roberto carlos pérez | nicaragua
césar aira | argentina
la exploración del túnel de las correspondencias, la excavación de la noche del lenguaje, la perforación de la roca: la búsqueda del comienzo, la búsqueda del agua.
Octavio Paz, Los privilegios de la vista
Presentación
silvia eugenia castillero
La revista literaria Luvina publica el presente libro de 100 cuentos del mundo, recogidos de entre sus primeros100 números y con los que cumplió 25 años de editarse sin interrupción.
A lo largo de su historia editorial, Luvina ha publicado extraordinarios textos de la literatura nacional e internacional bajo el criterio de lo que Georges Steiner llama “el misterio del lenguaje”: su condición intermedia entre el carácter espiritual y la articulación física, convencidos de que toda literatura es una construcción de palabras, imaginación y memoria, que conmueve y emociona.
Provenientes de los números de Luvina dedicados a la literatura del país invitado de honor de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, desde 2004 hasta 2019, de autores de Alemania, Argentina, Chile, Colombia, Corea, España, Estados Unidos, Honduras, India, Irlanda, Israel, Italia, México, Nicaragua, Paraguay, Perú, Portugal, Reino Unido, Suiza y Venezuela, estos 100 cuentos poseen en su entramado una visión de la vida y del lenguaje muy particulares. No obstante, todos comparten la cualidad multilingüística de las literaturas contemporáneas, pues la globalización, el entrecruce cultural y sobre todo la migración cada vez mayor, han producido el mestizaje de las lenguas, una especie de transformación interna de vocablos que se introducen —a veces por imitación, otras por traducción— y enriquecen las capacidades de expresión de cada idioma, logrando la coexistencia misteriosa de diferentes posibilidades lingüísticas y de significados profundos, en cuya base se encuentran la especificidad de cada lengua y el sentido renovado de sus vocablos.
En cada uno de los cuentos, el lector podrá internarse en la singularidad humana al mismo tiempo que a los entramados de su núcleo lingüístico. Relatos cuya belleza encierra vitalidad y resignificación de lo real, gracias al encuentro de lenguajes renovados y de la imaginación puesta en juego desde el texto y resuelta en cada lector.
La Editorial Universitaria y la revista Luvina tienen a bien ofrecer esta muestra de Cuentos de Asia, Europa & América como un puente entre los lectores y la labor editorial que cotidianamente desempeñan en el seno de la Universidad de Guadalajara; muestra formada por distintas literaturas en el afán de nombrar nuevos y originales mundos, en una dimensión de esencias espirituales dentro de la lengua habitada en su total integridad.
Entre amigos
amos oz
israel
Al amanecer comenzaron a caer las primeras lluvias sobre las casas del kibutz y sobre los campos y las plantaciones. Un olor fresco a tierra mojada y a hojas limpias de polvo llenó el aire. La lluvia lavó los tejados rojos y los cobertizos de zinc e hizo sonar los canalones. Con las primeras luces, un ligero vapor de niebla se quedó detenido entre las casas y sobre las flores de los jardines brillaron gotas de agua. Un aspersor inútil seguía dando vueltas y regando el césped. Algunas bicicletas rojas y mojadas permanecían inclinadas en diagonal en medio del camino. Desde las copas de los árboles ornamentales, pájaros sorprendidos emitían sonidos agudos y apremiantes.
La lluvia despertó a Nahum Asherov de una pesadilla. Por unos instantes, en duermevela, le pareció que alguien estaba golpeando las contraventanas. Alguien había ido a informarle de que algo estaba ocurriendo fuera. Se incorporó en la cama y escuchó atentamente hasta que comprendió que habían llegado las primeras lluvias. Hoy mismo iría allí, haría sentar a Edna en una silla frente a él, la miraría directamente a los ojos y hablaría con ella. De todo. Y también con David Dagan. No podía pasarlo por alto.
Pero, de hecho, ¿qué podía decirle a él? ¿O a ella?
