Ella. José Manuel Andueza Soteras. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José Manuel Andueza Soteras
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788419198020
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Todos le vienen juntos. Pero en su cabeza están ordenados. Y allí, la escuela tiene un papel fundamental. Para ella, es el centro. Es un sueño, un deseo, su tesoro. El tesoro de la comunidad. Por eso siempre que puede se ofrece voluntaria para colaborar. Por eso anima a los hombres a hacer trabajos para que esté mejor. Fue ella quien propuso levantar una tanca alrededor de la escuela. Fue ella quien invitó a limpiar el pozo de la escuela para que el maestro y su familia tuvieran agua limpia.

      El recuerdo del agua le hace pensar que aún no ha bebido nada. No tiene ganas. Solo quiere llegar y que le curen el bebé. Ese pensamiento hace que un nuevo escalofrío le recorra todo el cuerpo. Le culebrean las piernas, los brazos, el estómago, el corazón. Acelera el paso. Tiene que llegar cuanto antes. El sudor le acompaña por todo el cuerpo. Empieza a calentar. Eso no ayudará a su bebé.

      Hace un rato que ya no camina. Sintió cómo salía el último halo de vida de su bebé. No fue un grito, ni un gemido. Más bien un suspiro. Y con el suspiro se fue la vida, voló hacia otro lugar. Ya no está allí. Ya no es su bebé. Pero aún lo siente suyo.

      Arrodillada primero, luego sentada, abrazó con fuerza el cuerpo del hijo ido. Lo atrae contra sí, lo abraza, intentando recordar, grabando su cuerpo en la memoria para no olvidar. Sabe que nunca le abandonará, siempre le acompañará. Años después contará su historia a un desconocido. Empezará recordando el viaje. Quiero hablar con usted, le dirá. Y le hablará de su bebé.

      El viaje de vuelta es largo. Hay que prepararse. Pero antes debe dejar a buen resguardo a su bebé. Lleva un rato a él abrazado. No sabe si son minutos, horas… Una eternidad. Un momento de intensidad, de infinitud, para siempre. Siempre lo llevará con ella. Así, abrazado, como está ahora. Pero hay que volver. El otro hijo le espera, su hombre también. La vida.

      Se ha apartado unos metros del camino. El cuerpo del bebé, tapado con unos retazos de ropa está a su lado. Hunde las manos en el suelo. Lo ha hecho otras veces, lo hizo con su niña. Los dedos acarician la tierra, para ir penetrándola poco a poco, para vaciarla. Vacía. Así se siente ahora, así se recuerda antaño. Cuántas veces se sintió muerta. Una viva muerta.

      Mira el cuerpo de su bebé. Es hora de entregarlo a la tierra. Vuelve sus manos sobre el suelo. Poco a poco va sacando su carne, va agujereando ese espacio que se convertirá en el útero eterno de su niño. Un niño que ya no verá la vida. En la otra vida, tal vez, allá, vuelvan a encontrarse. Si existe, si hay justicia.

      Golpea la tierra. Sin rabia, pero también sin resignación. Hay dolor, porque hubo felicidad y amor. Besa la tierra. La tierra que acoge el cuerpo de su bebé. Allí quedará para siempre. Nunca volverá. Pero antes de irse busca unos palos. Con unas hierbas intenta unirlos. Al principio no puede, pero continúa intentándolo. Finalmente consigue hacer una especie de cruz. Dos palitos cortos, pequeños. No los clava en el suelo, solo los deja encima. Que su diosito cuide del bebé, de su bebé.

      No mira atrás. Solo camina. Espera llegar pronto, pero no tiene prisa. Anda despacio, recordando, repasando, amando. Recuerda cuando nació su bebé. Todo parto es doloroso y peligroso, pero pudo superarlo. Recuerda la cara de aprobación de su hombre, la sonrisa de su otro hijo. Recuerda la primera vez que se le agarró al pecho. La dicha que sintió.

      Regresa sola. Tendrá que decir que ya no hay niño. Explicar no, no hace falta. Solo decir. El hombre se pondrá triste. Pero querrá yacer con ella. Y ella, sin ganas, lo acogerá, como ella fue acogida en la casa. La vida continua.

      INFANCIA ROBADA

      Nació chiquita. Nunca fue muy grande. Pero sí muy viva. Nació con fuerza, con energía, con ganas. Poco después fueron llegando hermanos y hermanas. No recuerda su vida sin ellos. Solo sabe que fue la primera.

      Recuerda juegos y risas. Pero también llantos. Había hambre. Había días que apenas comía para entregar su parte a la hermana más chica, al hermano enfermo. Recuerda viajes. Caminar de un pueblo a otro en busca de una nueva posibilidad de trabajo para los padres. Pero había poco.

