Apartó de un manotazo a uno de los jóvenes mientras con la otra mano la agarraba del brazo. Antes de poder saludar siquiera se vio dentro de una habitación. Este será tu espacio -le dijo. A ella, que nunca había tenido un espacio.
Pensó en su familia, todos durmiendo juntos, amontonados en un colchón sucio e infestado de chinches. Ella allí tenía una cama. No era muy grande, pero era para ella sola. Un espacio, algo nuevo. Tal vez no le fuera tan mal.
La señora era seria pero se le veía buena gente. Le preguntó por su ropa. Únicamente tenía lo que llevaba puesto. Le prometió que al día siguiente irían a comprar algo, un par de faldas, unas camisas, ropa interior y una bata de trabajo. Después le enseñó la casa mientras le daba todo tipo de instrucciones.
Nunca había ido a la escuela, pero se sabía espabilada. Retenía todo lo que la señora le decía. Acá la cocina. Has de levantarte a las cinco para preparar los jugos, unos huevos y un poco de arroz. Con el tiempo te enseñaré a hacer bolones. A media mañana me preparas un café con humitas. Para la comida cada día te daré dinero y te explicaré qué has de comprar. A la noche algo que nos haya sobrado de otro día. Tendrás que aprender los gustos de cada uno de nosotros para tenernos contentos.
Hubo gustos que aprendió pronto, demasiado pronto. Siguió el paseo por la casa. Los baños los limpias dos veces al día, el patio es chiquito pero hay que limpiarlo cada día. Haces también las habitaciones. Las sábanas las cambias cada semana.
¿Has comido algo? -le preguntó la señora. Solo había comido un poco de yuca con arroz para desayunar y el yogur con pan de yuca en el camino. Antes de contestar vio como el hombre fruncía el ceño. Pronto aprendió a saber interpretar los signos de su cara. Contestó que sí.
Salieron a reconocer el barrio. De vez en cuando se daba la vuelta. Los jóvenes de la casa les seguían de lejos con unos amigos. Oía las risas en la distancia. Vio el mercado y varias tiendas en las que la señora compraba. Para empezar, tenía suficiente.
Cenó un poco y se fue a dormir. No podía conciliar el sueño. Miraba el techo, pensaba en su familia, soñaba con su nueva vida. Mil estrellas recorrían su cerebro, soñando y cruzándose, imaginado una nueva vida llena de nuevas experiencias y aprendizajes.
Pero poco le duró el encantamiento. Fue esa misma primera noche. Se le estaban cerrando los ojos cuando escuchó cómo se abría la puerta de su habitación. Era el hombre. No habló nada. Solo la miró. Ella no entendió cómo entendió.
Esa noche no pudo dormir. Tampoco lloró. Se tragó las lágrimas como lo tendría que hacer muchas veces a lo largo de su vida. Le dolían los dientes de la presión que ejercían entre ellos. Sentía rabia, dolor, tristeza. Su sueño se desvaneció para devenir en pesadilla.
No quería cerrar los ojos. Si los cerraba revivía la escena. El hombre entró, se sentó, le toco la pierna. Poco a poco fue subiendo la mano. Los ojos fijos en ella. La mano, en la entrepierna. Levantó las sábanas. Levantó su camiseta. Los labios se posaron en los pechos incipientes. Y siguió.
No quería recordar. Pensó en sus padres. ¿Lo sabrían? ¿Se imaginaban que eso pasaría? Probablemente sí… Es la dureza de la vida, la cara amarga de la existencia de los pobres. ¿Por qué pagar ese precio? ¿Qué sería de ella? ¿Saldría alguna vez de allí? ¿Sería eso su vida?
Se sentía rota, se sentía muerta. Una niña vacía, con una infancia robada.
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