1. Significado de la palabra gracia
La palabra gracia (cháris en griego, gratia en latín) era utilizada en el lenguaje de cada día en el mundo antiguo. Se trata de una de las palabras más hermosas creada por los hombres. Con ella se designaba la gracia y la belleza, el encanto y la amabilidad. Era aplicada, indistintamente, a las personas y a las cosas. Así, por ejemplo, se hablaba de la gracia del cuerpo, del rostro o de los labios, de vestidos graciosos, de palabras agradables, de gente agradable, de ser agradable a alguien; era aplicada también al arte, a la música, a la poesía, a la dulzura de la vida, a los gozos del matrimonio, del vino y del sueño... La gracia fue personalizada o encarnada en las diosas, que derramaban en la existencia humana todo aquello que era delicioso y bello. También era aplicada para expresar el sentimiento del superior hacia el inferior, del amo hacia el siervo, del rey hacia sus vasallos, de los dioses hacia sus adoradores, y de ahí se pasaba con la mayor naturalidad al hecho de hacer gracia a alguien, es decir, de hacer algún beneficio a una persona. Los favores que el emperador concedía a sus soldados el día de su cumpleaños o con ocasión del año nuevo eran designados con la palabra gracia o caridades, puesto que el emperador no estaba obligado a otorgarlos, sino que lo hacía por pura benevolencia.
Todos sabían, en efecto, que la gracia era un favor o un beneficio, un presente o un regalo que se hacía por «pura liberalidad y no por obligación». La gracia, por tanto, es como el polo opuesto a lo debido o a lo merecido por algún servicio prestado. Precisamente por eso no puede haber reciprocidad alguna a la palabra gracia, ya que ni siquiera la acción de gracias y la alabanza están a la misma altura. La gracia está siempre un peldaño por encima, ya que no presupone ningún mérito o cualidad por parte de aquel a quien se hace el don o el regalo, mientras que la acción de gracias y la alabanza ya presuponen el don, porque de otra manera no habría motivos para dar gracias ni para alabar. Pero, por ser un poco generosos, podríamos decir que la gratitud, la acción de gracias y la alabanza son como el reverso de la gracia. Así, el que da y el que recibe se encuentran y se abrazan. Por tanto, dar gracias o manifestar el agradecimiento es también una de las acepciones de la palabra gracia que jamás deberíamos olvidar. A una vida vivida en la gracia de Dios debería corresponder una vida vivida en la gratitud, en la acción de gracias y en la alabanza[3].
Por tanto, para hablar de la gracia hay que partir siempre de su sentido primero y original. Apenas lo olvidemos surgirán mil problemas. Por eso vamos a rastrear esa palabra por la Sagrada Escritura, para que tengamos un apoyo firme en ella y no nos dejemos desviar en ningún momento de nuestro camino.
2. La gracia en el Antiguo Testamento
El Antiguo Testamento no tiene una palabra que exprese con precisión la realidad de la gracia, tal como nosotros la entendemos. Pero la idea de gracia se halla presente en todas sus páginas, desde el principio hasta el final. El amor de Dios nunca fue considerado como algo abstracto, sino como una actitud intensamente personal. Dios escogió libremente a su pueblo, sin pensar en sus méritos, y lo situó en una relación de intimidad con él. Los beneficios que Dios le concedió aparecen en todos los momentos de su historia. La revelación y la alianza son presentadas como una acción gratuita y graciosa de Dios a favor de los que él había elegido. Pero, cuando a partir del siglo III-II a.C. la Biblia comenzó a ser traducida del hebreo al griego, los traductores utilizaron el término griego gracia (cháris) para traducir varios términos hebreos que, en cierta manera, son equivalentes: hen (gracia), hésed (misericordia, amor), émet, emuná (fidelidad), rahamin (ternura) y raham (compasión)...Todos ellos nos introducen en un misterio de cercanía e intimidad, de amor y de vida. Lo que se expresa en esos términos es verdaderamente impresionante para comprender lo que es la gracia[4].
La palabra hebrea hen evocaba la idea de donaire y de gentileza, de lindeza y complacencia, de bondad y de favor, sin que existiera ningún deber para hacerlo. En su sentido más original expresaba «la superación de la distancia que existe entre los poderosos y los débiles, entre los que están arriba y los que están abajo». Para eliminar esa distancia, el poderoso tenía que doblarse y el que estaba arriba tenía que inclinarse, porque de otra manera el débil nunca podría llegar hasta el poderoso, ni el que estaba abajo podría escalar hasta el que estaba arriba. Por tanto, esa inclinación o abajamiento era un puro favor, algo puramente gratuito, que nadie podía merecer. Era un término muy utilizado en los palacios, aplicado a la condescendencia de los reyes hacia sus súbditos.
