¿Hay en el ser humano algo que abarque y, por tanto, comprenda a Dios? A esta pregunta, planteada en I, 2, responden el libro décimo y el último. En X, 15.26.35-37 se lee que el hombre no comprende su propia memoria –no la abarca, por tanto–, pero que ella sabe algo sobre Dios. En XIII, 12 se dice que, si bien el conjunto formado por la existencia, el conocimiento y la voluntad humanos es imagen de la trinidad divina, esta continúa incomprensible para el hombre; lo que nada sorprende, si se tiene en cuenta que él ni siquiera se conoce a sí mismo, pues no entiende del todo su propia estructura trinitaria interna.
Porque, según I, 3, el Señor llena el cielo y la tierra, ¿se puede decir que lo abarca? Los libros once y doce justificarán ampliamente la respuesta negativa. Con la imagen de Dios dibujada por contrastes en I, 4 –por eso tan fascinante y cercana a los seres humanos, a su vez, tan indefinibles por paradójicos– forma pareja la que de Dios siempre activo y siempre quieto diseña XIII, 52. ¿Tienen sentido –pregunta I, 5– las amenazas de Dios contra quien no lo ama? Sí, responde X, 30-34: porque por sí mismo, no por una voluntad exterior, arbitraria, ese desamor lleva a la infelicidad; sí, contesta XIII, 3-10: porque, sin la luz, que es Dios, el hombre sólo tiniebla es y posee. La sobria confesión agustiniana del pecado en I, 6 corresponde al despiadado examen de conciencia en X, 39-64. El deseo de no pleitear con Dios, formulado asimismo en I, 6, se explica en X, 1-3. En resumen, dada la relación evidente entre los seis párrafos iniciales del libro primero y los cuatro libros últimos, no sería descabellado considerar aquel, según ha propuesto alguna agustinóloga[29], como pórtico a todas las Confesiones.
Subida ardua
Quien lea atentamente los libros segundo hasta el noveno, constatará cuatro hechos: una trama argumental, en que se entretejen acontecimientos de la vida del autor desde el año 370 al 386; la presencia de la madre, Mónica, nombrada o sin nombrar; su ausencia, precisamente en aquellos libros, cuarto y séptimo, en los que el relato se remansa y emerge la reflexión; por último, la aparición periódica, seguramente no casual, de ciertos temas agustinianos y de referencias bíblicas, que emparejan el libro segundo con el noveno, el tercero con el octavo, el cuarto con el séptimo y el quinto con el sexto. Resulta, pues, una estructura que va estrechándose alrededor de los dos mencionados al final. Así arropados, quedan puestos de relieve. Invito ahora al lector a recorrer este conjunto y a comprobar la eficacia de su organización para transmitir contenidos. ¿Cuáles?
Uno, que engloba a los demás y puede denominarse «El camino ascendente de Agustín desde el más profundo abismo del pecado hasta la visión de Dios». En efecto, si el libro segundo presenta a su autor y, en general, la condición humana, hundidos en el pecado, el noveno narra la experiencia religiosa habida por él y su madre en Ostia, y la situación nueva en que desde entonces se encuentra el escritor: la de siervo de Dios. Las unidades tercera y octava tratan respectivamente de su caída en el maniqueísmo y de su conversión al Dios de Jesús, predicado por la Iglesia. A la lucha del autor por alcanzar el conocimiento asiste el lector del libro cuarto, en espera de que en el séptimo se vea, por fin, la solución de los problemas intelectuales que plantean los contenidos de la fe cristiana. Por último, en el centro del anillo, el libro quinto narra el distanciamiento de Agustín respecto al maniqueísmo, sin que por eso hubieran quedado superados aún errores de bulto, mientras el sexto presenta al autor impresionado por la Iglesia, pero aún sin ver clara la opción por ella. Así pues, la lectura sosegada de estos libros descubrirá que su emparejamiento no es arbitrario.
Parejas bien avenidas
¿Qué une los libros segundo y noveno? El verso evangélico «Entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25,21)[30], y el versillo sálmico «Soy tu siervo, siervo de tu esclava» (Sal 115,16b), que tanto en II, 7 cuanto en IX, 1 se refiere al papel jugado por Mónica. También relatos de influjos que Agustín ha padecido: negativo, el de las compañías (II, 8); positivo, no sólo el de la madre (II, 7.8), sino asimismo el de otros (IX, 5.6.14.17). Se ha de añadir a esto el ejemplo edificante y la liturgia de la comunidad cristiana, en cuyo seno se siente ahora seguro. Vinculan además estos libros algunas metáforas: abismo (II, 7.9 y IX, 1); ascenso: desde el valle (II, 2) hasta la cumbre (IX, 24); paraje: fértil (IX, 24) y estéril (II, 18); audición: del ruido mundano (II, 2) y de la palabra que, por decirlo todo, acalla todo lo demás (IX, 25); cadena: opresora (II, 4) y rota (IX, 1); olor: repugnante (II, 8) y gratísimo (IX, 16); calor de Dios (IX, 8), frío de los pecados (II, 15).
