En los corrillos del pasillo frente a la puerta de clase no se hablaba de otra cosa. Iba a ser el primer examen universitario al que se enfrentasen y todo el mundo andaba un poco despistado. Además, el temario no era precisamente ligero. Quince temas contenidos en un libro de texto de obligatoria adquisición en la librería del propio centro. Nada menos que cuatrocientas veinticinco páginas de información difícil de digerir ya que se trataba de conceptos bastante etéreos. Estudiarse tamaño tocho en condiciones podría precisar perfectamente de esas dos semanas a pleno pulmón.
Pero, claro, se trataba de Ética. ¿Tenía realmente sentido hacer ese esfuerzo sobrehumano al mismo tiempo que continuaban las clases? ¿Qué es lo que se esperaba de ellos? ¿Que hicieran una lectura somera del libro o que lo memorizasen? Y no era cuestión de preguntárselo al profesor. Esto era la universidad y allí todos eran conscientes de que determinadas cosas se sobreentendían. Nadie pregunta en la facultad cómo ha de estudiarse un examen. Así que entre todos los compañeros tendrían que aclararse, pues en el fondo estaban todos en el mismo barco, con la ventaja de que alguno de ellos tenía hermanos mayores que ya habían pasado recientemente por esa experiencia y que sabrían a qué atenerse.
Esos eran los corrillos a los que había que juntarse en el pasillo. Aplicar la oreja y enterarse de qué hacer. Bernardo, por si acaso, ya llevaba unos días estudiando. Las ganas de agradar y de hacerlo bien en su primer examen universitario pesaban mucho más que el aburrimiento que le provocaba la materia. Había que reconocer que el profesor de Ética había sido muy avispado adelantando tanto el examen. De esta forma se aseguraba de que los nuevos estudiasen con cierto interés su libro, al menos esa primera vez.
Intrigado por lo que estarían haciendo sus nuevos compañeros, Bernardo le preguntó a Álvaro, con quien casi no había cruzado palabra hasta entonces, quien, de manera adusta y con mucho aplomo, le dijo:
–Nadie chapa Ética, Bernardo. Nadie. Es una «maría».
–O sea, que con leérselo la noche antes vas sobrado –apuntaló Antonio, «primerfilero» como Álvaro.
Era una opinión autorizada. El hermano mayor de Antonio cursaba el curso superior, así que tan solo un año atrás había pasado por lo mismo. Aun así era difícil exponerse a hacer un mal papel en su primer examen en la Gran Universidad, por lo que Bernardo, ya algo más relajado, siguió metiendo horas a Ética hasta llegar a darle cuatro o cinco vueltas al temario, como habría hecho en el colegio ante cualquier otro examen. Más valía pasarse que quedarse corto.
El día del examen allí traía mala cara todo el mundo. «Para no haber estudiado nadie, muchos llevan bastante tiempo sin dormir» pensó Bernardo. Se acercó a Álvaro, que era uno de los que traía peor cara.
–¿Qué tal? ¿Cómo lo llevas?
–Mal, muy mal. Me he tirado toda la noche sin dormir a base de cafés y ahora no me tengo en pie. Me va a salir fatal. Álvaro inauguraba de esa manera y en ese momento un inveterado ritual al que Bernardo acabaría por acostumbrarse. Imagen de total destrozo físico por la falta de sueño acompañada de supuesto derrumbe psíquico ante la perspectiva de un fracaso académico seguro.
–¿Lo dejaste para la última noche? ¡Pero si son cuatrocientas veinticinco páginas! –exclamó.
–Jajajajá –rio Antonio–. ¿La última noche? Este lleva chapando semanas.
–Pero, ¿no decíais que con leerse el libro la noche antes iba uno sobrado?
–Claro que sí. Para aprobar. No para sacar nota. ¡Y este cabrón quiere sacar matrícula!
A los pocos días se publicaron las calificaciones en el tablón de anuncios que estaba a la puerta del aula. El sistema de comunicación de los resultados de los exámenes era de lo más pedestre. Un bedel se acercaba al tablón situado a la entrada de cada clase, abría la mampara de cristal y colgaba con una chincheta la lista que le habían entregado en el decanato con las notas de los alumnos debidamente firmada por el profesor de turno.