      Se recuerda mirando las escuelas. Ella nunca fue, nunca pudo. No sabe leer ni escribir. Pero recuerda cómo las miraba, cómo se imaginaba con un vestidito no muy sucio entrando por la puerta de una escuela. Nunca llegó.

      Recuerda el robo. El robo de su infancia. Pasó de niña a mujer en un día. De mujer a no sabe qué en dos semanas. Un día al levantarse manchó, sangraba un poco. Eso le cambió la vida. Pero en ese momento no lo sabía. No se dio cuenta cuando padre y madre se miraron. Todo vino después, en dos semanas.

      Nunca dudó de las personas. Siempre fue buena. Sigue siéndolo. En aquel momento le costó entenderlo, simplemente lo aceptó. Cuando tiempo más tarde tuvo al bebé arraigado a su pecho lo entendió. Hay veces en que los padres no tienen más opciones.

      Se sabía pobre. Conocía las dificultades. Algo había que hacer. Ella era la mayor. Sus padres la sacrificaron. Tenían que mantenerse, tenían que vivir. Tenían más hijos. Así que tuvieron que tomar la decisión. No sabe durante cuánto tiempo lo pensaron. No sabe por qué esperaron a ese momento. Pero hoy, recordando las miradas de sus padres cuando sangró, entiende que lo debieron de hablar muchas veces, mucho tiempo antes.

      Hablar y llorar. Seguro. Recuerda con cariño a su familia. Ella quería a sus padres y a sus hermanos y hermanas. Y se sentía querida. Por todos. Desde aquel día no ha vuelto a ver a nadie de la familia. Solo espera que sirviera para algo. Que allí donde estén vivan un poco mejor. En ocasiones un poco mejor es mucho mejor.

      A veces se imagina a sus hermanos ya crecidos, a sus hermanas señoritas. Pero sabe que no puede ir a ellos, que ya no puede regresar. Es su precio, el precio que debe pagar por aceptar mejorarles la vida. Ella allí murió para todos, para que fuera posible la vida.

      No le dijeron nada, pero ella notó que algo era diferente. Su madre, con los ojos llorosos la despertó y se la llevó con ella. La lavó toda entera. Su padre le entregó un trozo de yuca en el desayuno. Los hermanos y hermanas miraban atentos. Había algo enrarecido en el ambiente.

      A media mañana salieron a pasear. Solos, los padres y ella. Algo pasaba. Miró atrás. Hoy recuerda que le hubiese gustado correr a besar y abrazar a los pequeños. Pero sabe de la crueldad de la vida y entiende que así fue mejor.

      Un hombre se acercaba y entonces sus padres se detuvieron. Ella también. Los miraba. La madre un poco retrasada, unos dos metros por detrás; el padre con los ojos tristes. Esta es -salió de su boca. No dijo nada más. No la miró. Bajó sus ojos al suelo y se quedaron allá clavados. Enterrando con ellos una parte de su historia, de su vida, de su amor. Su madre ya había dado la vuelta.

      El hombre sacó unos billetes. Se los tendió al padre. Este los cogió con vergüenza y se marchó. Entonces lo supo. Había oído hablar de esas cosas. Ahora lo estaba viviendo. Vendida con doce años.

      Sin odio, sin rencor. Sabe que el resto de la familia tenía que seguir viviendo y las cosas se estaban poniendo muy feas. Era la mayor. Lo entiende. Le tocaba a ella. El sacrificio de los primogénitos.

      El hombre era de pocas palabras. La invitó a subir al coche. Él conducía en silencio. Ella, a su lado, apenas se atrevía a mirarle. Detuvo el coche y bajó. Ella allí, quieta, inmóvil. Sin saber qué hacer, sin saber qué decir, sin saber qué le depararía la vida.

      Pensó en escaparse. Pero no tenía a dónde. Pensó en su familia. Si ella marchaba tal vez el hombre les denunciaría, o iría a por ellos. No podía irse. Estaba atravesando sus pensamientos, como si de caminos entrecruzados se tratase cuando vio llegar de nuevo al hombre.

      Traía yogur con pan de yuca. La yuca le acompañaría a largo de todo ese día. El día de su marcha, el día de su infancia robada. Aún tardarían un tiempo en llegar. El pan de yuca le gustaba mucho. El yogur también. Pero esta vez, le costaba tragar. Cada vez que pasaba algo de comida le parecía que un yunque le caía en el estómago, en el pecho. Respirar ese momento fue un arduo trabajo.

      Despertó con el frenazo del coche. Bajó cuando se lo pidió el hombre. Estaban delante de una casa. No parecía muy grande. El hombre abrió la