Este libro sexto es, ante todo, la historia de la influencia de Ambrosio en la conversión de Agustín, pues en las cuatro etapas es quien le da ideas, consejos y soluciones; lo instruye e ilumina; le abre horizontes nuevos y provoca en él inquietudes, la búsqueda de cuyo apaciguamiento conducirá al catecúmeno argelino hasta el seno de la Iglesia católica. Por otra parte, este libro contiene una descripción desgarradora de la ruptura entre su autor y quien durante quince años fue su compañera sentimental y madre de un hijo de ambos. Por último, a partir del párrafo undécimo se leen datos biográficos sobre Alipio. Nada tiene esto de extraño. Sabemos, efectivamente, por la carta vigésimo cuarta del epistolario agustiniano, que Paulino de Nola había pedido a este amigo querido de Agustín que le contara la historia de su vida y la influencia de Ambrosio en su conversión al cristianismo. Pues bien, al narrar el obispo de Hipona las etapas de su evolución intelectual y religiosa, vividas al unísono con su paisano, el abogado Alipio, satisfacía, al menos parcialmente, el ruego de Paulino. De hecho, sobre su amigo del alma escribe Agustín en Conf. VI, 11-16.21.26; VII, 25; VIII, 13-19.30 y IX, 7.14. Por eso se ha dicho, si bien quizá exageradamente, que fue Paulino quien indujo al obispo hiponense a escribir sus Confesiones.
Por la filosofía, hacia la verdad
En dos partes se distribuyen los 5.951 vocablos del texto original del libro séptimo y sus 27 párrafos. La primera describe la situación intelectual de Agustín antes de descubrir el neoplatonismo. El balance no es enteramente negativo: dejados atrás el dualismo maniqueo y la astrología, se ha fortalecido su fe en Dios, en Cristo, en las Escrituras y en la Iglesia. La segunda parte, fundada sobre la oposición entre el orgullo y la humildad, narra el encuentro de Agustín con los libros de los neo-platónicos y su búsqueda y descubrimiento del Cristo mediador. También de otra forma puede presentarse el contenido del libro, que refleja la situación anímica del escritor, de treinta y un años ya, durante su estancia en Milán entre la primavera y el verano del 386. Su autor revive, en efecto, tanto las etapas últimas de un proceso que culminó en cierto conocimiento de Dios –menos imperfecto que hasta ahora, más satisfactorio para su razón y su corazón–, cuanto el descubrimiento del camino por el que pudo llegar hasta él. Tras mostrar las ideas falsas que sobre Dios se había él forjado, confiesa cómo, una vez rechazado el maniqueísmo y todavía no asumida la fe cristiana, los libros de los neoplatónicos lo condujeron al conocimiento verdadero de Dios. Concluye denunciando las deficiencias de este saber nuevo, que lo impulsaron a buscar su superación en el cristianismo.
Ante las puertas de la Iglesia
Agustín dedica los 5.643 vocablos y los 30 párrafos del libro octavo a narrar su conversión cristiana. Esta, colofón de una serie de ellas, debidas a la lectura, respectivamente, del Hortensio y de obras neoplatónicas, es asimismo un escrito, de san Pablo ahora, el que la desencadena. A su vez, aquella es inicio de otras que concluirán, cuando la recitación de los salmos penitenciales, que piden y aseguran el perdón divino, cierre para siempre los labios y los ojos de este buscador insaciable del Dios vivo y de su misericordia. Por otra parte, y a distancia de un decenio largo, el autor reflexiona en estas páginas sobre lo que le aconteció a finales del verano milanés del 386, es decir, sobre el tramo final del itinerario que él siguió hasta tomar la decisión de ser cristiano católico. Tras adquirir una imagen adecuada tanto del Dios único cuanto de Jesús como mediador, acoge la gracia, don que Cristo otorga mediante su Espíritu. Este, convirtiendo en iluminadora y eficaz la palabra bíblica, unifica los quereres tornadizos, vence las resistencias ocasionadas por la costumbre, y hace visibles en la conducta diaria los frutos de la adhesión creyente al Dios Trinidad, predicado y amado por la Iglesia.
