Tras el pinchazo de la burbuja fósil, la humanidad descubrirá que el relato del progreso ya no puede apuntar hacia la terraformación de Marte o las utopías transhumanistas, sino, en el mejor de los casos, en democratizar las posibilidades de felicidad que conocimos en algunos lugares del mundo en el último tercio del siglo XX.6
Por si todo eso fuera poco, la irrupción de la pandemia ha reabierto la veda contra los defensores de la idea clásica de progreso, hasta ahora tan convencidos de que seguramente no vivíamos en el mejor de los mundos posibles –como sí que creía ingenuamente el Pangloss del Cándido–, como implacables a la hora de defender que gracias al avance de la ciencia y la tecnología formábamos parte del mejor de los mundos que ha conocido nunca la humanidad. Desde mediados de siglo XVIII, esa había sido la convicción íntima, casi religiosa, de los hombres y las mujeres modernos, incluso a pesar del sanguinario siglo XX. Lo ha sido hasta constatar, primero con la recesión del 2007 y después con la pandemia, que no es seguro que progreso material y progreso moral conjuguen siempre en sintonía. Los avances propios de la revolución digital, la acumulación de datos personales en manos de poderosos empresarios y gobernantes, la laminación de las clases medias, así como una insensibilidad aterradora con el impacto del estilo de vida occidental sobre el medio ambiente, dibujan un panorama dantesco, que anuncia involuciones sociales y democráticas.7
A los ojos de hoy, qué chocantes nos resultan las tesis de aquellos nuevos abanderados del libertarismo, con Johan Norberg y Rutger Bregman a la cabeza, que no hace ni tres años nos sorprendieron con defensas encendidas del progreso de la humanidad y con unos decálogos tonificantes de razones y reformas para mirar al futuro con optimismo.8
Justo cuando incluso la RAE ha incorporado la palabra distopía a su actualización anual del diccionario virtual de la lengua, una pregunta desgarradora asoma: ¿la tragedia humanitaria de la covid, los cambios sociales, tecnológicos e incluso políticos que ha precipitado, acelerado y consolidado, son un tropiezo en el camino o, al contrario, marcan un punto de inflexión, un cambio disruptivo en nuestra evolución antropológica y social? ¿Las renuncias que habremos hecho a libertades civiles fundamentales, a nuestra intimidad violentada cuando entramos en la facultad, en el teatro o en el gimnasio y nos miden la temperatura corporal; las restricciones a nuestros derechos de libre circulación, reunión, manifestación y participación política cuando nos decretan toques de queda o confinamientos perimetrales, habrán sido solo temporales? ¿O, como pasó con muchas de las medidas adoptadas al día siguiente de los atentados del 11-S en Nueva York, han venido para quedarse? Económicamente, especialmente en términos de consumo energético, a pesar de las advertencias catastrofistas cada vez más irrefutables que inundan la literatura académica y de divulgación, pasada la tormenta ¿reanudaremos el camino allí donde lo dejamos? Las colas kilométricas en la AP-7 los domingos de verano por la tarde o el colapso de la calle València de Barcelona los viernes al mediodía dan que pensar. La encendida e ideologizada discusión sobre la ampliación del aeropuerto de El Prat, con todo lo que comporta sobre el modelo de sociedad que queremos, tampoco parece acreditar demasiada predisposición a los cambios.
Para dirimir estas cuestiones, es seguro que la evolución de la demografía, lejos de serenarnos, nos generará más inquietud. Porque la nuestra es una sociedad avanzada y madura, casi gerontocrática, y es sabido que para la mayoría de los ancianos, en especial si viven confortablemente, el sacrificio de la libertad en la pira de las ofrendas a la seguridad es siempre un mal menor, cuya factura no acaban pagando ellos sino sus nietos. Que en Catalunya cronifiquemos un 40% de paro juvenil, un 17% de abandono escolar, una tasa de emancipación entre las personas de 16 a 29 años de un 19%, y que no pase nada, lo certifica con crudeza.9
En honor a la verdad, hay que reconocer que los viejos valores de la libertad, la igualdad (cuando menos de oportunidades y ante la ley) y la fraternidad, que hasta ahora habían actuado como motores de progreso, también parecen haberse vaciado de su sentido primigenio. Lo confirma que todos los partidos del arco parlamentario, e incluso los extraparlamentarios, desde los de extrema derecha hasta los radicales de izquierdas, se reivindican por doquier como sus máximos avaladores. Es sabido que cuando Vox y Podemos se reconocen a un tiempo como garantes del mismo valor, cuando lo hacen al unísono Salvini y Draghi o Le Pen y Macron... no es que compartan un mismo tipo de exigencia moral, reconocida universalmente, sino simplemente que las palabras se han banalizado, han perdido su significado radical.
