Conocía como todos los demás ese dato, porque hacía tres ejercicios que la firma había decidido hacer públicas las estadísticas que medían el número de horas que cada abogado cargaba en el sistema a trabajos facturables al cliente (las famosas horas facturables), de manera que todo el mundo podía saber quién era el que más trabajaba, o al menos el que mejor gestionaba el sistema de medición de la apariencia del trabajo. En su desesperada carrera para ser nombrado socio, Aitor ya llevaba cargadas 1.527 horas en los primeros seis meses de ese año, solo por detrás del inefable Tomás Cantalapiedra, un auténtico talento de la abogacía adicto al trabajo que iba sumando horas facturables de trescientas en trescientas gracias a las innumerables operaciones de M&A (fusiones y adquisiciones de empresas) que las grandes corporaciones de la Nación no cesaban de encargarle.
A David todo esto le traía al fresco. Él había decidido dirigir sus pasos hacia la abogacía por pura vocación. Su entusiasta estudio de las fuentes del Derecho le abriría, o eso creía él, la posibilidad de dedicarse a la «resolución de problemas jurídicos complejos», como les había prometido de manera grandilocuente don Ramón, el Socio Director de El Gran Bufete, a él y a la nueva camada de recién contratados júniores al incorporarse a filas el año anterior. Esa frase era el motor que animaba sus pasos cada mañana, el resorte que lo catapultaba de la cama para ir al despacho todos los días. Sí, literalmente. Todos los días: de lunes a domingo.
Álvaro y Bernardo, «Los Chaquetas», por su parte, llegaban al Gran Bufete con las expectativas condicionadas por el sesgo de sus respectivas vocaciones, deseosos ambos de poner las primeras piedras del futuro que se estaban labrando. Para Álvaro, la sola imagen que se proyectaba de sí mismo al estar trabajando en un bufete de primera, el más prestigioso sin duda de la Nación, mientras sus compañeros de clase todavía luchaban por conseguir aunque fuera unas prácticas de verano en algún banquito decente, le llenaba plenamente. Pese a sus dudas iniciales cuando el Gran Banco Londres parecía la opción más apropiada para su estatus, ahora que había tenido la oportunidad de compartir reuniones con antiguos ministros y jueces estrella, que eran clientes unas veces y otras compañeros de bufete, sentía que había logrado el merecido premio para alguien que, como él, siempre había ido un paso por delante, ya fuera consiguiendo los apuntes del año pasado en la universidad o las preguntas del examen la víspera del mismo.
Mientras tanto y como siempre, Bernardo seguía siendo presa de su pertinaz ingenuidad y no se había dado por aludido por ninguno de los avisos que cualquier otro teóricamente menos sagaz habría sido capaz de interpretar desde su época de estudiante en la Gran Universidad. Pese a que finalmente le quedó claro que sus profesores no valoraban tanto el saber como el estudiar, él seguía obstinado en pensar que en el mundo profesional eso iba a cambiar. Que su calidad y conocimientos brillarían por sí solos. Y que todos podrían apreciarlo, como si se tratase de un futbolista profesional que destaca al jugar sin que nadie pueda negar esa realidad. Ahí seguía Bernardo, tratando de hacer su trabajo lo mejor posible día tras día, sin mirar más allá, tan seguro de que lo que El Gran Bufete valoraría sería esa capacidad tan suya de análisis creativo, de escudriñar los más mínimos detalles y, con ellos, llegar a ingeniosas estrategias jurídicas.
Pero no era así. Sin darse cuenta estaba inmerso en un universo de horas facturables, informes en masa, apariencia de trabajar como un loco y, en fin, hacer ganar dinero al Gran Bufete, y muy en particular a don Ramón, el socio fundador, el name partner, catedrático de Derecho Mercantil con más vocación crematística que docente.
* * *
–Oye, gordo, ¿tú estás metido? –inquirió Álvaro.
–¿Metido en qué? –contestó Bernardo, sinceramente desconcertado.
–En Átomo, ¿no te suena?
–Pues no.
–¿Seguro? Operación Átomo.
