David dijo:
—Permíteme sólo un instante, pongamos juntos un poco de orden. Tú y yo, Nahum, siempre hemos estado unidos por una estrecha relación de amistad y compañerismo, a pesar de las constantes discrepancias sobre los principios que deben regir el kibutz. Y desde ahora hay otro fuerte nexo de unión entre nosotros. Eso es todo. No ha pasado nada. La idea de los tres años de trabajo antes de los estudios pretendo llevarla el sábado por la tarde a la asamblea general. Sin duda tú no me apoyarás, pero en tu fuero interno sabes perfectamente que también esta vez llevo razón. Al menos no me impidas obtener mayoría en la asamblea. Tómate el café, se está enfriando.
Edna dijo:
—No te vayas, papá. Espera hasta que deje de llover.
Y luego dijo:
—No te preocupes por mí. Estoy bien aquí.
A lo que Nahum decidió no responder. No tocó el café que le había servido su hija. Se arrepintió de haber ido. En el fondo, ¿qué querías, vencer al amor? Un fuerte destello de luz de la lámpara se reflejó por un instante en sus gafas. De pronto el amor le pareció uno de tantos golpes que da la vida ante los que hay que agachar la cabeza y aguantar hasta que pase el dolor. Y seguro que David Dagan iba a empezar a hablar del gobierno o de los beneficios de la lluvia. Ese escaso coraje que muy raramente el sufrimiento hace brotar desde lo más profundo de las personas débiles le confirió a la voz ronca de Nahum Asherov un matiz estridente y amargo:
—Pero ¿cómo es posible?
Y a continuación se levantó bruscamente y sacó de debajo de su viejo chaquetón el libro de árabe para principiantes con intención de estamparlo sobre la mesa de modo que las cucharillas resonasen en las tazas; pero en el último momento retuvo el movimiento de su mano y lo dejó suavemente, como para no hacer daño al libro, a la mesa cubierta con un hule ni a las tazas que estaban encima. Y se dirigió hacia la puerta. Mientras se marchaba giró la cabeza, vio a su hija de pie, mirándole con tristeza y rodeándose los hombros con los brazos, y a su buen amigo sentado, con las piernas cruzadas, con su bigote bien recortado y salpicado de canas, con sus fuertes manos rodeando la taza y una expresión de compasión, clemencia e ironía en el rostro. Nahum dirigió la cabeza hacia delante y se encaminó a la entrada como si fuese a embestir. Pero no dio un portazo, tan sólo cerró con cuidado, como si temiese hacerle daño a la puerta o a las jambas, se caló la gorra y se la bajó casi hasta los ojos, se levantó el cuello del abrigo y se dirigió hacia el bosque de pinos por el camino mojado que iba oscureciéndose. Los cristales de sus gafas se cubrieron en un instante de gotas de lluvia. Se abrochó el primer botón y apretó con fuerza el brazo izquierdo contra su pecho, como si el libro aún estuviese abrazado a él bajo el abrigo. Y entre tanto se hizo de noche.
Traducción de Raquel García Lozano
1 Joven que, según el relato del primer libro de Reyes, cuidó del rey David cuando éste ya era un anciano y le quedaban pocos años de vida. (N. de la T.)
La luz rosada
lídia jorge
portugal
Oh, cosas, todas vanas, todas volubles.
¿Cuál es el corazón que en ustedes confía?