Si el libro séptimo ha tratado sobre la purificación de la inteligencia, el siguiente se ocupa de la del corazón y la voluntad. ¿Por qué? No le basta al autor –quizá a nadie– la mera lectura de la Biblia para dar el paso más trascendental de su vida. Son necesarios además los ejemplos de otros que, en situación igual o más difícil, se han decidido a creer y se han aventurado a adherirse a la Iglesia. De hecho, el libro octavo consta, sobre todo, de tres episodios. Los dos primeros, conversaciones con Simpliciano y Ponticiano, incorporan los relatos de las conversiones de Mario Victorino y de los oficiales de Tréveris; el tercero, el de la escena del jardín en compañía de Alipio, narra la conversión del escritor, hermanado ahora, por fin, con quienes precedentemente se habían abierto a la fe cristiana. Por último, merece atención el hecho de que, si bien ha sido un texto de la Carta de Pablo a los romanos el detonante de la decisión de Agustín, ese escrito –vocero de la gratuidad y universalidad de la salvación divina, pues generales son la insuficiencia y demérito humanos– va dejando huellas por el libro, desde el párrafo segundo al trigésimo.
El viaje hacia la vida
9.029 vocablos, distribuidos en 37 párrafos, ha necesitado Agustín en el libro noveno para cantar la bondad y misericordia de Dios, proclamar la liberación y salvación humanas, debidas a las dos anteriores y de las que se ha beneficiado él, y alabar al Señor, que le ha perdonado. Así pues, compasión divina, liberación del pecado regalada por Dios al hombre, y sacrificio de alabanza que, agradecido, ofrece este a su libertador, son los motivos que constituyen la trama discreta de un tejido sobre el que aparecen con claridad las etapas de un movimiento externo que corresponde a un camino interior. Tres etapas –Casiciaco, Milán, Ostia– recorridas entre finales del verano del 386 y el otoño del 387. En todas aparece con claridad que nadie se salva solo, y que la presencia de hermanos tiene gran relieve en el proyecto de Dios sobre cada persona. Por otra parte, el autor delinea el sentido cristiano de la amistad que, para ser plena, debe transformarse en amor oblativo por ambas partes, de forma que los amigos descubran que se mueven en un espacio mayor que el que ellos son capaces de crear y cultivar: el del amor de Dios, que abraza y trasciende todo y a todos.
Ascenso a Dios y viaje al interior
Un hombre que busca el conocimiento de Dios y el de sí mismo: este es el Agustín que, en los años finales del siglo cuarto, redacta, ya obispo, las Confesiones y, por tanto, también el libro décimo, en cuyos 11.637 vocablos y 70 párrafos se manifiesta cual es él en este momento de su vida. A la introducción, contenida en los siete párrafos iniciales, siguen dos partes. La primera, desarrollada entre los párrafos octavo y trigésimo octavo, revela el conocimiento de Dios, al que el autor va ascendiendo a través de las criaturas externas a él, de sus sentidos propios, de la memoria y de su vehemente, indomable y siempre insatisfecho deseo de ser feliz. La segunda, extendida del párrafo cuadragésimo primero al sexagésimo cuarto, se ocupa del esfuerzo agotador al que se somete Agustín para lograr el autoconocimiento más cabal y despiadado. Entre ambas, los párrafos trigésimo nono y cuadragésimo funcionan como transición. La conclusión, desde el párrafo sexagésimo quinto al septuagésimo, antes de cerrar el libro con un himno de acción de gracias y de esperanza confiada, vuelve a lo que precede, pero en un plano superior. De hecho, el confesante menciona otra vez sus pecados, fruto de la debilidad ante la seducción de bienes aún no integrados en la existencia cristiana. Ahora, empero, tras haber descubierto el amor que el Padre le ha manifestado en su Hijo Jesús Mesías, salvador y mediador, a quien todo hombre –también Agustín, por tanto– debe la gracia de la filiación divina, la certeza de haber sido perdonado y la curación de sus enfermedades morales.
Palabra eterna y palabras en el tiempo
El libro undécimo, con sus 6.767 vocablos y 41 párrafos, se balancea entre la eternidad de Dios y la temporalidad de los hombres. Efectivamente, a los cuatro párrafos introductorios siguen treinta y siete, en los que el autor, manos a la obra de comentar el verso primero de la Biblia, reflexiona sobre la eternidad divina, el tiempo humano y la relación entre ambos. Llegado a la fe en