Por su parte, los libros tercero y octavo dejan constancia de los estímulos benéficos que procuraron al escritor dos filósofos paganos: según III, 7.8, Hortensio, libro hoy perdido de Cicerón, le empuja hacia Dios de modo nuevo y a buscar un camino que desemboque en él; según VIII, 2-10 el ejemplo de Victorino, hecho cristiano, lo conmovió mucho, sin ser, empero, determinante para su conversión. Contrasta en ambos escritos la reacción del autor ante la Biblia: en III, 9 se le cae de las manos; en VIII, 30 confiesa haber hallado en ella lo que más necesitaba en aquel momento, el de su decisión de ser cristiano católico. En VIII, 30 se encuentra una referencia a un sueño de Mónica, narrado en III, 19.
Revelan vínculos estrechos entre estos dos libros también lo que en ambos escribe su autor sobre la misericordia, tanto divina cuanto humana, y su insistencia, en III, 1 y VIII, 25, en que la primera no necesariamente agrada de momento al hombre, pues este necesita antes percatarse de su eficacia bienhechora. Por último, como en VIII, 22-24 se extiende Agustín en refutar la existencia de una sustancia mala, afirmada por los maniqueos, así en III, 17-19 asevera, también contra ellos, que lo decisivo en el orden moral es la voluntad buena o mala del hombre, no el mero comportamiento. Y, si en III, 16 anatematiza la soberbia y canoniza la humildad, en VIII, 28-29 deja clara la eficacia de la gracia divina para iniciar y llevar a cabo la vida cristiana.
Numerosos son también los vínculos entre los libros cuarto y séptimo, amén de ocuparse ambos intensa y extensamente de la evolución intelectual del autor. Un acontecimiento en cada libro –respectivamente, la muerte de un amigo (IV, 26) y la lectura de escritos neoplatónicos (VII, 26)– impulsa el desarrollo interior agustiniano, frustrado siempre por la soberbia. La experiencia de cuán nociva es ella explica tres hechos comunes a los libros en cuestión: presencia en ambos del verso davídico «No desprecias un corazón contrito y humillado» (Sal 50,19b)[31] y del texto apostólico «Dios resiste a los soberbios, mas a los humildes da la gracia» (Sant 4,6)[32]; afirmación de la necesidad de la humildad, y explicación de por qué Agustín no pudo encontrar a Dios sino, como los neoplatónicos, verlo sólo de lejos[33]. En el libro cuarto repasa Agustín algunos fracasos y errores suyos, que en el séptimo rebate. Los huesos humillados de IV, 27 y los arrepentimientos callados de VII, 11 remiten al salmo penitencial por antonomasia, el quincuagésimo primero. Tanto el Dios que en IV, 18 es íntimo del corazón humano, cuanto la luz inconmutable que según VII, 16 habita el interior del hombre, remiten a quien un salmista denomina Dios de mi corazón (Sal 72,26).
Atención esmerada merece lo que en estos libros dice Agustín sobre Jesucristo: Verbo de Dios, Palabra encarnada, camino de salvación, luz verdadera, plenitud desbordante, generosa, necesaria al hombre, esposo no siempre amado. Esta cristología no escolar ni sistemática, sí intensa, atinada, se nutre evidentemente de la del evangelista Juan. Entrelazada con alusiones a Pablo, cuando este habla de la leche que alimenta a los cristianos (cf 1Cor 3,1-3), permite que, bajo la custodia divina que lo amamanta[34], se sienta niño su autor, quien de tal infancia no tiene por qué avergonzarse, si, como dicen IV, 19 y VII, 24, la Palabra fontal ha descendido hasta el hombre.
La influencia del obispo maniqueo Fausto y del obispo católico Ambrosio en el desarrollo religioso de Agustín, descrita respectivamente en los libros quinto y sexto de las Confesiones, los relaciona. Más recio resulta el vínculo entre ellos, al escuchar al autor reconocer en VI, 4-5 su equivocación respecto al antropomorfismo bíblico, que, mal entendido, le impidió, según V, 19-21, hacerse católico durante su estancia juvenil en Cartago, donde asistió a algunas conferencias sobre la Biblia. El lazo más apretado entre ambos libros se debe al papel que juega en ellos la providencia divina, como lo muestran V, 1-2.13.15.22 y VI, 23.24.26.
No sólo los libros segundo al noveno de las Confesiones están íntimamente interrelacionados tanto desde el punto