«¿Qué puedo decir? Me gustaría hacerles saber que fui profesor de Ciencias Políticas. A lo largo de mi vida, relaté a mis alumnos el auge y la caída, los méritos y defectos de distintos sistemas políticos. Cómo me explayaba acerca del individuo y la sociedad, las responsabilidades y tareas del Parlamento. Los derechos humanos eran uno de mis temas consentidos y escribí extensamente acerca de él, por lo que me otorgaron galardones y fui muy estimado. Siempre me desagradó el silencio en la política y tuve en gran estima el debate. ¿Qué puedo decir? Este silencio del cementerio me roe por dentro. ¡No entiendo cuál es el sistema vigente aquí! Aunque me inclinaría por decir que es una dictadura. ¡Nadie respira siquiera! ¡No hay un solo sonido! La gente, como máquinas, trabaja en un orden estrictamente reglamentado... ¡No sé qué hayan anotado en mi archivo! Que mi dios, Ishwar, sea mi abogado. ¡Cómo quisiera saber, desde ahora, su decisión! Terminarían para mí esta agonía y este suspenso».
Siguió, indefenso, mirando estúpidamente a Dharmaraj. Se sentía pequeño e inferior. Shaama, su morena amorosa, se paseaba por sus pensamientos. Veía sus aretes flotar frente a él.
Cerca de ahí, había un salón desde el que llegaba un sonido de risas y júbilo. Se asomó entre los paneles de vidrio. Había muchas mujeres reunidas allí. ¡Se reían! Chismorreaban y se divertían. Alcanzó a notar el sonido con que reía su esposa, que tenía su propio tono y ritmo. Cuando reía, aparecían unos hoyuelos en sus mejillas. Esos hoyuelos habían robado el corazón del profesor. Varias veces le había dicho: «He visto a muchas con hoyuelos en las mejillas, pero ningunos tan encantadores como los tuyos. Seducen mortalmente».
Entonces, Dharmaraj se irguió aún más y resonó por doquier su voz, profunda y melodiosa:
—¡Señor profesor! Tenemos ya los resultados. Volverás a nacer en la Tierra: tendrás una nueva vida. Nos complace anunciar que la forma que adoptarás no será otra que la de un hombre.
El profesor Suraj Prakash se sentía extático. Pensó: «Ni Suraj Prakash abandonará a su querida Tierra, ni la Tierra dejará a Suraj Prakash... pero no tengo idea de qué planes haya para Shaama».
De inmediato, volvió a alzarse la voz de Dharmaraj:
—Profesor, queremos darte otra buena noticia: en tu nueva encarnación, habrás de casarte con quien tú desees. Habla ahora: ¿quién es la elegida? Nómbrala, y tu deseo habrá de realizarse este mismo día.
«Quisiera besar la boca de Dharmaraj», pensó el profesor, abrumado por la dicha.
—Manifiesta lo que tengas que decir —instó Dharmaraj.
—Maharaj, sólo ella. ¡Nadie más que ella!
—¿Quién es ella: el jardín o el monte? —se mofó Dharmaraj.
El profesor se sintió desconcertado. Le rogó:
—Maharaj, ella,2 solamente: mi Shaama, mi esposa. ¿Quién más?
—¿Ése es también el deseo de ella? Debemos verificarlo.
—Pero, maharaj, ¿hace falta verificarlo siquiera? ¿Cuándo fue ella capaz de negar algo que yo determinara?
—Necesitamos consultarle el tema. Ella está justo aquí.
El profesor estaba fascinado. Dharmaraj señaló a uno de sus servidores, quien al instante trajo a Shaama del salón adyacente y la presentó ante su señor.
—¿Reconoces a esta persona? —preguntó Dharmaraj a Shaama.
Ella estaba un poco aturdida y miraba en torno suyo, sin hablar. En su pensamiento difuso no atinaba a saber cuál era el tema que les ocupaba.
—Te hablo a ti... ¡a ti! ¿Sabes quién es este hombre? —Dharmaraj empezaba a rugir.
—¿Cómo no iba a saberlo, maharaj? ¿Quién no conoce al señor profesor? Es una celebridad —dijo ella.
