No vamos a engañarlos: en este libro no encontrarán “la respuesta correcta”, pero sí muchas respuestas, sobre todo muchas exploraciones interesantes. Nuestros autores generosamente compartieron (con nosotros, pero especialmente con ustedes) sus experiencias para que cada uno las interprete, las transforme y las utilice a su manera. Nosotros, un poco jugando, proponemos un orden de lectura interpretado bajo el prisma del teatro griego: como las partes que componen una comedia clásica. Pero en realidad sería más juicioso plantear una lectura tipo Rayuela: saltos de atrás a adelante y viceversa, en función de una estructura propuesta por cada lector.
Decidimos nombrar los capítulos como las partes de una comedia1 —y no como una tragedia— de manera absolutamente arbitraria, porque todos los finales son felices; no vean en ello nada formal, aunque de alguna manera hayamos querido provocar la metáfora.
Algunos de nuestros autores no son hispanoparlantes (menos todavía hispanoescribientes), así que en este libro encontrarán las traducciones al español de textos originalmente escritos en portugués, inglés o francés.
¡Esperamos que gocen este libro al menos tanto como nosotros!
1 Se trata de “Prólogo”, que es con lo que abre la comedia y donde se explica la situación de partida; “Párodo”, la escena en donde entra el coro; “Agón”, el enfrentamiento entre una fuerza y otra para tener el primer desenlace; “Parábasis”, el momento de la obra en que los personajes se van y el coro avanza a contarle al público el punto de vista del autor a través de ellos; “Escenas cortas”, relacionadas con lo que se dice en la primera parte de la obra; y “Éxodo”, el término de la obra en la cual la historia termina con un final alegre y feliz, por lo general con cantos y danzas.
La señora pintada: público, ciencia y humor
Eduardo Sáenz de Cabezón2
Ocurrió en Salas de los Infantes, un pueblo de menos de dos mil habitantes en las montañas de Burgos, pero pudo haber sido en cualquier otro lugar. Acababa de comenzar nuestro3 espectáculo de humor científico en el escenario del antiguo cine de la localidad. Unas cuatrocientas personas, de entre 6 y 90 años de edad y con poca, mucha o ninguna formación científica, se sentaban en las butacas de la sala en una gélida tarde bajo cero en la calle. Todo el mundo estaba expectante a ver qué era “aquello de los monólogos científicos” que venía al pueblo; un verdadero acontecimiento.
Mi monólogo inicial acababa de terminar, una especie de presentación del grupo sembrada de chistes y referencias de varios tipos que tiene la intención de captar la benevolencia del público, calibrar cuál es el estilo de humor que les hace gracia, qué referencias manejan, crear una especie de complicidad que va calentando el ambiente con unas amables risas iniciales, antes de dar paso a la sucesión de monologuistas que conforman el espectáculo. El primer monologuista ya estaba sobre el escenario y yo estaba detrás del telón, entre bambalinas, con el resto. Ana, una compañera, me preguntó entonces en voz baja “¿qué tal están hoy?”, y yo respondí “bien, hay mucha gente, se les ve atentos y con ganas de reírse, pero cuidado que en la primera fila hay una señora que yo creo que está pintada, chica, no se mueve, ni una sonrisa la tía, que no se te vaya la mirada hacia ella que te hundes”. Ana abrió entonces los ojos como platos y con cara de susto se puso una mano en la boca y estiró el dedo índice de la otra indicándome que ¡yo llevaba todavía puesto el micrófono!
Lo había estropeado todo, a la mierda la benevolencia del público, el efecto de las risas iniciales, el ambiente jocoso, la complicidad y la calibración del humor del público, el código compartido y todas esas vainas de manual de oratoria… Acababa de tirar por la borda el espectáculo ridiculizando a una señora mayor de la primera fila en frente de todo el pueblo. La sangre se me bajó a los pies y si existen los espíritus que nos asisten, en ese momento estaban todos en fuga junto con mi pulso y el color de mis mejillas. ¡Qué horror! ¡Qué error! Mis manos y pies estaban bajo cero.
