Definir la gracia como una cualidad o como un accidente impreso en el alma, es decir, como algo en nosotros, me parece que es rebajarla al orden de lo creado, con lo cual perdería su carácter de presencia inmediata de Dios en nosotros y se convertiría, por decirlo de algún modo, como en un intermediario entre Dios y el hombre. Si la gracia fuera algo creado y regalado al hombre, entonces sería como un capital a nuestra disposición y, en ese caso, podríamos ganarla o perderla, aumentarla o disminuirla. Pero la gracia no puede estar jamás a nuestra merced, porque es algo gratuito, algo que no podemos ganar ni merecer, ni está sometida a nuestros caprichos y antojos. Así es como la hemos desfigurado casi por completo. Los teólogos deberían hacer un esfuerzo por tratar de explicar muy bien lo que ellos entienden por gracia creada, o jamás podremos escapar a las consecuencias tan negativas que ha tenido en la vida cristiana.
Pero la gracia no es un adorno en el hombre, sino la presencia de Dios en su alma, en su corazón y en sus entrañas, en sus pensamientos y acciones, una nueva manera de ser y de vivir, de amar y de servir. Los griegos pensaban que los dioses estaban arriba y los hombres abajo, de tal manera que ni ellos podían bajar hasta nosotros, ni nosotros subir hasta ellos. Pero gracia significa que las fronteras entre Dios y el hombre han sido abiertas de par en par, porque el que lo ha creado todo ama con un amor inefable a sus criaturas hasta llenarlas de su gloria y de su vida, divinizándolas en cierta manera. Por tanto, la gracia no es algo que Dios nos da, sino Dios mismo dándose al hombre; no es algo que él haya creado para nosotros, sino él mismo volcado sobre nosotros. Eso es lo que nos hace temblar.
Por tanto, la gracia no significa «tratar a una persona de acuerdo con lo que se merece, sino que equivale a un trato de amor y de bondad por parte de Dios, sin la más mínima referencia a sus merecimientos». La gracia es don y favor inmerecido, lo que se da sin que nadie pueda exigirlo ni merecerlo. La gracia es Dios mismo haciéndose presente amorosa y misericordiosamente en el hombre. La palabra justicia hace referencia a lo que podemos ganar, pero la gracia es precisamente lo que no se puede merecer ni conseguir. La gracia lleva en sus mismas entrañas la idea de lo regalado, precisamente porque Dios no está a disposición del hombre. Nadie puede merecer ni su amor ni su vida. En ese terreno el hombre no tiene derecho alguno, sino que todo es gratuito.
Pero, ¿cómo entrará el Señor en contacto con nosotros? ¿Qué pasará cuando entra en el hombre? ¿Cómo estará Dios en el alma? ¿Por qué se manifiesta tan claramente en unos y por qué se esconde tan celosamente en otros? ¿Cómo estará Dios en un santo y en un pecador? ¿Qué diferencia habrá entre un alma en estado de gracia y otra en estado de pecado? ¿Por qué unos se abren a la gracia y otros no? ¿Cómo verá Dios a los hombres? ¿Cómo nos verá?
No podemos responder a esos interrogantes. Seguramente la diferencia que existe entre un hombre que está en gracia y un hombre que está en pecado es muy grande. ¿Cómo estará en uno y en otro? No lo sé. Pero lo que es seguro es que Dios está por nosotros, estemos como estemos: sanos o enfermos, ricos o pobres, fuertes o débiles, llenos de buenas obras o vacíos de ellas. Dios no puede abandonar al hombre, porque si lo hiciera se desplomaría en la nada. La gracia se hace resplandeciente en los santos, pero en la mayoría de los hombres está como un tesoro escondido en la tierra. Sin embargo, Dios está en ellos, de una manera que nosotros no podemos ni imaginar. Porque si la gracia es gracia, no puede estar a expensas ni de nuestras obras buenas ni de nuestras obras malas. Por ahí camina el misterio y el asombro de la gracia.
Pero la concepción de la gracia como algo creado, como una cualidad o como un ser divino, es la que ha dominado por completo, como iremos viendo, en la teología, en la predicación y en la vida de la mayor parte de los fieles.
5. Como punto de partida
Antes de comenzar nuestra aproximación a la gracia deberíamos tener en cuenta una serie de principios que, a mi juicio, son innegociables, a saber: que la gracia no es algo natural o debido al hombre; que el hombre ha sido elevado por Dios al orden sobrenatural; que Dios es amor y que ama al hombre; que en Jesús ya le ha salvado y redimido. Por ahí debería comenzar cualquier acercamiento a la teología de la gracia que, tal vez, haya que rehacer por entero[6].