Sá de Miranda
Todo comenzó en el campo. Después de los días largos seguían las noches tranquilas. Al final de la tarde la tierra perdía luz, los árboles imponían sombras, en el interior la casa reducía los contornos, cortinas cerradas que adensaban la oscuridad, pero en medio de la oficina la pantalla se iluminaba y las teclas trabajaban por sí mismas apenas las manos se acercaban. La maquinita electrónica a la que estaban ligadas parecía tener vida propia, conocer más allá de mi conocimiento, desear más que yo, saber antes de mí lo que yo misma pretendía escribir. Maratones de respuestas, más grandes que el desafío que las llamaba, se sucedían por la noche afuera, madrugada adentro, hasta el amanecer. No sólo era agradable, era deslumbrante, ni siquiera parecía realidad. Lo que ocurría entre la pantalla y yo se asemejaba a la concreción de un devaneo cercano a un baile en el que los humanos bailaran con las aves, de tal manera la vida escrita volaba. Y la conciencia de que se trataba de un placer sin pecado, tal vez el único, aumentaba a medida que iba percibiendo, por el volumen de las hojas impresas, que estaba construyendo una memoria digna sobre el correr del tiempo y su circunstancia, ya que la vida presente se mezclaba con la futura, y la futura, así descrita, se iluminaba por el espectáculo del pasado. Un cruce de todos los tiempos que me hacía acceder al orden del puro imaginario. Una noche, sin embargo, después de un exceso de excitación de connubio entre mis manos y mi máquina, al hacer un breve intervalo en el horario semiinvoluntario, observé que enfrente, al otro lado de la calle, de una de las ventanas de la planta baja salía una luz rosada.
Me pareció curioso. Precisamente, yo trabajaba bajo el foco de una luz rosada. Un artificio doméstico, una de aquellas artimañas a precio cero que al principio sólo suprimen una falta, y luego se instalan en casa como artefacto imprescindible. Ante una luz demasiado intensa, yo había colocado sobre el brazo de alambre de donde estaba suspendida la lámpara una pequeña toalla de seda rosada. Y habiéndose establecido una distancia ideal entre lámpara y velador, ya que no era tan cercana como para que hubiera riesgo de incendiar el tejido, ni tan lejana que permitiese que la luz cruda se escapara, de ella salía un aura íntima, opalina, común y al mismo tiempo excéntrica, y yo tenía la idea de que de su vidrio, y no de las teclas, provenía la capacidad de concentración que hace que todos los tiempos humanos se junten, esa especie de proeza del espíritu que los bastos siguen llamando inspiración. Era verdad, sí. Por increíble que pareciera, frente a mi casa, más precisamente, frente a mi espacio de trabajo, allí estaba alguien que también encendía, cerca de una ventana, una luz rosada.
Crucé la calle, me acerqué. Allí estaba, un hombre que me pareció bajo y achaparrado, con los codos clavados sobre el tablero, allí estaba él. Este hombre se encontraba delante de una pantalla, y frente a él y debajo de una tela transparente, cuya naturaleza la distancia no me permitía distinguir, emanaba una luz rosada. ¿Quién sería? ¿Qué haría en la vida aquel hombre? Seguramente un administrativo que escribía datos numéricos tan exactos como tablas de álgebra, o un agricultor que colocaba en columnas el número de coles que enviaba al mercado. En medio de la noche y en medio de la calle, sentí que mi corazón latía aceleradamente. De pronto tuve el presentimiento de que ese hombre, quienquiera que fuese, tal como yo, escribía un libro. La confirmación llegaría al día siguiente, por el testimonio de la jardinera.
La jardinera apareció por la mañana y se rodeó de herramientas: pico, azada, tijera de podar, de alisar, cortadora de césped, cortadora de arbustos, además del delantal de plástico, de la gorra de pana y varios pares de guantes. Se llamaba Tina, palabra corta, ciertamente amputada de una palabra más larga, producto de tantos objetos de corte debido al tipo de trabajo que le encomendábamos. Tina quedó sorprendida cuando me vio junto a los arbustos a aquella hora.
—¡Qué susto! —dijo ella—. Es que siempre hago este trabajo sin que nadie aparezca. Acostumbro trabajar en cualquier momento —dijo, poniéndose un guante pesado—. Y usted y el señor de enfrente pasan la mañana durmiendo. ¡No me sorprende! Pasan la noche escribiendo libros...
—¿El señor de enfrente también escribe libros?
—No lo sé. Lo que él me dijo es que estaba escribiendo uno. Pero no sé para qué. Hace días, cuando fui a su casa para hacer cuentas, vi que tiene un cuarto lleno de ellos. Hay trabajos en este mundo que son incomprensibles... —Tina avanzó hacia los arbustos, empuñando sus armas de jardinería.
Estaba