Por suerte el micrófono estaba apagado, nadie me había escuchado (salvo Ana) y el espectáculo estaba a salvo. Por cierto, fue una noche estupenda y todo el mundo salió encantado. Pero a mí no se me olvida que durante diez o quince segundos yo había sido el causante de un desastre, de un desaire, de un fracaso y de una ofensa. Y sigo sin olvidarlo, lo recuerdo muchas veces y de la reflexión sobre esos quince segundos he aprendido más que de horas de espectáculos sin sobresaltos.
En esta pequeña historia, rigurosamente cierta, hay varios elementos que nos permiten pensar sobre nuestra relación con el público en un espectáculo de ciencia y humor. Permítanme que diseccione algunos de los elementos de la historia y, como el tiempo y el espacio son cortos, les dejo algunos para que se animen a continuar la disección por su propia cuenta (y riesgo).
Las cuatrocientas personas
¿Quién es el público de un espectáculo de ciencia y humor? Seguramente la pregunta más importante y difícil de quien se aventura a comunicar ciencia sea la pregunta por el público. Se han escrito ríos de tinta sobre el tema y cada uno de ellos merece la pena, aunque no se acabe nunca de resolver el asunto. Preguntarse por el público es lo primero; es el que marca el por qué y el para qué, y sobre todo marca el tono, el nivel, la profundidad y la selección del contenido. Uno nunca se hace idea de quién es el público, pero ¿saben qué? En un espectáculo en vivo, el público está ahí. Es concreto, tangible, es poco o mucho, se le ve. Tiene caras concretas, posturas concretas, una disposición en particular, ojos que le miran a uno, gestos que ocurren en frente de uno. Además, en un espectáculo de monólogos el público interactúa permanentemente con uno, y eso es preciso saberlo de antemano porque habrá que reaccionar a lo esperable y a lo inesperado. Es un continuo caminar en la cuerda floja, y eso es lo más maravilloso de este tipo de espectáculos.
La señora pintada
Siempre hay alguien así. O siempre debería haberlo (aunque ojalá no). Alguien que no conecta en absoluto, por la razón que sea; puede ser cansancio, que le hayan llevado por obligación, que tiene asuntos graves en la cabeza, que no tiene absolutamente nada en la cabeza, que venga con cierta prevención contra la ciencia o que necesite ser convencido de que eso no es un muermo para estudiositos. El caso es que es inmune a nuestros chistes más exitosos, a los giros que siempre funcionan, a los momentos de sorpresa o a las enseñanzas magistrales que llevamos puliendo durante cientos de representaciones. Y eso está muy bien por dos razones: humildad y respeto. La seguridad en el propio trabajo es clave, pero la infalibilidad es para el papa y no siempre. Ser consciente de eso es la clave para no acomodarse en lo que sabemos que funciona, ese es un tipo muy útil de humildad; y respeto, por cada persona que tenemos enfrente, por sus ritmos, por su motivación, porque puede que no sea su tarde y es mejor no forzar. Siempre es mejor no forzar. Quien ha actuado frente a niños sabe que puede ser un desastre forzar el entusiasmo por algo que quizá en otro momento cualquiera les entusiasmaría, pero hoy no, por la razón que sea. El público es el lado de la incógnita en el triángulo artista-texto-público. No forzar al público es quizá la mejor manera de respetarlo que tiene quien se sube a un escenario.
El monólogo inicial
Uno tiene apenas unos minutos para saber quién está ahí. Puede haber preguntado antes, claro, ¿cómo es la gente aquí? Algunas referencias locales siempre se agradecen en los espectáculos de humor, cosas a tener en cuenta, si hay alguna circunstancia especial seguro que alguien te la indica… El lugar te dice algo, por ejemplo, en cuanto a la relación con la ciencia que pueden tener los asistentes: si es una clase, un museo científico, un teatro en el que se paga entrada o un bar. Pero llegado el momento hay que saber cómo respiran esas quince, cincuenta, cuatrocientas