La búsqueda. Federico Nogara. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Federico Nogara
Издательство: Bookwire
Серия: Historias del Sur
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412484816
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expediente?

      Se podría hacer un buen relato sobre estos supuestos. Marlowe tendría mucho trabajo.

      La búsqueda fue premiada con una mención especial en el Premio Onetti (Montevideo 2015). Cuando los funcionarios encargados de la parte burocrática descubrieron que el texto había sido enviado con doble seudónimo, anularon la distinción.

      1

      Miércoles. Sería uno de mis días malos, lo supe al acostarme sin sueño pasada la medianoche y pude constatarlo poco después, durante el enésimo intento infructuoso por sacarme de encima la sábana arrugada, empapada. No era para menos, mi situación personal iba resbalando barranca abajo hacia el fondo de un abismo lleno de facturas impagadas, y entre ellas, como faro de la desgracia personal, un refrigerador casi vacío. A todo eso se agregaba, o era su consecuencia, la indecisión sobre el futuro. No había entrado en una depresión profunda porque, como siempre pasa, había podido conservar, entre tanto desastre, un aspecto positivo: como músico y escritor en ciernes estaba consiguiendo justificar mi paso por el mundo realizándome en una labor artística. Esa meta, soñada por mucha gente, quizá demasiada, justificaba mi errático paso por este mundo. Pero ese incuestionable éxito personal no me ayudaba a conciliar el sueño. Cada vez que cerraba los ojos me asaltaba la idea de haber empezado la casa por el tejado, porque los ansiosos por hallarle un sentido a la vida a través del arte gozan, por lo general, de una economía saneada. ¿Qué tenía yo? Un trabajo de investigador en una dudosa empresa de seguros que me empleaba por un pequeño fijo más comisión, pagaderos cuando las condiciones del negocio, continuamente en la cuerda floja, lo permitían. La novela, pese a su indudable calidad, no lograba superar el tercer capítulo y la música no pasaba (o debía decir no había pasado) de actuaciones esporádicas en tugurios poco concurridos.

      Los ánimos no levantaron vuelo, las sábanas sí: impulsadas por mi furioso pie fueron a hacerle compañía a la manta, inerte desde hacía rato a un costado de la cama. Las agujas del frío aprovecharon la desprotección del cuerpo para clavarse en la piel. Me las quité poniéndome una camiseta guardada debajo de la almohada. Ese simple acto hizo que me sintiera mejor, tibio, protegido y predispuesto para dar batalla o morir en el intento. La distancia hasta el baño la superé en tres saltos. Tal demostración de buen estado físico no pareció impresionar al espejo, que me recibió con una imagen muy distorsionada —grandes ojeras, pelo alborotado, palidez— de quien creía ser. Preferí ignorar su irónica mueca. Una larga ducha, un peinado a conciencia y ropa apropiada le demostraron que seguía haciendo honor al joven bien parecido de esas fotos, ventajosas y ventajistas, elegidas por mi madre y esparcidas por su casa.

      Convertido en un posible proyecto de ganador me senté, café en mano, en mi silla giratoria. Los ordenados papeles sobre el escritorio hubieran constituido, en cualquier otro lugar, una buena señal, un canto al trabajo. En mi caso se trataba de deudas, un canto al esfuerzo ajeno por tratar de cobrar. Harto de pensamientos negativos, temeroso de ver resquebrajada mi recién renacida confianza, acabé dándoles la espalda.

      Abajo de mi silla, seis pisos para ser exacto, quedaba la ciudad a la que había llegado siendo un niño de meses, la elegida como residencia en la etapa actual. A través de la ventana en cuyo alféizar interior había apoyado los pies podía observar parte de sus azoteas viejas, gastadas, y algunas calles que se habían ido deteriorando con el tiempo y pedían a gritos cambios y reparaciones. Venirme de Oslo o no haberme perdido en el Caribe como mi hermano se habían probado decisiones erróneas. Nunca había querido asumir ese extremo, por lo que vivía en la cuerda floja, planeando sacar los pasajes cada mañana y arrepintiéndome de haberlo siquiera pensado por la noche.

      El sonido del timbre del teléfono arrancó a mi derecha desparramándose por el estudio-oficina. Rabia y desgana. Pensar en enzarzarme a discutir con los acreedores a hora tan temprana era tan deprimente que sentía cercana la tentación de mandarlo todo al diablo e irme de una vez por todas. Dos, tres, cuatro timbrazos. Había perdido la cuenta cuando el ruido cesó. Los cobradores, aunque parezcan inaccesibles al desaliento, también se cansan y dimiten. En Oslo hace mucho frío, mejor el Caribe. ¿Y de qué iba a trabajar allí? La pregunta del millón.