–Ni lo más mínimo –le respondió hastiado Bernardo, quien intuía que debía de tratarse de uno de esos nombres en clave que tanto se estilaban para preservar la confidencialidad de las grandes operaciones y que a él tan absurdos le parecían: Proyecto Electrón, Proyecto Imperio, Babieca... Era tanta la imaginación y el tiempo dedicados a inventarse nombres en clave y a veces tan poco el empleado en ponerse a pensar…
Álvaro respiró aliviado. Bernardo tampoco estaba metido en Átomo. Menos mal. Joder… a no ser que sí lo estuviera y no quisiera decirle nada. Con Bernardo ya se sabía; era tan escrupuloso con la obligación de confidencialidad que, incluso estando a tope en Átomo, capaz era de no haberle dicho nada. Será cabrón… «Seguro que está trabajando en el tema y por eso lleva unos días tan ocupado«, se dijo Álvaro. Decidió que había que hacer lo humanamente posible para que a él también lo metieran en la operación.
La realidad era que tan solo don Ramón, Tomás Cantalapiedra y Amaya Ortiz, secretaria de Tomás, sabían de qué iba Átomo, la operación del año, la compra de Eléctrica Principal por parte de Gasística. Era una de esas transacciones ultraconfidenciales en las que don Ramón recibía una llamada a deshoras para mantener una reunión secretísima en la que un consejero delegado, presidente o CEO de la compañía de turno le desvelaba sus intenciones empresariales para recibir el sagaz consejo, mezcla de jurídico y de sentido común, del afamado socio fundador del Gran Bufete y de su ultracompetente equipo, y en especial de su gran estrella: Tomás Cantalapiedra.
Desde el momento en que se empezaba a barruntar que algo gordo se cocía por ahí se desataba una auténtica guerra interna en El Gran Bufete. Todo el mundo quería estar involucrado por razones obvias en las grandes y mediáticas operaciones. Para empezar, era la manera más facilona de meter horas a saco y subir en los rankings de horas facturables. También favorecía mucho la obtención de los bonus de fin de año, por razones que no hace falta explicar. Y luego estaba el prestigio, tanto interno como externo. El poder sacar pecho cuando la noticia por fin aparecía en la prensa y se salía de copas con los amigos. Esas miradas de contenida envidia disfrazadas de aparente admiración de los colegas del bufete eran impagables. Como decía Álvaro: había que hacer lo humanamente posible por estar metido en estas operaciones.
David era de los pocos ajenos a esa vorágine. A é, que lo que le gustaba era sumergirse en los libros de texto y dedicar horas a darle a la cabeza; esas mega-operaciones le dejaban indiferente. Incluso mejor huir de ellas. Eran transacciones en que todo pasaba muy rápido y no cabía tiempo para la reflexión. Conllevaba además estar muchas noches sin dormir haciendo labores tan sofisticadas como rellenar huecos en los contratos o chequear que la numeración de las páginas fuera la correcta. En el fondo, cuanto más glamour tenía el encargo profesional menos excitante e intelectualmente retadora era la actividad a realizar por los abogados más júniores.
La pirámide de antigüedad era totalmente inamovible, por muy brillante que un júnior fuera. Y era normal. Tantos veteranos involucrados y tantas mentes dedicadas al mismo asunto no dejaban apenas espacio a los más jóvenes más que para labores logísticas, esas que eufemísticamente se daban en denominar «trabajos paralegales», que eran las que al final más tiempo llevaban. Y trabajando con Aitor, de horas iba más que sobrado. No necesitaba más mierda.
Sin embargo, de una u otra manera al final los tres acabarían absorbidos por el agujero negro de Átomo.
David totalmente a disgusto, de la forma más tonta y por culpa de su puñetera manía de quedarse a estudiar por la noche en las salas de reuniones para que nadie lo molestara.
Tuvo tan mala suerte que fue a escoger esa noche precisamente la sala contigua a aquella en la que Tomás Cantalapiedra estaba reunido con don Ramón. Ya fue casualidad el salir de la sala y toparse con Tomás de morros.