5.1. La gracia no es «natural» al hombre
Dios ha creado todas las cosas según su voluntad. Como tal no tiene deudas con nadie. Pudo crear o no crear, crear de este modo o del otro, estos seres o los otros, aquí o allá, en este momento o en otro. Ni las cosas podían exigir su creación, porque no existían, ni Dios tenía obligación alguna de hacerlo, porque él se basta a sí mismo. Por tanto, no hubo más motivo para la creación que el amor de Dios. El que lo tiene todo no quiso guardar para sí mismo su vida, sino que la repartió a manos llenas. Toda la creación podría desaparecer en un instante y nadie la echaría de menos, porque «existiendo él, existe todo». Por tanto, la gratuidad de la creación es absoluta.
Pero al dar su existencia a los seres, Dios les ha dado todo lo que exige su misma naturaleza. Por tanto, para poder entender lo sobre-natural debemos partir de lo natural, es decir, de aquello que pertenece a la esencia de una cosa (de una planta, de un animal o de un hombre) y que es exigida por ella para existir y obrar. Pero lo que es natural para una cosa no lo es para otra. Así, por ejemplo, no es natural para una piedra sentir, ni para un árbol ver, ni para un animal pensar, mientras que para el hombre es natural pensar, elegir, amar, reír, pero no lo es volar, ni estar al mismo tiempo en dos partes.
Pero al entrar en el terreno de la gracia pisamos un terreno que no es natural al hombre. En él no somos autónomos y autosuficientes. Lo sobrenatural implica una realidad que sobrepasa todas las exigencias de este ser hecho de barro. «Lo que el hombre es por creación no le basta para llegar a lo que debe ser según el propósito del Creador». En efecto, ¿le debe el Señor la revelación de su amor y de su gracia, de su salvación y de la vida sin fin? ¿Se la debe o es algo que le ha concedido gratuitamente? El hombre jamás podría aspirar a participar de la vida divina, pero Dios le ha regalado una suma de gracias que no podían ser exigidas ni merecidas por su misma naturaleza, tales como la filiación adoptiva, la resurrección, la inmortalidad, la vida eterna... Todo eso entra en el campo de lo gratuito, es decir, de lo no debido. Y eso quiere decir que lo sobre-natural está construido sobre la gratuidad. Por eso, al hablar de la gracia, lo primero que hay que poner en evidencia es su absoluta gratuidad.
Pero habría que añadir inmediatamente que el ser humano, a quien ha sido concedido ese don, es capaz de recibirlo. Se diría, por tanto, que la gracia no es algo natural, pero tampoco algo anti-natural o extraño a él. Dios no debe nada al hombre, pero le ha creado «a su imagen y semejanza» y, por consiguiente, le ha hecho capaz de entrar en una relación muy especial con él, le ha elevado gratuitamente para poder participar de su vida. La gracia no nos introduce en el campo de la justicia, sino en el de la gratuidad más absoluta.
Pero, ¿qué relación puede existir entre lo natural y lo sobrenatural? Porque si la elevación del hombre al orden sobrenatural fuera algo debido, entonces Dios estaría obligado a comunicarle su vida misma y, en ese caso, no tendría sentido alguno hablar de la gratuidad; pero si la gracia fuera una exigencia del hombre, entonces perdería su libertad y su autonomía.
Los teólogos han dado todo tipo de explicaciones, para tratar de salir de ese callejón sin salida. Santo Tomás defendió la absoluta gratuidad del orden sobrenatural, pero al mismo tiempo habló de la capacidad natural que el hombre tiene para la visión beatífica, y de un deseo natural de ver a Dios. Pío XII dejó asentado «que Dios podría haber dejado al hombre sin elevarlo al fin sobrenatural», y así puso de relieve que la «gratuidad de lo sobrenatural es la gratuidad de lo que podría no haber sido». En efecto, Dios podría no haber creado al hombre y podría no haberle llamado a tener una relación personal e íntima con él, porque no estaba obligado ni a darle la existencia ni una finalidad sobrenatural. Pero si en el hombre no hubiera algún tipo de apertura hacia lo sobrenatural, ese mundo sería totalmente ajeno a él y, en ese caso, carecería de sentido para él. De esa manera, el orden natural y el sobrenatural aparecen como distintos, pero, al mismo tiempo, como inseparables. Porque si la gracia no tuviera un punto de anclaje en el hombre, entonces