El fuego de la montaña. Eduardo de la Hera Buedo. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Eduardo de la Hera Buedo
Издательство: Bookwire
Серия: Testigos
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788428565011
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es lo que entonces ocurrió?

      Enseguida lo veremos; pero insistamos en que lo admirable de este hombre fue su constante y tozuda búsqueda. No se estancó en superficiales harturas. No se acomodó a lo fácil. Ni el dinero, ni la fama, ni la buena vida lo retuvieron, apresado, en sus redes. Él siguió siempre en pos de sensaciones nuevas, de horizontes anchos, de ideales a la medida del corazón humano.

      Habíamos dejado descansando a Foucauld, después de su viaje de explorador por tierras africanas...

      Permaneció quince días en Argel, y enseguida, el 17 de junio de 1884, le vamos a encontrar de nuevo en París, desde donde se retirará a Gironda, a un castillo que en Tuquet tiene, como residencia de verano, su tía, la señora Inés Moitessier.

      Allí, en la tranquilidad del campo, rodeado de las atenciones de su prima María, vizcondesa de Bondy, y después de una seria enfermedad, Charles de Foucauld empezó a recuperar la sabiduría de la bondad, el gusto por la soledad sonora, la serenidad de espíritu, el sentido del agradecimiento hacia aquellos que verdaderamente le amaban.

      Así se lo decía al ya citado responsable del museo de Argel, el 19 de junio: «He llegado esta mañana del campo (...) (esta es) una tierra encantadora, todo agua, todo verdor; es más de lo que necesito para encontrarme perfectamente feliz»[121].

      Soledad, en compañía de personas buenas: este fue el clima, la atmósfera espiritual que preparó la conversión del que, andando el tiempo, sería el «Hermano universal», el inspirador de los Pequeños Hermanos de Jesús. De este retiro y de la convalecencia de su enfermedad, salió un hombre más reflexivo, más maduro y equilibrado...

      ¿Un hombre nuevo? Todavía no. Pero Charles ya no era el joven alocado, ruidoso y despilfarrador de pocos años antes. Había empezado a saborear el silencio y el jugo de lo que es esencial en la vida.

      A finales de octubre (seguimos en 1884) Charles regresó a África: volvió a Argel. Seguía siendo un oficial en la reserva. Pensaba permanecer allí unos diez meses. Entre tanto, preparó sucesivos viajes y nuevas exploraciones.

      Una hija del comandante Titre le gustaba. Se trataba de una chica joven de 23 años, Marie-Margarite, que había dado el paso del protestantismo al catolicismo. Tal vez sin pensarlo mucho y queriendo organizar su vida, Charles le hizo proposiciones de matrimonio. La señorita Titre encontró en Foucauld un joven serio y seguro de sí mismo, reflexivo, cuidadoso en el vestir. Sin embargo aquella relación no llegó a prosperar. Los encuentros con la novia no eran lo bastante frecuentes como para poder hablar de un conocimiento, y María de Bondy desaconsejó a su primo seguir adelante con una relación que estimaba poco clara.

      Por la propia mademoiselle Titre sabemos que Charles de Foucauld, por entonces, sentía algo así como pena de no tener fe. A la chica le había dicho un día: «Cuando nos casemos, señorita, yo la dejaré completamente libre para hacer lo que quiera en cuestión de religión; en cuanto a mí, yo no la practicaré, porque no tengo fe»[122].

      A finales de 1884 Foucauld volvió a Francia. Asistió a la boda de su hermana María, que se casó con Raymond de Blic.

      En marzo de 1885 lo encontramos, de nuevo, en Argel, ocupado en redactar el informe de sus viajes anteriores. El intrépido explorador deseaba verlo todo impreso. Y, a poder ser, pronto. El 24 de abril, María de Bondy, en nombre de su primo, recogió el importante premio, concedido a Foucauld, del que ya hablamos: la medalla de oro de la Sociedad Francesa de Geografía.

      El resto de aquel año se le fue entre idas y venidas, de Francia a Argel. Recorrió el Sahara argelino y tunecino, porque deseaba establecer una comparación con el Sahara marroquí; visitó, en septiembre, el Mzab; en octubre llegó a Laghouat; en noviembre, con un destacamento militar, se dirigió a El Golea, un oasis que dista de Argel más de mil kilómetros. Allí instaló un palomar de palomas mensajeras. Había sido el primer francés en poner los pies en aquel lugar. La religiosidad musulmana le impresionaba vivamente, sobre todo la práctica de la hospitalidad, el sentido de Dios, la fidelidad a la oración.