En el sentido moral la palabra hen encerraba la idea de volcarse con afecto y benevolencia, con protección y amor, como cuando la madre se inclina sobre la cuna de su hijo. En ese sentido fue aplicada con la mayor naturalidad a Dios. Él fue el que acortó todas las distancias y se inclinó graciosamente sobre su pueblo para hacer una alianza con él; él se abajó y miró con amor y con benevolencia a los suyos, los protegió y los salvó. Se diría que el término hen expresa la gracia en estado puro.
El término hésed aparece 244 veces en el Antiguo Testamento. Pero no es fácil hacerse una idea exacta de lo que un israelita asociaba con esa palabra, que ningún término de nuestras lenguas modernas puede traducir con precisión. Hésed expresa la idea de piedad y de amor, de dulzura y de misericordia, de fidelidad y de seguridad en las relaciones humanas. Con ella se designaba «la totalidad de los deberes y obligaciones que tenían los que estaban unidos por los lazos de la sangre (padres-hijos, hermanos-hermanas, esposo-esposa, tíos-sobrinos, primos-primas), de la amistad, o de una alianza pactada». Donde había una necesidad, un peligro, una penuria, un riesgo... allí debía manifestarse la hésed, de tal manera que hacer hésed o tener hésed era manifestar la ayuda y la solidaridad, el amor y la compasión entre los miembros de una familia o de una comunidad. Por tanto, no se trataba sólo de un sentimiento, sino de una actitud y de un comportamiento activo, de un amor que se hacía presente, de un cariño a toda prueba.
Esa fue la palabra que los autores sagrados aplicaron también a las relaciones de Dios con el hombre, eso fue lo que celebraron en todos los momentos: «Que su misericordia es eterna», «que su fidelidad dura de edad en edad», «que su amor no conoce vicisitudes ni ocasos». El hombre está envuelto en un manto de amor y de misericordia.
Uno de los términos hebreos más bellos y expresivos para hablar de la gracia fue rahamin, cuyo significado primero y fundamental dice relación con las vísceras o las entrañas del hombre, allí donde nacen sus sentimientos y sus afectos. Rahamin es, en efecto, el plural de rehem, que significa el seno o el vientre de la madre, considerado como la sede del amor entrañable por sus hijos. Con ese mismo término se expresó el sentimiento profundo y amoroso que une a dos personas unidas por los lazos de la sangre o del afecto: al esposo por la esposa, al padre y a la madre por sus hijos, a un hermano con sus hermanos. Ese sentimiento está situado en la parte más íntima del hombre, como si naciera de sus vísceras o de sus entrañas. Pues eso es precisamente lo que se dice de Dios con respecto a los hombres: que Dios los ama entrañablemente. Su compasión es algo que nos hace estremecer, porque no está sometida a ningún tipo de deberes y, por tanto, es algo totalmente espontáneo por su parte, algo que brota de sus mismas entrañas. Israel tenía que haber sido repudiado por haber quebrantado la alianza. Pero cuando sabía que ya no podía exigir la misericordia de Dios como algo debido, entonces esperó con toda su alma que el Señor no retirara su compasión. «Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es Yavé para quienes le temen; que él sabe de qué estamos plasmados, se acuerda de que somos polvo» (Sal 103,13-14). «Clemente y compasivo Yavé, tardo a la cólera y lleno de amor; no se querella eternamente ni para siempre guarda su rencor; no nos trata según nuestros pecados, ni nos paga conforme a nuestras culpas» (Sal 103,8-10)...[5].
Todos esos términos, tan utilizados al hablar de las relaciones humanas, fueron aplicados a la relación de Dios con el hombre. Por tanto, están totalmente alejados de una concepción de la gracia concebida como una cualidad o como un ser divino, tal como ha sucedido en la tradición cristiana de los últimos siglos. La gracia no es una cosa, sino una presencia, «una relación personal, amorosa, fiel, compasiva, tierna». Así es como vivió y expresó el hombre del Antiguo Testamento la gracia: como cercanía y como agrado de Dios hacia el hombre, como amor y fidelidad,