Pienso que la apuesta académica por las humanidades en todas las disciplinas forma parte de las contribuciones cualitativamente significativas para la superación de este momento agónico del mundo que nos ha tocado vivir. A males nuevos, recetas clásicas. Y el mejor remedio contra el derrumbe, o cuando menos la degradación de la calidad de nuestras democracias, solo puede ser el compromiso con una ciudadanía educada y culta, capaz de hacer uso autónomo de su capacidad de razonar, de mantener bien vivo el espíritu crítico, es decir, la propia libertad. Y eso nos lleva al tema central de este libro: la pregunta sobre cómo podemos aspirar a llevar una vida buena.
¡En este punto ya avanzo que este es un libro militante! Militante, porque no podremos aspirar a llevar una vida buena, a ser realmente felices, si este propósito no se desarrolla en un entorno responsable y fraternal, que consecuentemente promueva una sociedad justa, o sea, moralmente aceptable. Que la vida buena deba ser un asunto estrictamente vinculado a la esfera privada de la vida es falso, por simplificador. Y lo escribe un liberal. ¿O es que quizá podremos aspirar a nuestra propia autorrealización personal si no hemos reflexionado antes sobre quiénes somos, sobre qué hacemos en el mundo o sobre por qué hemos nacido? Siéntete bien contigo mismo, y podrás sentirte bien con los demás, ciertamente. Afianzado el yo, sin embargo, ¿podemos plantearnos una vida insensible a la suerte de los demás? ¿O con respecto al planeta que dejaremos a las próximas generaciones?
En estos nuestros tiempos posmodernos, de grandes y acelerados avances científicos, si creyéndonos semidioses osamos cruzar todas las barreras del sonido, ¿no ha llegado también la hora de preguntarnos, como nos espolean a hacer los teóricos del posthumanismo, por qué tenemos que envejecer y hacernos mayores hasta morir? ¿Dónde está escrito que las cosas tengan que ser así? Porque ¿de verdad somos solo depositarios de una vida que en el fondo no nos pertenece? Y mirado al revés, mientras lo tengamos que hacer, ¿hasta qué punto no debe resultar tan legítimo defender el derecho a la vida, como el derecho a la muerte? ¿La vida y la muerte no tendrían que resultar indisociables de la dignidad con que son ejercidas? En nuestros días, ¿cuántas personas mayores no miran a los ojos de sus nietos para preguntarles, honestamente y con desconsuelo, por qué los obligan a seguir viviendo en un mundo que ya no es el suyo?
Sin el esposo, sin los amigos, casi totalmente analfabetos tecnológicos y cada vez más dependientes físicamente de los que tienen su custodia, muchos ancianos contemplan con impotencia cómo los hijos malgastan todo el patrimonio material y moral que ellos habían forjado a lo largo de su vida, y soportan, humillados, tener que seguir arrastrando los pies por una vida dependiente e indigna, con mil y una disfunciones físicas y cognitivas, entre gasas, sondas y curas paliativas, que encima solo pueden agradecer –o quizá tendríamos que decir reprochar– a anónimas cuidadoras latinoamericanas, en las que en el fondo encuentran las únicas pírricas y rutilantes muestras de afecto. Hoy, cerca de medio millón de personas mayores viven solas en Catalunya sin desearlo. Su vida longeva es tanto la historia de un éxito de la humanidad como la renovación de la exigencia urgente de encontrarle un sentido. Su presencia nos recuerda, con un silencio tan discreto como ensordecedor, que no es posible disociar individuo y comunidad, progreso material y progreso moral.
Porque, salvada la dignidad del yo, sigue interpelándonos la urgencia de dar respuesta a cómo podemos construir un proyecto de vida propio, dedicarnos a aquello que nos interesa, nuestra familia, nuestros amigos, nuestro