Era un método agobiante. Ver acercarse al bedel o atisbar a un grupo de compañeros arremolinados frente al cristal eran indicios indubitados de que ya habían salido las notas. Esto provocaba la aparición de un enjambre de sesenta jóvenes dándose empellones para ser los primeros en ver su calificación. Y las de los demás. Con un poco de suerte uno conseguía ver la suya sin que antes se la hubiera chivado un compañero. Bernardo se acercó al racimo de cabezas. Se hizo un poco de hueco y, todavía a una distancia prudencial pero suficiente para poder ver de refilón el tablón, buscó rápidamente su nombre. ¡Un ocho con seis! «¡Qué notaza para mi primer examen!», se congratuló mientras observaba por curiosidad qué tal les había ido a los demás.
No daba crédito a lo que estaba viendo. Ristras de dieces, nueves y medios, y nueves con setenta y cinco. Los ocupantes de la primera fila se habían salido. Menos mal que nadie chapaba Ética porque era una «maría». Sus compañeros habían logrado que su ocho con seis no fuera sino la trigésimo sexta mejor nota de entre los sesenta alumnos. Salvo Damián y su seis y medio, todos estaban por encima del notable. Estaba claro que la universidad no tenía nada que ver con el colegio. Ahí no te podías fiar ni de tu sombra.
* * *
Transcurrido curso y medio de intensa formación colegial universitaria, mezcla casi equitativa de toma de apuntes y estudio libre, se iba poniendo de manifiesto el papel que cada uno de los compañeros de promoción ocuparía, voluntaria o involuntariamente, en el entramado piramidal del alumnado de la clase. Como en cualquier otro grupo social, que eso era lo que en el fondo representaba ese microcosmos académico, aunque muy sesgado hacia las clases más altas, todos acabarían situándose en el lugar que les correspondía, o más bien en el que más cómodos se sentían. Y esto en el mejor de los casos, puesto que en otras ocasiones cada uno terminaba donde otros los empujaban para sentirse ellos más a gusto. Pero siempre quedaba alguien que no acaba de ubicarse. Ese que suele dejar la vida fluir permitiendo que el devenir del tiempo lo meza suavemente y tome las decisiones, probablemente correctas, por él.
En ese punto se encontraban Bernardo, Álvaro y Damián la víspera del examen de Microeconomía de segundo, el auténtico «coco» de ese curso, la asignatura más dura, o al menos esa que el profesor más dura hacía. Porque, efectivamente, el profesor era la verdadera, o más bien la única, dificultad.
Nadie sabía a ciencia cierta cómo se llamaba. Todos lo conocían por Atila, el rey de los «unos», por su dilatado y tan a gala llevado historial de puntuar con un 1 en sus exámenes a más de la mitad de la clase año tras año. Otros le llamaban el «Microputa» por su escasa estatura y su mala leche, su poca predisposición a enseñar y su marcada tendencia a mantener la mayor distancia posible con el alumnado. En fin, el hombre era todo vocación.
A esas alturas de la carrera, Álvaro había entrado de lleno en el estrellato de la clase, rodeado de los socialmente más acomodados y que solían estudiar juntos en la biblioteca de la Facultad. Se trataba de una forma grupal de estudio que Bernardo no alcanzaba a comprender, dada su necesidad de recogimiento y soledad para asimilar e interiorizar los conceptos de cualquiera que fuera la materia que estuviera estudiando. Esto lo convertía en un compañero marginal desde el punto de vista social universitario, aunque útil y valorado académicamente en cuanto que tenía un conocimiento diferenciado al no provenir del estudio en compañía, sino de todo aquello que lograba encontrar en libros que le pudieran servir de faro.
Por esta razón, a Bernardo no le sorprendió la llamada que recibió la víspera del temido examen de «Micro». Primer parcial, nervios a flor de piel, varias semanas transcurridas desde que se habían interrumpido las clases y, realizados ya unos cuantos exámenes parciales del resto de asignaturas, llegaba el de «Micro», el que todos temían, el que no aprobaba ni el veinte por ciento de la