Las estadísticas con respecto al número de asesinatos por encargo, las bombas en establecimientos o la quema de negocios que se dan en la Costa del Sol dan la razón a quienes creen que se ha centrado demasiado la atención en la provincia de Cádiz. Pero resulta que episodios como el del rescate por la fuerza de un miembro de un clan del hachís mientras, ya detenido, permanecía custodiado en el hospital –sus compinches pasaron por encima de los policías que lo vigilaban– como ocurrió en La Línea de la Concepción, o bien la muerte de un niño arrollado por una lancha semirrígida de los narcos removieron conciencias. Y centró el foco. Por trágicos en unos casos o por inauditos en otros, sucesos como estos pusieron en el mapa inevitablemente al sur gaditano. Los principales magazines de televisión enviaron reporteros y se nutrieron informativamente de cuanto ocurría. Toda esta intensidad informativa acabó por extender la idea –del todo cierta– de que algo estaba pasando en el Estrecho. Aunque el medio televisivo fue el que casi con toda seguridad dio dimensión nacional a las nuevas realidades del narcotráfico en esa zona de España, fueron los medios locales, especialmente los escritos –incluidos algunos corresponsales de medios con redacciones centrales en Madrid–, los que con su valentía informativa y proximidad aportaron la profundidad necesaria para que otros con menos experiencia sobre el terreno tuvieran la oportunidad de contar con una guía de valor incalculable para adentrarse en ese entorno informativo.
La narcolancha que acaba por matar a M. aquella tarde primaveral en Algeciras lleva rato haciendo maniobras muy peligrosas muy cerca de la orilla. Navega entre mejilloneras para añadir vértigo a la situación. Es tan marcada la agresividad del pilotaje que en un brusco desvío el patrón sale despedido por la borda. Tras ese percance, se sube de nuevo a la embarcación semirrígida de gran potencia; de unos 300 caballos. Tras salir proyectado, consigue volver a su cabalgadura náutica gracias a que no viaja solo. Y así, tras estar de nuevo a bordo, prosigue su alocado manejo. La desproporcionada motorización y el hecho de que la lancha vaya vacía, que no lleve carga alguna y que por tanto arrastre poco peso, dotan a la neumática de una aparente flotabilidad que supera al agua misma, como si la barca pudiera sostenerse por momentos en el aire, a penas sin fricción.
Los bañistas ya se han dado cuenta a esas alturas que alguien va haciendo el temerario por el mar y no tardan en reprochar su actitud al piloto. “Va como loco”, comentan. El patrón de la barca que compromete la tranquilidad y la seguridad de la playa de Getares, P.B.F., daría más tarde, tras la tragedia, “positivo” en la prueba de alcoholemia.
P.B.F. se comporta pilotando en el agua como si estuviera celebrando algo. Quizá ha logrado que le devuelvan la goma después de haber estado retenida por las fuerzas de seguridad tras alguna inspección antidrogas. Era frecuente que las barcas volvieran a sus dueños tras una inmovilización preventiva hasta que a finales del 2018 el Gobierno prohibiera las narcolanchas, fueran o no cargadas de droga.
Este era el circuito que seguían las embarcaciones hasta su ilegalización: los agentes de la ley las sacaban de la circulación, pero luego eran devueltas a sus dueños en una especie de ciclo infinito. Si en el mejor de los casos la barca fluía por todo el proceso legal administrativo y era incautada y finalmente salía a subasta como es menester, ¿quién iba a estar interesado en comprar una barca con semejante hipertrofia de motor sino una banda de narcos? No sirve para otra cosa que no sea correr sobre el mar, volar sobre el agua, sirve para que cualquier transporte dure lo menos posible y a la vez ponerse a salvo de una eventual persecución policial. Su consumo de combustible y configuración no es apta para nada más. Quién sabe si para una operación militar de comandos, pero desde luego no para salir a pescar.