      Actividad la de Foucauld, continuada, intensa, casi febril.

      A comienzos del año 1886 lo encontramos en Gabes, donde se embarcaba para Francia: «Pienso estar en París, el 15 o el 20 de enero, con el manuscrito preparado para la imprenta...»[123]. El 19 de febrero, después de visitar en Niza a su hermana, que había sido recientemente mamá, regresó otra vez a París...

      Alquiló una habitación en la calle Miromesnil, nº 50, muy cerca de la iglesia de san Agustín y no lejos del palacio donde vivían su tía, la señora Moitessier y su prima, María de Bondy. La cabeza de Charles no paraba de dar vueltas. Pensaba ya en nuevas exploraciones. Pero de momento lo que más deseaba era ordenar las notas de sus viajes anteriores, con vistas a la publicación de su libro Reconnaissance au Maroc[124]. Debía, además, poner a punto sus mapas y preparar nuevos viajes.

      Se instaló en su apartamento a lo árabe. Vestía como ellos, una chilaba, y dormía en el suelo, sobre una alfombra.

      Así lo encontró la visita agraciada del buen Dios. Porque fue exactamente allí: cerca de la iglesia del también converso san Agustín. Allí, a finales de octubre de 1886, donde le esperaba, con los brazos abiertos, el buen Jesús, para regalarle la auténtica alegría de la fe: aquel tesoro, hasta entonces escondido para él y que ya nadie en el futuro le arrebataría. Charles tenía en este momento 28 años. Casi toda una vida por delante.

      Pero, ¿qué ocurre realmente, en la vida de Foucauld, entre febrero y noviembre de 1886?

      2. La conversión definitiva

      El P. Henri Huvelin (1838-1910), director espiritual de Charles de Foucauld durante casi 25 años, en una de sus conferencias, decía, hablando de la conversión cristiana: «No se llega nunca a conocer plenamente la historia de una conversión, ni aun de la propia. Se ve bien todo lo que la ha preparado, pero nada más. La acción de nuestro Señor es en extremo variable. Se verá el hastío; pero el hastío prepara, no une (...) El mero dolor no trae consigo la conversión. Es menester el trabajo de la gracia (...) En toda conversión hay algo divino, imposible de explicar»[125].

      En el caso de Foucauld, tampoco es tarea fácil investigar el momento preciso del toque final o definitivo de la gracia. Hay una preparación próxima. Y otra, remota.

      Algo hemos dicho de la preparación remota: o sea, de aquellas personas (familia y, sobre todo, su prima María) y de aquellas circunstancias (encuentros en sus viajes por África con hombres y mujeres musulmanes, profundamente creyentes) que fueron preparando el terreno, para que la semilla de la fe echara sus raíces.

      Me referiré ahora al desencadenante más próximo de su conversión.

      2.1. «Dios mío, si existes...»

      Hay una oración, mil veces repetida por el entonces espiritualmente inquieto Charles: «Dios mío, si existes, haz que yo te conozca». Entra y sale, repetidas veces, de las iglesias de su entorno Parísino. Siempre, la misma oración y siempre el silencio por respuesta. Hasta que un buen día se dirige a un sacerdote que había conocido en casa de su tía, el ya mencionado P. Henri Huvelin. Este sacerdote –Charles lo reconocería siempre– fue una importante mediación en su conversión.

      Aquel día Foucauld, en el silencio y recogimiento de la Parísina iglesia de san Agustín, se dirigió al confesionario del P. Huvelin:

      —No vengo a confesarme, padre. Creo que no tengo fe.

      —¿Qué desea, entonces?

      —Sólo le pido su bendición y que me facilite una buena instrucción religiosa. Deseo conocer los contenidos de la fe en Jesucristo...

      —¿Sólo esto le ha empujado a venir hasta aquí?

      —No sé, padre; supongo que también otras cosas. Hace años que llevo dando vueltas a lo mismo: una fe, que llevan en el corazón tantas y tantas personas inteligentes y buenas que conozco, no puede ser una ilusión.