      De nuevo el teléfono. Hay gente imposible, nunca se da por vencida. Levanté el auricular, lo acerqué a la oreja con cuidado y temor, busqué refugio en la impostación de la voz, en el tono sedoso, mi faceta comercial y canalla. El hombre al otro lado de la línea, un tal Monroe, no pareció impresionado; a través de una firme y estridente voz, de seguro acostumbrada al mando, ordenó esperarlo unos veinte minutos para hablar de negocios. Una orden es una orden y veinte minutos no es demasiado tiempo, es más o menos lo que uno tarda en comerse una pizza en cualquier tugurio o en visitar a un doctor para que convierta las sospechas en malas noticias. En veinte minutos se puede leer una extensa parte de un libro. O saborear un buen café observando el invencible cielo azul de aquella rara ciudad. Eso hice.

      Monroe, Felipe Monroe, llegó al poco rato. Al presentarse, hombre precavido, acentuó el nombre de pila latino con el fin de desestimar esas confusiones finalizadas en chanzas. Lucía un traje azul de corte clásico, camisa celeste impecable y una adusta corbata gris. Todo en él hacía juego con su voz. Hubiera puesto en duda mi capacidad de intuición de haberme topado con un hippy en sandalias y pelo largo.

      Después de estrechar mi mano con fuerza aceptó la invitación a atravesar la puerta hacia el centro de la sala, donde se detuvo para dar luego un par de giros estudiándolo todo entre esbozos de sonrisas de superioridad. Acabados los aspavientos preguntó, mientras se frotaba las manos:

      —Tengo un pequeño lío. No sé cómo llamarlo.

      —El nombre es Paolo Santucci. A veces me dicen «Brother» por mi hermano, a quien quiero y admiro. Siempre estoy hablando de él, de ahí el sobrenombre. Es en inglés porque mi madre es noruega y supongo que quien me lo puso no sabía cómo se dice hermano en noruego. Usted puede llamarme como quiera.

      —¿Su hermano es un hombre importante o hizo algo destacado para contar con su admiración incondicional?

      Otra vez la sensación amarga. El tal Monroe entraba en territorio privado con ínfulas y sin mirar a la cara, repitiendo esa vieja actitud de los poderosos delante de las clases inferiores. Mis antepasados, tanos revoltosos, comenzaron a juntar presión.

      —Sí, se jugó por amor, se fugó por amor. Agarró a la mujer que quería y se la llevó a una cabaña a gozar. La mayoría se casa, se pone las chancletas, se dedica a ver televisión, se entrega. Él no. Es diferente, es romántico. Se podría decir que está pasado de moda o adelantado a la moda. Yo diría, por encima de todo, que es un ser atemporal.

      Lo miré de arriba a abajo.

      —Estoy seguro que una persona como usted no conseguiría entenderlo del todo.

      Monroe se sentó en uno de los dos sillones pequeños colocados delante del escritorio, apoyó los codos en ambos posabrazos y cruzó los dedos dejando los pulgares hacia arriba, primero quietos y luego golpeándolos y moviéndolos en círculos.

      —No vine a escuchar insolencias ni a compartir disquisiciones filosóficas. Una mujer ha desaparecido y quiero contratar sus servicios.

      Retomé la interrumpida contemplación de las azoteas dándole la espalda.

      —No me dedico a buscar mujeres, soy demasiado caro y estoy en proceso de emigrar, como hacían hace unos años los jóvenes de esta hermosa y decadente ciudad —dije tratando de sacármelo de encima, esa clase de tipos, envueltos en su aureola de superioridad, son lo más parecido a un problema y yo ya tenía bastantes.

      —Es una lástima. Me lo había recomendado su amigo Beto Carranza. Aseguró que usted, a pesar de ser un poco difícil, es un hombre honesto, de palabra.

      En mi mente apareció la imagen de un joven melenudo, alto y sonriente, tocando la guitarra en días felices y perimidos donde el futuro aparecía fácil y probable. Enternecido por la nostalgia y los elogios y, sobre todo, acorralado por la realidad, decidí rendirme sin luchar. Dando vuelta la silla metí las piernas debajo del escritorio y me dispuse a escuchar al importante señor del elegante traje azul. Monroe