Tras el mortal atropello, sobre la semirrígida se produce entonces una sorprendente escena. El acompañante del patrón, el copiloto por definirlo de un modo que permita mejor su identificación, A.C.G., se encara con el temerario timonel. Ambos inician un aparatoso forcejeo que por instantes pasa desapercibido, pues la mayor parte de la atención tras el terrible trance se centra en los gritos del padre del chico, que no deja de repetir algo como “me lo has matado”.
Piloto y copiloto pelean hasta que A.G.C., de un empujón, derriba a su súbito oponente. Con el patrón echado en la cubierta de la embarcación, su acompañante salta por la borda. En el agua, el copiloto suplica al conductor de una moto de agua que se ha acercado a comprobar lo sucedido que lo lleve hasta la orilla. El ahora náufrago lleva agarradas en las manos las llaves de la narcolancha. El patrón, ante la gravedad de la situación, viendo al niño destrozado por los motores de la embarcación que pilotaba, quería huir, pero su compañero se ha opuesto. Por eso peleaba. No quería, por lo visto, como más tarde trascendió, comerse un marrón que no le correspondía. Irse de allí sin haber hecho nada, le dejaba mal ante la justicia. “De aquí no se va nadie –pensó el copiloto–, no voy a cargar con esto”. Y así fue. El juez del caso lo dejó más tarde en libertad sin cargos.
El copiloto, pues, en poder de las llaves de la narcolancha, se baja de la moto de agua y cubre los últimos metros antes de salir del agua a nado. En la orilla, le esperan bañistas, quizá con lazos familiares o de amistad con la víctima, que la emprenden con él a palos pese a sus intentos de explicar que no ha sido él, que él se había opuesto a ese condenado juego. Las primeras acometidas de la concurrencia son imposibles de evitar. El horror y la furia han tomado el control. Queda finalmente retenido por el público hasta la llegada de la primera patrulla que, a la postre, lo detendrá en un primer momento por homicidio.
–Te llevamos detenido hasta que se aclaren las cosas.
La barca en la que está M.M.R., el padre del niño recién muerto, llega a la orilla. La embarcación de recreo queda momentáneamente varada. Es una dramática y desgarradora escena. Alguien tapa el cuerpo del crío. Mientras, el desdichado progenitor se culpa a gritos de haber llevado aquella tarde con él a su hijo. Que de otro modo seguiría vivo, grita desesperadamente.
Agentes de la Policía Nacional llegan al lugar indicado por una de las llamadas de socorro y alcanzan a hacer un rápido examen que les permite dibujar un poco los hechos. Enseguida ven al niño en la barca. Comprueban que el daño es irremediable. La narcolancha sigue a varios metros de la orilla como al pairo. El piloto homicida sigue a bordo. Dan aviso al servicio marítimo de la Guardia Civil para que intervenga con una de sus embarcaciones. Con su ayuda, se remolcan ambas barcas hasta unas instalaciones del gigantesco puerto de Algeciras.
P.B.F. queda detenido de inmediato.
El padre del niño acude también al puerto. El juez tiene que levantar el cadáver. En un acto de aguda desesperación, trata de tirarse al mar y ante la imposibilidad intenta autolesionarse en el abdomen con un objeto punzante. Llega a lastimarse, pero la fuerza pública que custodia los trámites judiciales logra que esa suerte de autocastigo nacido del dolor no prospere.
“La muerte de un policía local de La Línea de la Concepción y la muerte del niño de Algeciras cambiaron las cosas. Se produjo un salto mediático, sobre todo televisivo”. Es Paco Mena el que habla, presidente de la Federación de Asociaciones contra la Droga del Campo de Gibraltar. Cuando se refiere al fallecimiento de un policía local en La Línea, lo hace al respecto del trágico episodio que acabó con la vida de Víctor Sánchez, de 46 años, miembro de esa plantilla municipal que fue atropellado durante la persecución a unos motoristas que iban cargados de tabaco de contrabando. Tenía que ser un servicio sin demasiada complicación. Pero a veces las cosas se complican en la calle. Eran las 20.00 horas del 7 de junio del 2017, más o menos un año antes de la trágica muerte del pequeño M. en la playa de Algeciras.