Nahum Asherov era el electricista del kibutz Yikhat, un viudo de unos cincuenta años. Edna era la única hija que le quedaba después de que su primogénito, Yishai, muriera algunos años antes en una de las acciones de represalia. Era una joven decidida, de ojos negros y piel oscura como la aceituna, en primavera había cumplido diecisiete años y estaba haciendo el último curso en el colegio del kibutz. Al atardecer iba a verle desde la habitación que compartía con tres chicas en el centro educativo y se sentaba frente a él en un sillón, rodeándose los hombros con los brazos como si siempre tuviese algo de frío. Hasta en pleno verano se rodeaba los hombros con los brazos. Casi cada tarde pasaba con él cerca de una hora. Él preparaba café y un plato de fruta pelada y cortada, y ella, con su voz queda, hablaba con él de las noticias de la radio o de sus estudios, luego se despedía y se iba a pasar el resto de la tarde con sus amigos y amigas o tal vez sin ellos. Por las noches, ella y los de su quinta pernoctaban en el centro educativo. Nahum no sabía nada de sus relaciones sociales, y tampoco le preguntaba, y ella no se ofrecía a contarle nada. Le parecía que los chicos aún no le interesaban especialmente, pero no estaba seguro de ello y no se molestó en averiguarlo. Una vez oyó algo sobre una relación fugaz con Dubi, el socorrista, pero luego el rumor se desvaneció. Su hija y él jamás hablaban de sí mismos, tan sólo de cosas externas. Edna decía, por ejemplo:
—Tienes que ir al ambulatorio. Esa tos no me gusta nada.
Nahum decía:
—Ya veremos. Tal vez la semana que viene. Esta semana vamos a poner un nuevo generador en las incubadoras de pollos.
A veces hablaban de música que les gustaba a los dos, y otras veces, en lugar de hablar, ponían un disco en el viejo gramófono y escuchaban a Schubert. De la muerte de la madre y del hermano de Edna no hablaban nunca. Tampoco de los recuerdos de infancia ni de los proyectos de futuro. Ambos acordaron tácitamente no tocar los sentimientos ni tocarse el uno al otro. Ni un ligero roce, ni una mano en el hombro, ni un dedo en el brazo. Al salir, decía Edna desde la puerta: «Adiós, papá. Acuérdate de ir al ambulatorio. Volveré mañana o pasado». Y Nahum decía: «Sí. Ven. Y cuídate. Adiós».
En unos meses, Edna iba a ser llamada a filas con toda su promoción, y ya le habían informado de que serviría en el cuerpo de inteligencia, porque había estudiado por su cuenta la lengua árabe. Y resulta que unos días antes de las primeras lluvias, el kibutz Yikhat se quedó consternado al enterarse de que Edna Asherov había cogido su ropa y sus enseres y se había ido a vivir con David Dagan, un maestro y educador de la edad de su padre. David Dagan era uno de los veteranos y líderes del kibutz, un hombre elocuente con un cuerpo fuerte y robusto, unos hombros recios y un cuello corto, ancho y nervudo. En su bigote espeso y recortado ya despuntaban algunas canas. Solía discutir con ironía, con ingenio y con una serena voz de bajo. Casi todos aceptábamos su autoridad en asuntos ideológicos y también en cuestiones cotidianas, porque estaba dotado de una aguda lógica y de una fuerza de convicción inapelable. Te interrumpía a mitad de la frase, te ponía la mano en el hombro y te decía con cariño y con firmeza: «Permíteme sólo un instante, pongamos juntos un poco de orden». Era un marxista convencido, pero amaba profundamente el canto sinagogal. Hacía muchos años que David Dagan era profesor de Historia en el centro educativo. Cambiaba con frecuencia de pareja y había tenido seis hijos con cuatro mujeres distintas, de nuestro kibutz y de otros dos de los alrededores.
David Dagan tenía unos cincuenta años y Edna, que había sido alumna suya el año anterior, sólo tenía diecisiete. No es de extrañar que los chismorreos alrededor de la mesa de Roni Shindlin en el comedor crecieran como la espuma. Dijeron, Abisag la Sunamita,1 Lolita, Barba Azul. Yoske M. dijo que esa ignominia hacía temblar los cimientos del centro educativo, cómo era posible, un profesor y una