado» y, aunque su principal componente proviene de una liana que bien pudiera utilizarse de soga, no podía imaginarme qué próximo a la