Heisenberg: Max Born y Pascual Jordan en Göttingen.
Bohr: Sí, pero Schrödinger en Zürich, Fermi en Roma.
Heisenberg: Chadwick y Dirac en Inglaterra.
Bohr: Joliot y de Broglie en París.
Heisenberg: Gamow y Landau en Rusia.
Bohr: ¿Recordás cuando Goudsmit y Uhlenbeck postularon el espín?
Heisenberg: Tenemos esta última variable en el estado cuántico del átomo de la cual nadie puede hacer sentido. El último obstáculo.
Bohr: Pauli y Stern me están esperando en la estación para saber qué pienso sobre el espín.
Heisenberg: Y luego el tren llega hasta Leiden.
Bohr: Y me encuentro en la barrera con Einstein y Ehrenfest.7
Parece, sin ir más lejos, la declamación de la selección de fútbol europea del mundial de Suiza en 1954. Y, sin embargo, funciona: nos emocionamos con esos nombres extraños y desconocidos, los humanizamos por el solo hecho de espiar una conversación entre pares… entre aquellos que, de pronto, reconocemos como humanos. Quizá sea esa la fuerza de esta pareja: transmitir las emociones y razones que nos suelen estar vedadas, compartir no sólo la lógica del descubrimiento, sino sus entretelones, tragedias y razones. Y, en el camino, derribar las paredes ficticias de los laboratorios, sucumbir a la fascinación de saber qué está pasando allí adentro, integrarnos, aunque solamente sea desde las butacas de una sala que estará convenientemente a oscuras durante un par de horas.
Existe, asimismo, una taxonomía de teatro científico.8 Por un lado, las piezas que narran acontecimientos, presentan personajes o descubrimientos de la ciencia, con una cierta dosis de fantasía y la necesaria reducción para que sea trasladable al escenario. En general provienen del mundo de la dramaturgia en sí, y valen como ejemplos los que ya mencionamos, pero también La prueba de David Auburn o Arcadia de Tom Stoppard, entre muchas otras. Contar historias de la ciencia o, en realidad, contar historias que tienen algo de científico en su origen o su devenir.
Otra categoría es la que Djerassi ha denominado “ciencia en teatro” (parafraseando a su propia definición de “ciencia en ficción”),9 en la que el objetivo es contar la ciencia: ser la famosa mosca en la pared del laboratorio que observa cómo se desarrolla una investigación, cómo se relacionan los científicos (y no todo son rosas), cómo contar las ideas y naturalezas de la ciencia a través del viejo arte de la actuación. Aquí están las propias piezas de Djerassi, alguna Autodestrucción de Elizabeth Burns o el curioso experimento de La entrevista de Gustavo Schwartz y Lucia Etxenique, en el que se da la vuelta completa a la autorreferencia: un investigador regresa con su mentor, pero ya devenido en divulgador científico. Las vueltas de la vida: la ciencia que se mira a sí misma y se representa en las tablas teatrales.
Según Shepherd-Barr, habría una tercera vía en este matrimonio: aquellas asociaciones entre científicos y directores teatrales en busca de nuevas maneras de comunicar el arte, basados en novedades tecnológicas o enfoques experimentales. En todos los casos, el dúo C-T viene a llenar un vacío que advirtió el mismísimo C. P. Snow en su archicitado (y poco leído) Las dos culturas:
Resulta bizarro cuán poco de la ciencia del siglo 20 ha sido asimilado en el arte del siglo 20. Es común encontrar poetas utilizando expresiones científicas, de manera errónea […]. Por supuesto, esa no es la forma en que la ciencia puede ser útil al arte. Debe ser asimilada y ser parte de nuestra experiencia mental completa, y utilizada de manera natural.
¿Será el teatro quien ayude a trazar ese adorable puente entre las dos culturas? ¿Qué es lo que sucede en nuestros corazones-cerebros cuando nos deleitamos con esas historias que viven frente a nosotros en un escenario?
La ciencia del teatro
Como todo arte, el teatro requiere de un conocimiento profundo de lo humano, del funcionamiento y los límites del cuerpo, de las percepciones que se generan en el espectador. Así, bien cabe considerar al teatro como una de las bellas ciencias.
Un ejemplo clásico de esta mirada es de la antropología teatral, con el gran Eugenio Barba (creador del Odin Teatret en Dinamarca) como principal mentor, convencido de la naturaleza investigativa del teatro moderno. Dice Barba, por ejemplo:
Sería una actitud autodestructiva desconocer la importancia del pensamiento científico en el oficio teatral. El pensamiento científico —sus principios, sus alcances, sus hipótesis, sus experimentos y leyes— provee algo esencial a la práctica artística: el equivalente de una mitología.10
Esta mirada se basa sobre todo en la necesidad del entrenamiento teatral, de buscar en la ciencia humana (la antropología) la excusa para todo lo que luego se exprese en un espectáculo. Aun cuando quizá se extrapole algo de jerga de las ciencias exactas (¿exactas?) y naturales (¿naturales? ¿Las ciencias?) más allá del límite aconsejado, el resultado es válido: funciona en el escenario.
Sin embargo, si con algo juega el teatro es con nosotros… En otras palabras, con nuestro cerebro. Así, hay numerosos aspectos en los que la neurociencia se pone en juego al analizar esta relación pecaminosa. El teatro es, por excelencia, un transmisor de emociones: debemos fingir de manera que convenzamos al espectador que eso pasa de verdad, que conmueve, que realmente mueren y se enamoran y sufren y cantan los personajes. En términos más recientes, debemos activar su empatía a través de la estimulación de las neuronas espejo: hacer que sienta lo que le está sucediendo a otros —aun cuando, en el fondo, sabe que ni siquiera le está sucediendo de verdad. Tremendo desafío que, pese a todo, resulta en la mayoría de los casos.
Y también podemos ir más atrás, hacia esa famosa memoria emotiva que el actor busca en su pasado para relacionarse con tal o cual escena: ¿no es esa una forma de estimular su sistema límbico, aquel responsable de emocionarse en la vida real? Ni qué hablar de la creatividad que se pone en juego en la creación teatral, en la asociación libre que propone la improvisación, en las posibles mediciones al sistema nervioso autónomo del espectador (su frecuencia cardíaca, su sudoración, etc.) que denoten la corriente generada entre uno y otro bando de este experimento.11
La tercera en discordia: la escuela
Por si fuera poco, entra en escena un tercer factor en el que también puede emplazarse este puente entre dos mundos: la escuela. Es allí donde también pueden ofrecerse miradas sobre los aspectos sociales de la ciencia: las infancias, influencias, vericuetos y pleitos de los descubrimientos. Sólo así podremos formar sujetos racionales que puedan salir al mundo a comprenderlo, a pelearle cara a cara a los vendedores de promesas. Así aparecen actividades destinadas a fomentar un juicio crítico, el uso de argumentaciones o la teoría de la mente que nos permite meternos dentro de la cabeza de científicos y científicas que por primera vez pensaron algo diferente en su propio tiempo. En la clase de ciencias deben presentarse dilemas, problemáticas que admitan más de una mirada; no olvidemos que los datos son los datos, pero quienes los miran, analizan e interpretan son humanos con sus intereses, ganas y limitaciones a cuestas.12 Así, podemos proponer estrategias de debate, de juicios, de juegos de rol y, claro, de representaciones teatrales que logren una nueva dimensión del hecho científico. Esto no es nuevo, y hay diversas experiencias que dan cuenta de las posibilidades del teatro científico en el aula.13
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