—Shaama, ustedes dos volverán a nacer en la Tierra, en la forma humana. Preguntamos al profesor a quién elegiría como su compañera en la nueva vida y nos dio tu nombre. ¿Te parece aceptable? Si nos confirmas que ése es tu deseo, tu voluntad compartida será ejecutada hoy mismo, en este momento.
Shaama estaba perpleja. Reflexionó un momento.
—¡Te pido que hables pronto! —el profesor no pudo contenerse—. ¡Tú, mi nueva novia y yo tu nuevo esposo!
De golpe, Shaama soltó su lengua:
—No... no... esto no puede ser. No voy a aceptarlo.
El profesor sintió como si le hubieran apaleado con un bastón. El suelo se movió bajo sus pies, y en completa estupefacción le respondió:
—¡Querida, mírame! ¡Soy tu Suraj, el profesor Suraj Prakash! Soy Nagraj,3 tu amor. Soy tu Manjoon y tu Satyawaan.¿Por qué no me reconoces? No podrías ni masticar un solo bocado sin mí.
—Señor profesor, te conozco enteramente, al derecho y al revés —respondió ella.
—Tonterías —dijo el profesor, indignado—. Mujer, ¿por qué no recuerdas tu vida recién terminada? Eras incapaz incluso de digerir la comida sin mí.
—¿Qué más podía hacer? No tenía opción —replicó ella—. Toda mujer, después del matrimonio, es entregada a una casa ajena y hace de ella su único nido. Sólo la abandona con la muerte, en un ataúd. Mientras tanto, se olvida de todo y entrega su vida entera en sacrificio.
—¿Qué quieres decir? —preguntó el profesor.
—El asunto es que una mujer, necesitada e indefensa, no puede hacer otra cosa que soportar la indignidad, la esclavitud y el sacrificio.
—¿Qué clase de fantasía estás tejiendo? ¿Estás fuera de tus cabales? —dijo el profesor.
—Estoy completamente lúcida —soltó ella—. Toda mi vida estuve confinada en las cuatro paredes de mi hogar, prisionera como un ave enjaulada. Dime dónde pasabas esas horas valiosas, antes de que regresaras a casa por las noches. Harta y exhausta, solía esperarte como si hubieras sido mi exigua ración de alpiste.
El profesor estaba atónito. Las palabras seguían brotando de Shaama, como una cascada:
—Un día sí y al otro también, invitabas a tus amigos a casa. Jugaban cartas y se ponían a chismorrear, a hacer bromas tontas y hablar de naderías. Llegabas a beber un trago o dos mientras yo, sin parar, cocinaba y guisaba cada noche para tus invitados, con la desesperación subiendo por cada uno de mis cabellos. Ellos se iban ya avanzada la noche y yo pasaba las siguientes horas lavando los trastes y limpiando la casa, en el frío punzante, hasta que me dolían los ojos. Mi cuerpo entero se congelaba. ¿Y te atreves a preguntarme si te conozco? ¿Qué es la vida de una mujer común?, te pregunto. Es un instrumento cuya piel, rosada y pura, se encoge y desgasta mientras cría niños. La mujer siempre ha sido un juguete en las manos del hombre, que sólo acierta a ser un poco afable con ella de vez en cuando y se dedica a usarla injustamente.
—¿Quieres decir que te asumí como propia y me despreocupé de ti?
—¿Dirías que eso es una mentira, que lo estoy inventando? —replicó en voz alta.
El profesor no pudo hacer más que mirarla fijamente, como mangosta hipnotizada.
—La mujer siempre ha padecido la tiranía y la opresión. Siempre. Desde tiempos inmemoriales, ¡en casa y fuera de ella! ¡Incluso los cinco pandavas, cuyo valor fue ejemplar, llegaron a apostar a su propia esposa, en un juego! ¿Acaso ha ocurrido algo más detestable y descabellado en este mundo? Recuerda a Ram y a Sita, que fueron personajes ejemplares, un dios y una diosa. Ram tuvo que exiliarse y decidió irse a residir al bosque. Sita lo acompañó, pensando en lo injusto que resultaba todo para él. Y aquí surge